Columna

Pirracas presidente

El hombre era tan rápido, según decía, que llegaba a Móstoles, que dista unos 15 kilómetros de Navalcarnero, 10 minutos antes de salir

Plaza de Segovia, en el municipio de Navalcarnero.ANDRÉS CAMPOS

El Pirracas era tan rápido, según decía, que llegaba a Móstoles, que dista unos 15 kilómetros de Navalcarnero, 10 minutos antes de salir. Al decirlo, señalaba el reloj que corona la iglesia del pueblo. Eso sí que es ir deprisa, tanto hace 40 años como ahora, que es tiempo de cohetes. Einstein se habría devanado los sesos en caso de saberlo, aunque no es probable que eso pasara.

El tal Pirracas vivía en una de las ruinas más nobles del pueblo, en la ermita, que destacaba por su porte y por su situación en la carretera de El Álamo, un pueblo que entonces era pequeño, pero tenía un mérito ...

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El Pirracas era tan rápido, según decía, que llegaba a Móstoles, que dista unos 15 kilómetros de Navalcarnero, 10 minutos antes de salir. Al decirlo, señalaba el reloj que corona la iglesia del pueblo. Eso sí que es ir deprisa, tanto hace 40 años como ahora, que es tiempo de cohetes. Einstein se habría devanado los sesos en caso de saberlo, aunque no es probable que eso pasara.

El tal Pirracas vivía en una de las ruinas más nobles del pueblo, en la ermita, que destacaba por su porte y por su situación en la carretera de El Álamo, un pueblo que entonces era pequeño, pero tenía un mérito importante: su nombre, porque había poco más. Ni siquiera había un álamo que valiera la pena. Pero el sitio era noble, y vivir allí, sin pagar nada por dormir en esa ruina, un chollo. Como si un madrileño viviera gratis en el Edificio España.

Pirracas mentía sin saber que lo hacía. Simplemente decía lo primero que se le pasaba por la cabeza. Las cuevas que albergaban las antiguas bodegas del pueblo medían, según sus cálculos, un montón de kilómetros de largo. Y decía que la iglesia tenía un altar de plata y era la más antigua de Castilla.

En ocasiones, el buen hombre —porque era bondadoso— mentía al decir la verdad. Porque era aleatorio el carácter falso o verdadero de sus palabras.

Ni siquiera sabía, y es posible que solo el que le puso el apodo lo supiera, que “pirracas” quiere decir espabilado en algunos sitios. O sea, que ignoraba que tras su mote se escondía una ironía.

Pero él hablaba y hablaba, porque siempre había alguien que le escuchaba. Solía pasar eso al atardecer en la plaza Mayor, en parte porticada. El hombre hablaba y un grupo de jubilosos vecinos le jaleaba antes de repetir a todos los vientos sus ocurrencias. En verano, como es natural, el público era más nutrido.

El personal, o sea, el censo del pueblo, era tan variado que a alguno se le ocurrió la estupidez de hacerle alcalde, aunque nadie se tomó en serio la idea. Ni siquiera el alcalde se ofendió por la propuesta. Un día, sin embargo, la cosa se puso más seria, y alguien del PP local le propuso para que fuera presidente.

— ¿Te crees que esto es Madrid?, dijo alguien.

Y el Pirracas siguió siendo el tonto del pueblo.

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