Opinión

Moisés, doblemente preso en Panamá

Las prisiones panameñas se han convertido en el territorio privilegiado de la covid-19

Un operativo policial en la prisión de Nueva Esperanza en la ciudad de Colón, en 2015. AP

En el espejo del coronavirus, nuestro mundo muestra descaradamente todos sus defectos, sus asimetrías y sus monstruosidades. ¡Cuánto hemos aprendido sobre nuestra sociedad en estos últimos meses! Una de las historias más aterradoras que he escuchado al respecto es lo que sucede en los penales de Panamá, país con el que tengo vínculos estrechos y sentimentales. Mi esposo es panameño y conserva allá muchos amigos de distintas edades. Uno de ellos es Moisés, un joven negro que creció en Chorrillo, quizás el barrio más desfavorecido de la ciudad, y en situación de calle —su madre se dedicaba al co...

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En el espejo del coronavirus, nuestro mundo muestra descaradamente todos sus defectos, sus asimetrías y sus monstruosidades. ¡Cuánto hemos aprendido sobre nuestra sociedad en estos últimos meses! Una de las historias más aterradoras que he escuchado al respecto es lo que sucede en los penales de Panamá, país con el que tengo vínculos estrechos y sentimentales. Mi esposo es panameño y conserva allá muchos amigos de distintas edades. Uno de ellos es Moisés, un joven negro que creció en Chorrillo, quizás el barrio más desfavorecido de la ciudad, y en situación de calle —su madre se dedicaba al comercio ilícito y fue a dar a la cárcel cuando él era un niño—. Para sobrevivir, Moisés se especializó en el robo, primero al menudeo y luego a los grandes capitales. Hace unos meses cayó preso en la ciudad de Colón, situada en la costa del Caribe, justo en la entrada del canal de Panamá. Yo estuve ahí una vez y la recuerdo como una ciudad sucia, caótica y de una belleza decadente: grandes casonas antiguas, a veces abandonadas, otras ocupadas por una gran cantidad de gente, en un clima muy húmedo y sofocante.

Desde que cayó preso, Moisés se comunica frecuentemente con nosotros. No tiene celular, pero se lo pide a uno de sus conocidos y desde ahí nos llama o nos deja mensajes muy descriptivos de su situación. Una de las características más peculiares de ese penal, conocido como “Custody”, es que está gestionado por los presos. No hay policías deambulando por los pasillos ni vigilando los patios comunes, por la simple razón de que al gobierno no le importa lo suficiente para invertir en ello. Como ocurre en muchos países latinoamericanos, el sistema penitenciario en Panamá es muy deficiente. Los procesos judiciales son lentos y solo se agilizan si el prisionero puede contratar a un buen abogado. Tampoco existe un sistema de trabajo gracias al cual los reos puedan reducir su condena. Cuando alguien entra ahí, es muy difícil que vuelva a salir, a menos que tenga mucho dinero.

Las cosas empeoraron para Moisés a partir del mes de marzo en el que la pandemia llegó a Panamá y la población se vio obligada a seguir una cuarentena muy estricta, quizás más que en los países europeos, pues la gente sólo puede salir de sus casas a buscar comida dos veces a la semana, en función del número de su cédula de identidad y de su género, hombre o mujer; los transexuales lo tienen muy difícil, y los menores de edad no pueden salir nunca. En el penal, el número de contagios se multiplicó muy rápidamente, sin que hubiera nadie que atendiera a esos enfermos. El pabellón donde vive Moisés es uno de los más afectados por la covid-19. Dado que nadie llegó para ocuparse del asunto, los presos se vieron obligados a gestionar la cuarentena ahí dentro, como todo lo demás. Impusieron horas de salida al patio, y otros espacios comunes, una hora al día para cada persona. El resto del tiempo deben permanecer confinados en su celda. “Es como estar doblemente preso”, asegura Moisés. Aunque estas medidas ayudaron a reducir un poco el número de casos, la realidad es que las prisiones se han convertido en el territorio privilegiado de la covid-19.

La situación en la cárcel de mujeres de la misma ciudad —que lleva el paradójico nombre de “Nueva Esperanza”— se encuentra en una situación muy semejante. Hace unos días, un grupo de convictas se filmaron en un video estremecedor, en el que explican el peligro que corren, y lograron colocarlo en las redes sociales. Pedían volver a casa hasta el fin de la cuarentena, para estar con sus hijos y ser atendidas en caso de contagio. Anunciaron también el comienzo de una huelga de hambre en ambas prisiones, para exigir atención sanitaria y el reinicio inmediato de las gestiones judiciales, detenidas por completo desde hace más de un mes. Pero ese grito de auxilio no ha sido escuchado hasta la fecha. La evasión es un delito muy penado. ¿Es preferible arriesgarse a morir?, preguntan las mujeres. Por desgracia, esta situación no es exclusiva a los penales de Panamá. También en Colombia, Perú y Brasil ha habido motines en estos últimos meses a causa de la pandemia. Mi marido y yo sabemos del estigma que pesa sobre los convictos. Es probable que al leer esto algunas personas piensen incluso que se lo merecen, así hayan cometido delitos menores o sean inocentes. Yo en cambio creo que nadie se merece algo así. “Muchos de los que estamos aquí no somos ningunos santos”, concedió Moisés durante su última llamada telefónica, “pero también los presos tenemos derecho a la vida y ese derecho no se está respetando”.

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