Columna

Romper el aplauso

Hay deberes cívicos que son responsabilidades públicas, no meros asuntos privados sujetos al albur del libre albedrío

DEL HAMBREDEL HAMBRE

Hace tiempo que la idea de lo políticamente correcto funciona como un estigma para silenciar aquello que se busca erradicar en el debate público. La implacable ola reaccionaria señala con el dedo a una supuesta moral puritana caracterizada por su radicalismo izquierdista. El mantra ultra ataca eso que llamamos consenso, y los voceros patrios de Bannon intentan degradarlo acompañándolo del epíteto progre. Uno de los últimos consensos rotos es el de los aplausos a los profesionales de la sanidad. En nombre de la libertad, algunos se arrogan el derecho a boicotearlo con una cacerolada porq...

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Hace tiempo que la idea de lo políticamente correcto funciona como un estigma para silenciar aquello que se busca erradicar en el debate público. La implacable ola reaccionaria señala con el dedo a una supuesta moral puritana caracterizada por su radicalismo izquierdista. El mantra ultra ataca eso que llamamos consenso, y los voceros patrios de Bannon intentan degradarlo acompañándolo del epíteto progre. Uno de los últimos consensos rotos es el de los aplausos a los profesionales de la sanidad. En nombre de la libertad, algunos se arrogan el derecho a boicotearlo con una cacerolada porque aplaudir, por lo visto, ya forma parte del espacio de lo políticamente correcto. El argumentario reaccionario abandona ese lugar de encuentro aideológico, según dice, para introducir mayor pluralidad y libertad en el espacio público. Es una lógica falaz, pues el resultado de romper los aplausos es la polarización social, no la pluralidad.

Ese acto político, perfectamente dirigido y que se escuda en el uso mezquino de la lógica de la libertad individual, puede extenderse a más ejemplos actuales. Lo vemos en los libertarios armados de Michigan alentados por Trump, quien sigue jugando a dos cartas: presidente de EE UU y gurú del anarcocapitalismo que reacciona contra el establishment de Washington. El programa ideológico no ha variado: no se ataca al confinamiento en nombre de la libertad, sino a la pulsión expansiva del Estado traída por el virus. Para ello, se elimina burdamente la dimensión responsable del ciudadano que decide quedarse en casa y se señala un gesto solidario como un acto de docilidad ante las órdenes de un Gobierno que roza el autoritarismo, sacando a la luz una maravillosa paradoja: primero se critica la intervención tardía del Estado; después, se le acusa de querer intervenir.

Estos argumentarios, que a menudo rozan lo mezquino, aparecen justo en un momento que exige la construcción de nuevos consensos. Se denuncia un programa ideológico estatalizador por temor a que el Estado sea ahora quien distribuya el riesgo razonablemente, hurtando parte de ese papel al mercado. Pocos piensan hoy que nuestro sistema nacional de salud no debería dotarse de un nivel más alto de inversión. La importancia del rol del Estado es hoy caballo ganador, carne de consenso. Pero la batalla es por el mensaje futuro. Lo que ocurre con la sanidad nos da acceso a un debate profundo que prefigura un cambio de paradigma: existen bienes sociales por encima de la lógica del mercado, y el valor que les damos contiene un significado moral. Hay deberes cívicos que son responsabilidades públicas, no meros asuntos privados sujetos al albur del libre albedrío. Este es el debate de fondo. Atentos a las trampas: que no nos roben de nuevo el marco de la libertad.

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