Milei y los marcianos de Maussan
Vivimos en una época donde cínicos y nihilistas pueden ocupar el centro de la escena sin pudor porque hemos llegado al límite. Cuando no se cree en nada, se pasa a creer en todo
A mediados de septiembre, el Congreso mexicano exhibió los cadáveres momificados de dos alienígenas. Luego sabríamos que eran un bluff de huesos de perro y que su presentador, Jaime Maussan, es un hombre obsesionado con la vida extraterrestre. Pero da igual: Maussan y sus dos ET tuvieron espacio central, el mundo se orinó de risa y el, alguna vez, Honorable Congreso de la Unión de México dio un paso más en su autodegradación...
A mediados de septiembre, el Congreso mexicano exhibió los cadáveres momificados de dos alienígenas. Luego sabríamos que eran un bluff de huesos de perro y que su presentador, Jaime Maussan, es un hombre obsesionado con la vida extraterrestre. Pero da igual: Maussan y sus dos ET tuvieron espacio central, el mundo se orinó de risa y el, alguna vez, Honorable Congreso de la Unión de México dio un paso más en su autodegradación institucional.
Casi al mismo tiempo, en Argentina, el candidato presidencial Javier Milei declaraba a un medio inglés que él era anglófilo porque tiene la colección completa de discos de los Beatles, Queen y los Rolling Stones y un poco anglo-americano porque, bueno, también le gusta Elvis.
Milei pretende ser serio, pero es una mala broma y Maussan y el Congreso mexicano son, seriamente, una risa, pero si estas burlas al sentido común tienen espacio es porque las cosas más serias ya no tienen sentido del humor, sino que son una aberración de la gracia: todo parece dar igual.
Un presidente puede decir una tontería, nos indignamos y no pasa mucho. Un Congreso se abre al ridículo, se ríe el mundo, y no pasa mucho. Un tipo delirante se vuelve presidenciable —llámese Milei o Trump— y no pasa mucho. Décadas atrás, a Maussan le habrían cerrado las puertas en la entrada misma de la intendencia del Congreso mexicano y Milei estaría bajo tratamiento capilar y psicológico. Pero no ahora, no hoy.
Vivimos en una época donde cínicos y nihilistas pueden ocupar el centro de la escena sin pudor porque hemos llegado al límite. Cuando no se cree en nada, se pasa a creer en todo. El tiempo de los monstruos, decía Gramsci, asoma cuando el viejo orden no acaba de colapsar y el nuevo no termina de asomarse. Y en ese punto estamos: no sabemos articular el mundo que vendrá mientras se nos desmoronan las democracias que conocemos; en la duda, los aventureros toman el proscenio.
La lista de monstruos de estos tiempos no es menor ni secundaria. Ahí estuvo Boris Johnson y sus babiecadas, Brexit incluido. Donald Trump en cualquiera de sus días. Alberto Fernández gobernando un país sin gobernar mientras se declara europeísta porque, vaya, los argentinos bajamos de los barcos. El proto-emirato de mayorías de Nayib Bukele en El Salvador. Daniel Ortega y Rosario Murillo asumiendo a Nicaragua como su hacienda personal. Andrés Manuel López Obrador, en plan monarca virreinal o precolombino, cediendo un bastón de mando en nombre del indigenismo a su delfín Claudia Sheinbaum después de prometer sistemas de salud dinamarqueses, obras faraónicas innecesarias y multimillonarias y abrazos para acabar con el crimen organizado.
Nuestras democracias fallan en prevenir el absurdo y asumo que estamos todos tan agotados que hemos dejado la papa caliente de nuestras crisis milenaristas a los únicos que las desean, los desaforados. En un Congreso que se respete a sí mismo, hubiera habido sistemas de control que abortasen el bochorno al momento mismo de planear la audiencia de Maussan, por ejemplo. Alguien se hubiera preocupado por hacer las cosas bien para proteger el decoro de la institución, pues su credibilidad proviene de la confianza que proyecta en la ciudadanía. De igual modo, Milei tampoco debiera tener la convocatoria que parece poseer siendo un señor escasamente preparado para otra cosa que no sea tocar —mal— la guitarra. Esto es, los monstruos no deberían estar donde están si el sistema funcionara.
Si esos epifenómenos —si esas aberraciones de la democracia— suceden es porque el agotamiento moral ha superado incluso a la fuerza inercial de las sociedades para sostener la normalidad democrática. El qualunquismo ha ganado espacio. El enojo sepulta a la razón y el pesimismo, el escepticismo y la negación se han adueñado de nuestros cuerpos. Por generalizar, nadie en el poder parece representar bien la expectativa ciudadana. Nuestros diputados y senadores no son las mejores frutas de la canasta. Muchos funcionarios llegan al poder para afincarse en él y usarlo en su propio beneficio, como si fueran remedos monárquicos que identifican el Estado consigo mismos.
Todas estas décadas de mayor o menor fracaso, incompetencia, abuso o corrupción de la dirigencia tradicional han empujado a las personas a una desconfianza rabiosa. La omnipresencia de los medios ha contribuido a que seamos una sociedad mucho más informada, pero, a la vez, a que compartamos angustias globales identificándonos con crisis ajenas. Las redes sociales han dado voz a cada ciudadano individual para soltar su descontento sin que partidos, medios o instituciones medien, curen o canalicen su hartazgo. Los sistemas de mensajería han permitido a cientos de miles —desde la Primavera Árabe al bolsonarismo, desde Obama al mileirismo— organizarse en minutos, sin burocracias ni controles, y revolucionar una ciudad o la nación completa. Los monstruos se vuelven objeto del cut&paste: ahí está el autoritarismo pseudo-eficiente de Bukele, con enamorados en media América Latina.
Cuando la gente toma el centro de la discusión y deja de verse re-presentada para presentarse a sí misma, los espacios institucionales profundizan abisalmente su pérdida de credibilidad y legitimidad. El hartazgo puede ser violento y, atado al “que se vayan todos”, millones pueden acabar por patear a la democracia en el piso. No es retórica: un reciente estudio de Open Society a nivel global reveló hace días que una significativa proporción de jóvenes cree que una dictadura militar funciona mejor que la democracia. Hemos arruinado el futuro de tal manera que los monstruos son los únicos que parecen suficientemente dispuestos a asumirlo.
La vieja democracia representativa está en crisis, y no sabemos bien cómo repararla. El sistema de división de poderes donde los partidos gestionan la representación popular con presidentes y legisladores mientras los tribunales mantienen independencia de la opinión de los individuos está siendo atacado por todos los flancos. Los movimientos sociales ya demostraron que se puede hacer política sin los partidos; las movilizaciones, que pueden actuar más allá de las instituciones en muy poco tiempo. Mientras, los tribunales, que tienen sus propios problemas de operatividad y, por tanto, son incapaces de llevar la justicia a tiempo, son atacados incluso desde dentro mismo del sistema por los líderes populistas que quieren convertir las cortes federales y los tribunales superiores en un botín electoral.
Por primera vez en décadas el futuro asoma más oscuro para los jóvenes que lo fue para sus padres. La presión sobre el medioambiente, los costos de vida creciente y una mayor demanda de formación que no necesariamente es recompensada por las empresas auguran años difíciles para los más jóvenes. Que ellos estén entre los que gritan que se vayan todos no es inusual: la rebeldía suele pertenecerles. Y que estén más dispuestos a arriesgar todo por probar con formas no democráticas no habla tanto de un déficit de formación como de una brutal crisis de expectativas: la educación cívica que les prodigamos en abstracto se choca con una realidad política patética; el mundo de derechos que les presentamos se queda en enunciación literaria, mero papel, cuando no hay posibilidades materiales de ejercerlos.
No sabemos muy bien cómo reparar el sistema más allá de llamar a una ciudadanización de la política, con mayor protagonismo de la sociedad civil, activando las redes vecinales de diálogo y convivencia. Sabemos que este viejo orden debe dar lugar a uno más ágil e inteligente. Preservar la democracia exige que, desde dentro, se diseñen cambios veloces para responder a las demandas insatisfechas de millones. Esto lo sabemos, está escrito y enunciado desde hace décadas, pero poco se ha conseguido para hacer más fluida la representación de los ciudadanos y, nada menos, resolver los problemas de la economía, la salud, la educación, la justicia y seguridad de las familias. Toma tiempo, y no hay. No hay nuevo orden que reemplace al viejo, y los monstruos se ufanan.
Si nuestros funcionarios degradan la calidad de las instituciones, el espacio para las salidas qualunquistas crece y el viejo orden dará lugar a uno dominado por las aberraciones democráticas. Someterse voluntariamente a la vergüenza y la risa mundiales por permitir un show de momias inverosímiles encaja en ese escenario tanto como deshonrar la figura presidencial convirtiendo malos chistes en definiciones de Estado. Eso da espacio para los monstruos, como Milei, un posible presidente que dice ser asesorado por su perro muerto, y al que millones parecen dispuestos a votar, hartos del desmanejo de cada uno de quienes lo precedieron. Los monstruos están entre nosotros y no son extraterrestres.