“Los mexicanos tienen un volcán dentro”
Cerca ya de los 90, Elena Poniatowska recibe a EL PAÍS en su casa-jardín, rodeada de libros y recuerdos. Irónica y pudorosa, la escritora evoca a los muertos maldiciendo su victoria: ella ha vivido más que nadie
El pasado lejano no es pasado, sino vapor, un pulpo muerto. Problemas, afrentas y angustias de antaño presentan de repente una flacidez inofensiva, aspecto del que es consciente Elena Poniatowska, que habla de traumas y separaciones pretéritas con un desinterés hecho de costra y tiempo, mucho tiempo. A sus 89 años, la escritora mexicana, nacida en París, descendiente de polacos, maneja su espíritu como un todoterreno cuatro por cuatro, siempre con variantes de la misma pregunta en la punta de la lengua: “Bueno, a ver, ¿qué más quiere saber?”.
Pero no se habla con Poniatowska para saber nada en concreto, sino más bien por el gusto de conversar, de observar como apura un tequila, de preguntarle por sus gatos, Monsi y Vais, el primero desaparecido desde hace diez meses, de tratar de arrancar algún chisme antiguo y superfluo. Premio Cervantes 2013, testigo de la vida mexicana desde hace más de cincuenta años, estos días anda empeñada en denunciar al régimen de Daniel Ortega en Nicaragua. “Está persiguiendo a Sergio Ramírez. Eso es muy importante decirlo”, señala.
Tratando de buscar un enfoque original, las páginas de El Universo o Nada aparecen como una excusa competente, una ventana hacia su pasado. Publicado en 2013, el libro cuenta la historia de su esposo, Guillermo Haro, impulsor de la astronomía mexicana, hombre de estado, científico excepcional, machista como el que más: eran otros tiempos. En el capítulo 29, Poniatowska escribe: “[Guillermo] viene contento. A veces no. ‘¿Qué has hecho?’, me mira con desconfianza. ¿Es este el sentido de la vida, acompañar hasta desaparecer?”. No hay en el discurso de la escritora una gota de tristeza, un reproche, si acaso a sí misma. “Bueno, pero, ¡ya me estás confesando!”, lanza, risueña.
Dos días antes de la entrevista, que ocurrió a principios de septiembre, atiende el teléfono en su casa. Es una conversación rápida, para ponerse de acuerdo. ¿Qué tal, cómo está? “Bueno, vieja”, contesta. La charla salva meandros a toda velocidad, la hora, el día, el lugar. Usted vive ahí en Chimalistac, ¿no? “Sí”, responde, “al lado de la parroquia, así puede usted pedir por sus pecados”. Antes de despedirse, pide a su interlocutor que le recuerde el nombre. “¿Ferri dice usted que se llama? Sergio Pitol tiene un cuento que se llama Victorio Ferri cuenta un cuento, ¿lo conoce?”.
Pregunta. Encontré el cuento que me dijo el otro día. El de Victorio Ferri.
Respuesta. De Sergio Pitol
P. Apunté una frase, “procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que las cosas cambien”. Me hizo reír.
R. Es que a él le atemorizaba tantísimo que las cosas cambiaran que se la pasó viajando. Por ejemplo, él era de Jalapa y nunca estuvo allí. Siempre fue diplomático, muy bueno. Yo lo vi en Polonia, en Checoslovaquia, en todas partes.
P. Me hizo gracia lo de Pitol porque el día anterior había leído una entrevista con Antonio Muñoz Molina, que decía algo parecido: “Cuando se acerca lo inaudito, hay una parte de ti que quiere bloquearlo”. Se parece, ¿no?
R. Sí, Muñoz es mi amigo. Pero la que me hace reír es Elvira Lindo. Ella tiene un sentido del humor...
P. Hablando de Pitol, ayer justo me encontré un perfil que escribió usted de él cuando se murió.
R. Ah, yo escribí mucho de él. Y él de mí. Él todo el día estaba en Polonia, porque se enamoró como loco de un polaco. Y se quedó en Varsovia mucho tiempo. Luego tuvo un accidente de auto que puso en peligro su vida, también por su amor con el polaco.
P. Él le dedicó un cuento a usted, La Pantera.
R. Cuando yo llegue a Polonia él me fue a recibir al tren. Y lo vi todos los días, todos los días. Nada más que a él le gustaba acostarse a las 5 de la mañana. Yo no le podía seguir el paso. Esa fue la única vez que fui a Polonia, ponle tú, en el 1965. Luego él ya fue embajador en otro lado. Tienes que buscar su curriculum...
P. Decía todo esto porque hace unos meses le hicieron un homenaje a usted allí en Polonia…
R. (...) Era encantador Sergio. Gran amigo de Carlos Monsivais, que también fue gran amigo mío. Éramos amigos José Emilio Pacheco, Monsivais, Pitol y yo. Trabajamos mucho juntos. Ellos eran muy santos, nunca fueron borrachos, Pitol un poco, pero luego lo dejó. Y Monsivais era protestante, así que no cometió un solo pecado nunca. No bebió una sola copa.
P. ¿Y Pitol bebía solo hasta las 5 de la mañana?
R. De veras que era un hombre que tenía alas, siempre se iba. Era encantador. Más amable que Monsivais, porque él era más hosco. Pitol tenía mucho mundo, y recibía muy bien, trataba muy bien a toda la gente. Pero Monsivais, no es que te diera una patada, pero… Él tenía relación con los gatos, pero con la gente…
P. ¿Sabe qué? Apunte algunas frases de algunos cuentos y crónicas suyas que me gustaron.
R. A ver, dime.
P. Hay una del cuento La Pantera, el que Pitol le dedicó. “El tiempo es un flujo atropellado de olvidos y recuerdos”. Lo leí y me preguntaba sobre la percepción del tiempo cuando uno ya es mayor. Usted tiene 89 años, ¿cómo es el tiempo?
R. A mí lo que me azora es pensar que gente más joven que yo haya muerto antes. Lo siento como una traición. Para mí el tiempo siempre ha sido una máquina de escribir, una computadora, un ordenador que ordena los sesos, los limpia. Y ahora… Pues es el tiempo de mi vejez. Es muy bonito, tengo diez nietos, los veo de vez en cuando.
P. Ya… Oiga y ¿cómo le fue con el temblor el otro día?
R. Fíjate que aquí tiembla tanto, tantísimo, que ya te acostumbras. El que fue duro fue el de 19…
P. ¿1985?
R. No, no antes. Cuando se cayó el ángel, se fue volando. Se hizo pedazos. Y las mujeres y los hombres decían, ‘ay, mira su pechito’, porque se le partieron los pechos. Aquí les decimos chichis. Es que le decimos el ángel y tiene chichis.
P. La victoria alada.
R. Sí. Y todo el mundo tenía mucha tristeza de ver sus pechos en el suelo. Luego lo reconstruyeron y todo. Hice un reportaje de eso, del lugar donde lo reconstruyeron.
P. Antes le pregunté del temblor, porque en 2005 usted escribió una crónica de los 20 años del terremoto de 1985. Recupera una frase de una señora con la que usted habló. Se llama Judith García, que había perdido a su marido y sus tres hijos. Decía: “Para mí es desastroso seguir viviendo”. No dijo difícil, dijo desastroso.
R. Claro.
P. Lo digo porque usted ha visto tragedias de todo tipo, dolores inauditos. Después de tanto tiempo, ¿qué ha aprendido?
R. Que la gente es valiente. Aquí en México, la gente tiene una fuerza extraordinaria. La gente de México tiene como un volcán adentro. Todo el tiempo dando fuego, llamaradas… La gente sigue, es resistente. No es esa palabra. La palabra es aguantadora. Los mexicanos tienen un aguante… Si me dijeran que cuál es la cualidad más grande de los mexicanos, yo diría el aguante. Bueno y luego también es que no hay muchas pretensiones, ni de felicidad, ni de alegría, ni de dinero. Eso es ya de la burguesía, la clase más afortunada o pretenciosa, la clase que puede viajar, ahí sí. Pero los valores esenciales de México son el aguante y la posibilidad de aceptar que no va a haber esperanza.
P. Es un poco triste, ¿no?
R. Pues sí, pero pues México tiene mucho de país triste. Sí se grita ‘hijo de la chingada’ en una fiesta, todo eso que cuenta Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad, pero…
P. Hoy en día, Paz es una figura discutida, primero quizá por la interpretación que hace de México en ese libro. Y luego por su relación con Elena Garro.
R. Yo quise muchísimo a Paz. Lo admiré, venía mucho a mi casa. Era amigo de mis padres, así que, para mí es muy difícil juzgar su obra si no es a través del cariño y la admiración.
P. Y, ¿qué piensa de Elena Garro, tan reivindicada ahora, pero que durante años estuvo a la sombra de Paz?
R. No, nuca estuvo a su sombra. Eso es un cuento. Ella siempre hizo lo que ella quería. Y él la admiraba muchísimo. Y su primera novela de ella fue él quien la llevó a la editorial y la entregó a Joaquín Díaz-Canedo, el director de Joaquín Mortiz.
P. ¿Se ha exagerado entonces la falta de apoyo de Paz?
R. Si, toda la vida mantuvo a Garro y su hija. Es una actitud revanchista y una falsedad. Es que Elena te envolvía, tenía todo para ganar la partida, incluso frente a Octavio.
P. ¿Qué quiere decir?
R. Bueno, ella era muy fuerte, muy inteligente, muy guapa, seductora, tenía todo a favor. ¿Y tú que haces, tú grabas?
P. Sí, con el teléfono
R. Ah, es que yo pensaba, ‘este hombre es Einstein, porque no graba nada’.
P. Sí, espero que esté grabando. Si no, qué desastre.
R. Bueno, me vuelves a preguntar. A mí eso me pasó con mi marido. Lo fui a entrevistar. Él era astrofísico, director de toda la astronomía mexicana. Bueno, lo fui a entrevistar a Ciudad Universitaria y era enojón. Tenía una oficina enorme allí y un escritorio. Y mi máquina no grabó. Entonces yo me vengué y me casé con él.
P. Ja, ja, pero, ¿cómo fue eso?
R. Le llamé, pero me dijo que ya ni modo, que si yo era incapaz de ejercer mi oficio, que me fuera a la chingada. Bueno, no me dijo a la chingada, pero casi casi. Entonces, yo tomé un camión y me fui a Tonanzintla, Puebla, donde estaba el observatorio. Y ahí ya le hice la entrevista. Le cayó bien que yo tomara un bus de tres horas para ir.
P. Justo releía estos días El Universo o nada.
R. ¡Esa es su vida!
P. Sí.
R. ¿Te gusto?
P. Mucho.
R. Qué bueno, porque no le hacen ningún caso.
P. Y a sus hijos, ¿les gusta ese libro?
R. Nunca les he preguntado. Nunca les pregunto nada de mis libros por pudor. Nunca hemos hablado de eso. Ellos hablan de lo que les pasa, de sus hijos, pero jamás hablan de lo que yo hago. Les interesa, pero no es el centro de su vida. Como que hay un gran pudor.
P. En ese libro hace un retrato muy honesto de su esposo. Y hay pasajes que son espeluznantes. Por ejemplo, hay uno en que Paula -la hija pequeña- está en casa de él, en Coyoacán, hablando con unos muchachos en la puerta. Y entonces aparece él, que le grita, ‘¿Qué estás haciendo? Métete zorra’.
R. Sí, pero ella se defendió muy bien. No le dirigió la palabra durante 40 días. Hasta que él le pidió perdón. Y ella era muy joven, chiquita, pero con carácter. En cambio Felipe [el hijo mediano], ‘ay, mi papasito, mi papá, lo que diga mi papá’. Pero la otra es una guerrera.
P. Escribió usted que es la única mujer que logró domar a Guillermo. Al menos por un mes.
R. Y después pudo más. Ella es muy fuerte. Y curiosamente se le parece. Físicamente, su nariz, su mirada. Su inteligencia.
P. Luego hay pasajes muy bonitos, precisamente con Paula. Usted cuenta que ella es adolescente. Y dice que un día, Guillermo se le queda mirando y dice, asombrado, ‘tiene la piel de magnolia’... ¿Qué recuerdo tiene de él ahora, que ha pasado tanto tiempo?
R. Igualito que lo que escribí. Yo creo que él sufrió mucho en su infancia, porque su madre murió. Ahí lo cuento… A mí me halagó mucho que me escogiera, que él dijera, ‘yo quiero que tú vivas conmigo’. Yo no entendía de lo que hablaba muchas veces, sobre todo cuando hablaba con científicos, lo oía con enorme admiración.
P. Y fue una cosa de admiración y luego de enamoramiento, o ¿cómo fue?
R. Pues sí, como un regalo inmenso. Además, tener hijos con él, que se parecieran a él… Contribuyó muchísimo a mi devoción y mi reverencia por México. Como tú sabes, yo nací en París, de una familia afrancesada. Entonces, un hombre que amaba tanto a su país como él, que diera la vida por ello, me contagió.
P. ¿Qué pasó al final? Ustedes se separaron.
R. Yo me vine aquí, a esta casa. Al final sentí que le exigía muchísimo a mi hijo Felipe. Y no sé, pensé que… Ya él tenía 17 años e iba a empezar la etapa en que él saldría con los amigos, por la noche… y Guillermo le iba a privar de todo eso. Y Paula también la iba a tener muy difícil. Pero bueno, ella me preocupaba menos, porque tiene mucho carácter. ¿Tú tienes mucho carácter?
P. Pero entonces, usted vino a vivir aquí y él se quedó en la otra casa…
R. Sí, pero nos veíamos. Y los hijos iban todos los días a comer con él.
P. Pero ya no fueron pareja…
R. Bueno, pero sí lo veía, le preguntaba cómo estaba y todo. Es que fue una decisión que él tomó. Tocas un punto doloroso. Yo ahora pienso que me equivoqué, que debí haberme quedado como la abnegada mujer mexicana.
P. ¿Por qué piensa eso?
R. Porque pienso que al final él estaba solo y que yo tenía la capacidad de aguantarlo. Pero también pensé que Felipe iba a perder muchas oportunidades de libertad, de amistad. Yo una vez les dije, ‘vámonos a regresar con su papá’. Y ellos, ‘ay no mamá’. Ya me estás como confesando.
P. Perdón.
R. Ellos -sus hijos- fueron los que dijeron que no querían. Y él empezó a vivir como deprimido. Hubiera sido menos triste si los dos hubiéramos sido más jóvenes. Porque en la juventud tú aguantas un piano. Pero cuando sabes que ya no te queda mucho tiempo, entonces ya no aguantas.
P. Sin embargo ustedes eran jóvenes todavía.
R. Sí, bueno, no te creas que tan jóvenes. Pero imagínate, si a mí ahorita me pasara una desgracia, yo me iba derecha a la muerte, porque ya no tendría ninguna razón de vida. Si le pasara algo a alguno de mis hijos, cosas así. ¡Ay qué rara! Yo no sé si tú eres confesor o qué. Pareces un sacerdote católico, al final me tienes que dar la bendición y decir que me perdonas todos mis pecados.
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