¿De qué crees que hablan tus hijos?
Me provoca nostalgia saber que pronto las conversaciones que mi hijo mantiene con sus amigos dejarán de desprender ese misterio y se volverán previsibles y convencionales
El cine, y más en concreto la película Lost in Translation, me ha hecho idealizar los bares de los hoteles. Cuando viajo por trabajo, cada noche, al regresar a la habitación después de cenar, fantaseo con la idea de acercarme a la barra y, como Bill Murray, pedir un whisky solo con hielo ―aunque no me guste el whisky— y luego bebérmelo en soledad. Quizás contándole mi vida a un camarero al que mi vida no le interesa, aunque me escuche atentamente por cortesía, porque no tiene nada ...
El cine, y más en concreto la película Lost in Translation, me ha hecho idealizar los bares de los hoteles. Cuando viajo por trabajo, cada noche, al regresar a la habitación después de cenar, fantaseo con la idea de acercarme a la barra y, como Bill Murray, pedir un whisky solo con hielo ―aunque no me guste el whisky— y luego bebérmelo en soledad. Quizás contándole mi vida a un camarero al que mi vida no le interesa, aunque me escuche atentamente por cortesía, porque no tiene nada mejor que hacer o por aquello de que el cliente siempre tiene la razón.
Luego me lo pienso mejor, cojo el ascensor y subo a la habitación a tomarme una infusión mientras veo en la pantalla de la tableta —que no sé conectar a la televisión de 50 pulgadas— un capítulo de Exterior Noche, la serie que narra el secuestro y asesinato del que fuera primer ministro italiano Aldo Moro.
A poco que uno lo reflexione, la escena del bar es muy triste. Sobre todo, cuando uno sabe de antemano que no va a rescatarle de esa tristeza el “What are you doing here?” de Scarlett Johansson. Hay, por cierto, una escena grandiosa en el primer capítulo de Exterior noche. En ella, Aldo Moro (enorme Fabrizio Gifuni) se encuentra clandestinamente en un coche con el líder del partido comunista, Enrico Berlinguer. En un momento dado, cuando este último hace amago de abandonar la conversación y salir del vehículo, incómodo con el acuerdo que se le propone, Moro le pide que se detenga y, mientras observa a los miembros de los cuerpos de seguridad de ambos, que charlan amigables, le dice a Berlinguer: “¿De qué crees que hablan? A veces me lo pregunto”. Esa viene a ser la misma duda que nos embarga a muchos padres y madres cuando vemos a nuestros hijos de cuatro, cinco o seis años hablando concentrados con sus amigos sobre quién sabe qué. A veces serios, a veces risueños, a veces caminando mientras nos dan la espalda y se alejan gesticulando para enfatizar lo que quiera que estén diciendo.
Estas conversaciones de nuestros hijos que se nos escapan a nosotros, que sobrevolamos incansables sus vidas, están rodeadas de un cierto halo de misterio que a mí me provoca una especie de nostalgia anticipada. La misma nostalgia anticipada que le generaba al escritor chileno Alejandro Zambra el pensamiento de que su hijo pronto abandonaría el “dichoso vanguardismo de los ruidos para adoptar las convenciones del lenguaje humano”, me la genera a mí el saber que pronto las conversaciones que mi hijo mantiene con sus amigos dejarán de desprender ese misterio. Porque, con toda seguridad, también se habrán vuelto previsibles y convencionales.
Pero volvamos a la escena del primer capítulo de Exterior Noche porque Aldo Moro continúa con su monólogo. Tiene al lado a Berlinguer, es cierto, pero cualquiera podría interpretar que el líder del partido democristiano está hablando consigo mismo, para sí mismo. En un momento dado, con una sonrisa triste en los labios, Moro añade refiriéndose todavía a los miembros de los cuerpos de seguridad: “Parece que no le dan tantas vueltas a los problemas como nosotros. Puede que sean la demostración de que este país está listo. Quizás mucho más que nosotros”.
Una reflexión que, pienso, también podríamos aplicar a nuestra infancia. A esos hijos nuestros que todavía mantienen viva la llama del misterio en estos tiempos política y socialmente convulsos, de declaraciones, diatribas y acuerdos previsibles y convencionales, en los que los adultos nunca parecemos estar a la altura de las circunstancias.
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