Padres empantallados, hijos empantallados
Móviles y tabletas han colonizado nuestras vidas. Están en cada comida: fotografiando platos, haciendo ‘selfies’ de los comensales, buscando en Google o como entretenimiento ‘apaganiños’
Hace unos sábados, mientras esperábamos que nos sirvieran la comida en un restaurante, mi hermana puso su smartphone sobre la mesa, frente a mi hijo pequeño, y empezó a reproducir un vídeo que antes le había mostrado ya a mi hija mayor. No era una película, tampoco un capítulo de Patrulla Canina, solo un vídeo personal de apenas un par de minutos. A pesar de ello, esa pantalla puesta de pie sobre la mesa, apoyada sobre un vaso, me causó un malestar difícil de explicar, quizás porque hace mucho tiempo que tengo tatuado en mi mente lo que escribía Elvira Lindo en una antigua columna, ...
Hace unos sábados, mientras esperábamos que nos sirvieran la comida en un restaurante, mi hermana puso su smartphone sobre la mesa, frente a mi hijo pequeño, y empezó a reproducir un vídeo que antes le había mostrado ya a mi hija mayor. No era una película, tampoco un capítulo de Patrulla Canina, solo un vídeo personal de apenas un par de minutos. A pesar de ello, esa pantalla puesta de pie sobre la mesa, apoyada sobre un vaso, me causó un malestar difícil de explicar, quizás porque hace mucho tiempo que tengo tatuado en mi mente lo que escribía Elvira Lindo en una antigua columna, Familia empantallada, publicada en este mismo diario.
Las pantallas han colonizado nuestras vidas. Cada día más. Están en cada comida: fotografiando platos, haciendo selfies de los comensales, buscando en Google el nombre de un actor o de una serie que ahora mismo no recordamos o como entretenimiento apaganiños. Están en nuestras conversaciones en parques y jardines, mientras andamos, mientras recogemos la casa, mientras paseamos e interactuamos con nuestros hijos, mientras entrenamos en el gimnasio, en nuestra mesilla de noche, mientras dormimos. ¡Miramos nuestras pantallas más de 100 veces al día! Por más que uno esté concienciado es muy difícil escapar a ellas, no verse de repente escuchando a medias lo que le cuenta un hijo mientras a la vez contesta un email o responde a una notificación que no corren prisa; no encontrarse caminando hacia el colegio con un hijo en una mano y la pantalla del móvil en la otra, contestando a un mensaje de WhatsApp o leyendo una noticia que no tiene más urgencia que la que nosotros queremos darles.
Varios álbumes ilustrados dirigidos al público infantil han abordado ya este sobreuso de las pantallas en los últimos años. Está, por ejemplo, Atrapamiradas (Kalandraka, 2020), de Marina Núñez y Avi Ofer, protagonizado por una niña decidida a atrapar la mirada de las personas con las que se cruza (y con las que convive), una tarea hercúlea porque enfrente tiene a las todopoderosas pantallas. «Si los mayores no observan ni disfrutan de las cosas más maravillosas, ¿cómo podré conseguir que me miren?», se pregunta la pequeña Vera. También otro título más reciente, La zampa pantallas (Maeva Young, 2021), de Helen y Thomas Docherty, una fábula en la que Zampa, su particular protagonista, harta de que nadie la vea, decide empezar a comerse pantallas, para desconcierto de los animales que viven en la ciudad: «Sin pantallas, ¿qué vamos a hacer todo el día?».
Luego nos sorprende la atracción que las pantallas generan en nuestros hijos e hijas. Mi hijo pequeño, a sus cinco años, aún vive bastante ajeno a ellas. La mayor, de 8 años, busca la mínima excusa para interactuar con las nuestras. A principio de curso me sorprendió (escandalizó) verla jugar en el parque con los móviles antiguos (e inservibles) que aportaron algunas compañeras. Era un juego simbólico. Jugaban a ser mayores. Antes ser mayores era tener un coche. Una casa, incluso. Ahora, crisis inmobiliaria y de microchips mediante, ser mayores, para nuestros hijos, es tener un teléfono móvil y una pantalla. ¿Cómo van a creer otra cosa si nos ven 24 horas al día 365 días al año pegados a una pantalla? ¿Cómo no van a sentir atracción por los móviles si contemplándonos a nosotros, sus referentes, pareciera que todo lo que se precisa en este mundo se puede encontrar en una pantalla de apenas 6,5 pulgadas?
En el estudio Impacto de la tecnología en la adolescencia: relaciones, riesgos y oportunidades, publicado recientemente por Unicef y elaborado con base en una muestra de 41.509 adolescentes de entre 11 y 18 años, hay una serie de datos que invitan inevitablemente a la reflexión: por ejemplo, que la edad media a la que los niños reciben su primer móvil no llega a los 11 años (10,96), que 6 de cada 10 menores duermen con el móvil, que 4 de cada 10 están conectados para no sentirse solos o que casi 6 de cada 10 utilizan el móvil y otras herramientas que ofrecen acceso a la red para hacer amigos.
Más allá de los riesgos que entraña esta hiperconexión y que también desgrana el informe, derivados sobre todo de la falta de supervisión parental (solo el 29,1% de los menores encuestados reconocieron que sus padres les ponían algún tipo de normas o límites sobre el uso de Internet y/o las pantallas), son llamativos los dos últimos datos que, no por casualidad, he destacado en el párrafo anterior. Todavía en algunas salas de cine y pronto, supongo, en alguna de las múltiples plataformas de vídeo en streaming, anda una película muy recomendable para ver en familia: Ron da error. Dirigida a seis manos por Sarah Smith, Jean-Philippe Vine y Octavio E. Rodríguez, este filme de animación británico lleva nuestro delirio tecnológico un paso más allá, a un mundo en el que los niños ya no tienen smartphone, sino un robot que, además de ser su mejor amigo, hace las veces de teléfono inteligente, aglutinando todas sus redes sociales y, por supuesto, toda la información sobre sus gustos e intereses para felicidad de empresas y marcas.
Lo que fascina de Ron da error es la soledad -disfrazada de socialización- que uno aprecia en los niños y las niñas que rodean al protagonista, Barney, un niño de 11 años que no tiene robot y que, por lo tanto, queda excluido de cualquier posibilidad de relacionarse con sus iguales. También cómo los algoritmos que manejan a los robots determinan, en función de todos los datos recopilados de los menores, con quién sí y con quién no pueden relacionarse estos, reduciendo su mundo hasta límites que son un absoluto contrasentido con la idea inicial que nos vendieron de internet.
“Claro que hay grandes, grandísimos problemas en torno al uso de la tecnología por parte de niños, adolescentes, adultos, familia y sociedad. Pero si solo nos llevamos las manos a la cabeza, si planteamos que hay una versión off y otra on de las personas, nos quedaremos cortos. Necesitamos que los padres de la era digital sientan una mayor legitimidad y seguridad en sus decisiones, no que se sientan juzgados y evaluados por cada minuto de pantalla que deciden abrir o cerrar en sus casas. Y necesitamos añadir al discurso de los peligros otro que tenga que ver con la cercanía. Con una conversación familiar que, aunque transcurra en un chat de WhatsApp, aporte valor”, aseguraba en una entrevista reciente María Zabala, periodista experta en tecnología y autora de Ser padres en la era digital (Plataforma editorial).
Sigo desde hace mucho tiempo a María Zabala porque es una de las voces más racionales en torno al (cómo no, polarizado) debate alrededor del uso de las pantallas y la tecnología en el ámbito familiar. Creo, como ella, que, “además de tener en cuenta todo lo bueno o malo que la sociedad digital supone para infancia y adolescencia”, como adultos tenemos que empezar a tener en cuenta todo lo que nosotros podemos hacer (o no hacer) con esa misma tecnología: “No solo dar el poder de la influencia a las pantallas, sino también y especialmente a las personas que las utilizamos”. Es decir, que la tecnología y las pantallas no son malas per se, sino que somos nosotros (alentados por su poder de adicción, no vamos a negarlo) los que hacemos un mal uso de ellas.
Los que, como yo, escuchan a sus hijos a medias demasiado a menudo para contestar emails que entran a deshoras estamos a tiempo de cambiar las cosas, de recuperar hábitos, de prestar atención a quienes nos rodean, de levantar la vista de la pantalla cuando esta no sea imprescindible. Como manifiesta la letra de la canción de uno de los anuncios llamados a marcar la Navidad de 2021, es tiempo de «vernos mejor».
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