Carta a mi hijo con discapacidad: cuando estar en calma es estar en guardia
Cuando vives entre tempestades, después de cada tormenta la calma solo tiene sentido si es para disfrutarla. A veces, basta un gesto absurdo para que la vida vuelva a abrir una rendija por donde entre la esperanza
El otro día soñaba con cosas tan extraordinarias como tener un rato de calma para mí, leer junto a la ventana mientras la lluvia golpea los cristales, desayunar despacio con tu madre, salir por la tarde a jugar al baloncesto con tus hermanas o perderme entre las risas de los amigos. Pero, de pronto, me di cuenta de que esos deseos escondían tu ausencia y me invadió la culpa, como si al soñarlos negara tu presencia en nuestras vidas. Comprendí que en cada anhelo había una sombra: la sombra de un mundo sin ti.
Desde entonces me cuesta permitirme soñar porque no quiero que la esperanza me engañe y me haga imaginar un tiempo en el que tú no estés. Así vivo, con los sueños contenidos, pero con la certeza de que lo extraordinario ya lo tengo: eres tú, aquí, ahora, en cada día que resistimos y seguimos, aunque a veces el cansancio me nuble la mente.
El otro día, mientras íbamos por una pista forestal en coche, te dio un brote de esos complicados. Terminada la tormenta, llegó esa calma chicha que se mete en el cuerpo: el corazón empieza a estabilizarse, la mente baja revoluciones e intenta asimilar lo que acaba de pasar… y, entonces, la tristeza y la melancolía tratan de entrar, de conquistar terreno, de instalarse. Una batalla difícil. En ese instante bajé las ventanillas, me puse a cantar (más bien a invocar la lluvia con esos oídos enfrentados que Dios me ha dado) y empecé a mover el coche en zigzag, como cuando de joven me hacía el guay para intentar impresionar a tu madre —por cierto, no funcionaba—. El polvo del camino empezó a colarse dentro, tu madre puso el grito en el cielo, tus hermanas se partían de risa… y tú empezaste a hacer ruidos de alegría.
Quizás pienses que es una tontería, pero créeme: es mucho más poderoso de lo que parece. Girar el volante de tu vida 180 grados de golpe con cualquier chorrada rápida evita que la tristeza y la melancolía entren. Y si no hay batalla, no hay guerra que perder. A veces, basta un gesto absurdo para que la vida vuelva a abrir una rendija por donde entre la esperanza.
Cuando vives entre tempestades, después de cada tormenta la calma solo tiene sentido si es para disfrutarla. Porque es la manera de descansar y desconectar de verdad. Si solo te limitas a descansar, corres el riesgo de que entren la tristeza y la melancolía, con esa sensación de que la vida es solo lucha… y recuperar fuerzas para volver a la batalla.
El problema de esta calma es que, aunque llega después de la tormenta, también anuncia la siguiente. Por eso es tan diferente a otras. No es el alivio de quien ha superado un susto y puede pasar página, sino la quietud tensa de quien sabe que el peligro no ha desaparecido, solo se ha escondido. Es como caminar por un sendero tras una avalancha: el silencio parece paz, pero cada piedra suelta recuerda que en cualquier momento todo puede volver a desmoronarse. Para la mayoría, la calma es descanso: abrir un libro, dar un paseo, dormir sin pensar en nada… Para nosotros, en cambio, la calma es guardia, es vigilia disfrazada de respiro. Por eso es tan importante distraer a la mente para no dejarla que vuele hacia la melancolía.
Aun así, incluso en esa vigilancia constante, hay momentos pequeños —un ruido tuyo, una carcajada de tus hermanas, la mano de tu madre sobre la mía…— que nos recuerdan que seguimos vivos, que seguimos juntos.
A veces pienso que aquella pista forestal era una metáfora de nuestra vida: llena de baches, de polvo y de giros inesperados… pero también de risas que devuelven la luz en mitad de la tormenta.
Y cuando la calma llega, aunque sea breve, intento recordarlo: que lo extraordinario no está en lo que sueño, sino en cada segundo que la vida me deja cantar contigo en el asiento de atrás.
Te quiero.
Papá.