Carta a mi hijo con discapacidad: la paternidad no consiste en tener siempre las respuestas, hay que aceptar que otros pueden tendernos la mano
Dieciocho años siendo tu padre, escribiendo sobre nuestras peripecias, y, sin embargo, en Jaca no fui capaz de calmarte. Fue una desconocida, con unas caricias y unas palabras tiernas, quien lo consiguió con total naturalidad
Al cruzar el umbral de la catedral de Jaca me vi transportado a reinos olvidados de mi juventud, aquellos a los que la imaginación me guiaba sin descanso. Tal vez fue la solemnidad de sus muros románicos, levantados en piedra clara y envejecida por el paso del tiempo, lo que despertó en mí la nostalgia de días más sencillos, sin obligaciones, que susurran el comienzo de nuestra historia. Pero la vida es caprichosa y siempre encontraba la manera de truncar nuestros intentos, como si aguardara el instante preciso para permitirnos este encuentro. Y, por fin, quiso que este año fuera el elegido.
Como las mejores fragancias, que se guardan en frascos pequeños, nuestra escapada fue breve pero intensa. La vivimos como si hubiera durado un mes entero, aunque fueron solo cuatro días, y conseguimos regresar con la mochila cargada de momentos inolvidables. Uno de esos momentos ocurrió en la catedral. Yo intentaba hablar con el de arriba, elevar mis pensamientos en silencio, pero tú no dejabas de devolverme a la tierra. Inquieto, nervioso, tirabas de mí sin cesar; no querías estar en aquel banco inmóvil, rodeado de tanta gente extraña, y me lo hacías saber con insistencia. Yo buscaba un momento de calma para ordenar mi interior y dar gracias por aquellos días, pero tú tenías otros planes.
En los bancos delanteros se sentaban seis chavales con sus padres. La madre no dejaba de volverse hacia nosotros. Al principio pensé que tus ruidos y tus movimientos podían estar incomodándola, pero pronto comprendí que aquella mirada no era de reproche, sino de ternura. Cuando la inquietud creció y tus caricias se hicieron más insistentes, pensé en levantarnos e irnos. No quería forzarte, ni tampoco perturbar a los demás. Y entonces ocurrió: aquella madre se giró, dejó su banco y se sentó junto a ti. Me sorprendió su determinación; tú, con tus 1,85 metros, podías desbordarla fácilmente, y, sin embargo, no mostró temor alguno. Me miró, pidió permiso y apoyando sus manos abiertas en tu rostro, lo giró hacia ella y comenzó a hablarte en voz baja, casi en un susurro. Movía sus manos con una dulzura tal que parecía acariciarte con el aire mismo. Y tu coraza, siempre tan difícil de atravesar, se derrumbó en un instante. Te relajaste e incluso dejaste escapar alguna sonrisa, y así los tres pudimos permanecer hasta el final de la misa, juntos, como si aquel gesto hubiera tejido un pequeño milagro en mitad de aquella piedra antigua.
Al terminar, le agradecí el gesto. Se llamaba Patricia. Apenas cruzamos unas palabras: nosotros veníamos de Madrid, ellos de Valencia, reunidos en Jaca por los caprichos del destino. Tú ya querías marchar raudo hacia tu próxima aventura, y yo, en cambio, me sentía un tanto avergonzado. Dieciocho años siendo tu padre, escribiendo con constancia sobre nuestras peripecias, y, sin embargo, en ese instante no fui capaz de calmarte. Fue una desconocida, con unas caricias y unas palabras tiernas, quien lo consiguió con una naturalidad aplastante. Ese día comprendí que la paternidad no consiste en tener siempre las respuestas y que, a veces, hay que aceptar que otros pueden tendernos la mano.
Gracias, Patricia, por recordarme que el mundo está lleno de gente buena. La vida no cruza caminos al azar: nos pone frente a quienes necesitamos en el momento justo y algún día entenderemos el porqué.
Otro de aquellos instantes mágicos ocurrió una de esas noches. Salí de la casa y me interné por uno de los caminos del pueblo; necesitaba desconectar por un momento. Rápidamente, la oscuridad me envolvió por completo sin que apenas me diera cuenta, hasta el punto de no ver nada. Entonces, me detuve y alcé la cabeza y allí estaba: la Vía Láctea, desplegada en toda su grandeza, como si estuviera en un planetario infinito, como si el cielo mismo fuese una sala de realidad virtual en la que bastaba con extender la mano para rozar las estrellas. Recordé entonces antiguas creencias de civilizaciones ya olvidadas: que esa franja blanca del firmamento era la puerta al más allá, el tránsito de las almas hacia la otra vida. Sentí que la eternidad no estaba lejos, sino allí mismo, en la memoria de quienes ya no están y en la certeza de que seguimos unidos.
Al volver a la normalidad, le pregunté a tu hermana pequeña qué era lo que más le había gustado del viaje, pensando que me hablaría de las excursiones por los Pirineos, de aquel monasterio encajado en roca viva o de los helados que compartimos en la plaza. Pero, una vez más, me sorprendió con su respuesta: de lo que más había disfrutado era de poder estar todos juntos, haciendo un plan en familia. Y cuando dijo “todos”, lo dijo con plena conciencia. Era todos, incluyéndote a ti. Porque, aunque siempre te tenemos cerca, no siempre es fácil organizar algo que podamos vivir los seis a la vez. A eso se refería: a lo extraordinario de lo sencillo, a la alegría de la vivencia compartida. Y entonces sentí que el esfuerzo del viaje había merecido la pena, que mis quejas y mis lamentos se desvanecían frente a la fuerza de esa palabra: todos.
Patricia apareció en el momento justo, como enviada para recordarme que no todo depende de mí. Y el cielo estrellado me hizo sentir cerca de quienes ya no están, recordándome que seguimos unidos más allá del tiempo. Todo me llevó a la misma conclusión: la vida siempre habla de lo mismo, de la fuerza de la familia en sentido amplio, visible e invisible, presente y ausente.
Tu hermana me recordó que lo extraordinario no está en las montañas ni en las catedrales, sino en lo sencillo: poder estar juntos, todos. Porque, aunque intenten convencernos de lo contrario, es en la vida compartida donde encontramos la verdadera felicidad.
Te quiero.