La única forma de evitar que tu hijo no suelte palabrotas es que no las digas tú
Los expertos explican que no son lo mismo las palabras malsonantes a los cuatro años que a los nueve, cuando el niño ya tiene conciencia del lenguaje. La mejor manera de combatirlas es con el buen ejemplo y hablar con ellos de la importancia del contexto
Juan Fernández tiene casi tres años y, como dice su abuela, “la lengua muy larga”. Entre la variedad de palabras que maneja, las malsonantes también están en su abanico. Si quiere ver la tele y se le niega espeta “joder”, si algo le extraña dice “coño” y cuando se le molesta es fácil que suelte un “a tomar por saco”. Sus oyentes sonríen, en ocasiones incluso carcajean, a lo que su padre le responde con un “eso no se dice”. Pero cómo entiende él, tan pequeño, que hay palabras que dicen los adultos que no deberían decir los niños. ¿Cómo deja de decir lo que muchas veces hace gracia al resto? Pal...
Juan Fernández tiene casi tres años y, como dice su abuela, “la lengua muy larga”. Entre la variedad de palabras que maneja, las malsonantes también están en su abanico. Si quiere ver la tele y se le niega espeta “joder”, si algo le extraña dice “coño” y cuando se le molesta es fácil que suelte un “a tomar por saco”. Sus oyentes sonríen, en ocasiones incluso carcajean, a lo que su padre le responde con un “eso no se dice”. Pero cómo entiende él, tan pequeño, que hay palabras que dicen los adultos que no deberían decir los niños. ¿Cómo deja de decir lo que muchas veces hace gracia al resto? Palabras, además, que las familias emplean constantemente en el día a día.
El maestro de infantil Ares González explica que no es lo mismo experimentar con las palabrotas de los cuatro a los seis años, que es un momento en el que están descubriendo significados y formas de relacionarse, que a los nueve años diga “imbécil” con total conciencia de lo dicho. “Distingo dos tipos de palabrotas: las que socialmente se consideran malsonantes como son mierda, joder o mear, y las palabras o frases que ofenden al otro como tonto o gilipollas”. Señala que las primeras dependen de las normas de cada familia o contexto y se enseña a no utilizarlas, igual que otras normas como pueden ser no romper los libros de la biblioteca o lavarse las manos antes de comer. El autor de Educar sin GPS (editorial Planeta) considera que las segundas hablan de cómo nos relacionamos y del cuidado del otro. “Cómo se gestionen dependerá de la educación emocional y social de cada familia a la hora de ayudarles a expresar y entender conceptos como el respeto y la amabilidad”, explica.
A Elsa García Sánchez, maestra de la escuela Miguel Hernández de Torrejón de Ardoz, escuchar una palabrota en boca del alumnado le parece muy desagradable. “Es como sentir que su inocencia o su ternura se rompen de repente, porque esas palabras cargadas de tanta hostilidad se asocian a la vida adulta”. Dice que en el centro escolar intenta que entiendan que cada edad, cada entorno, cada lugar tienen un registro y esas palabras no encajan en el suyo. “Intento que mi reacción inicial no eclipse lo que quiero transmitir, es decir, que aunque mi impulso sea corregir a la antigua con un ‘¡eso no se dice!’, lo transformo en una intervención más pedagógica y constructiva”, sostiene. El ejemplo sería invitarles a ponerse en el lugar de sus compañeros para que vean que esa palabra puede estar molestando u ofendiendo. García Sánchez también procura darles opciones para decir lo mismo pero empleando términos más adecuados: “Es difícil cuando la palabrota aparece en un momento de enfado o ira y más fácil cuando se trata de una extensión de alegría o sorpresa, pero todo se puede trabajar”.
El ejemplo lo es todo. Ares González cuenta que, a menudo, se encuentra con niños de tres años diciendo palabrotas que vienen de la familia, muchas veces de los padres y madres, pero también de los hermanos que lo enseñan todo. Y apunta: “Es más difícil crecer y desarrollarse cuando viven con falta de coherencia, por ejemplo cuando les regañas por decir palabrotas y las dices, o les gritas por haber gritado. Esto pasa en la mayoría de familias y no hay que dramatizarlo, pero sí es necesario revisarlo para intentar dar el mejor ejemplo”.
“Los menores aprenden de nosotros, y eso es lo que debemos tener en cuenta a la hora de educar”, añade. La maestra de Torrejón señala que tanto en casa como en el resto de entornos se debería hablar tal y como se espera que ellos lo hagan: “Está claro que en ocasiones puntuales podemos tener algún patinazo y decir alguna palabrota en su presencia, no podemos vivir en la excelencia pedagógica las 24 horas del día. Pero es esencial que hablemos de ello abiertamente y expliquemos por qué hemos usado esa palabra, qué emoción nos ha llevado a ello o en qué situación concreta lo hemos hecho, así podrán entender que no es algo que deba normalizarse en el día a día”.
Un ‘experimento’ para adolescentes
José Luis Merino es profesor de Lengua y Literatura del Instituto Isabel La Católica de Madrid. Dice que como padre y docente de lengua da mucha importancia a las palabras y a saber usarlas en su justa medida. En su opinión, en adolescentes un sonoro “¡joder!” es una respuesta “perfectamente válida si se golpean con la esquina de una mesa, pero a su vez es totalmente inadecuado como respuesta al encargo de que mañana tienen que entregar los ejercicios 3 y 4 de la página 53 del libro”. El contexto y la situación comunicativa es la clave. “Los alumnos hablan y se hablan con muchos insultos en su día a día. Pero no son los únicos que lo hacen, solo hay que agudizar un poco el oído por la calle o encender la tele un rato”, asegura. Lo extraño sería que ellos no lo hicieran viviendo en una sociedad en la que el zasca, el meme y los gritos son premiados con retuits y likes. Con lo que, afirma, lo más complejo es hacerles entender que en clase o en otras situaciones de su día a día deben cambiar de registro: “Hace unos años les pedí llevar a cabo un ejercicio que consistía en que, sin avisar a sus padres, decidieran hablarles como si fueran sus amigos durante una tarde. El resultado fue demoledor: la mitad de ellos acabaron castigados o con amenaza de castigo”.
“El problema no está en la existencia de las palabras malsonantes o de los insultos, que están entre nosotros desde las inscripciones romanas, sino en no darse cuenta de lo inapropiado de ciertos comentarios en según qué situaciones”, explica este profesor. Como padre, manifiesta que es importante evitar caer en un lenguaje excesivamente malsonante delante de los niños, pero que, por otro lado, también es partidario de evitar el lenguaje infantil lleno de diminutivos y de onomatopeyas. “En definitiva, si un niño adquiere un hábito expresivo malsonante es, sin lugar a dudas, porque está rodeado de adultos que tienen ese patrón. Y la única manera de cambiar cómo hablan o se comportan nuestros hijos es cambiar cómo lo hacemos nosotros”, dice.
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