El preso sirio al que liberaron los rebeldes media hora antes de su ejecución
El vídeo de Ghazi Mohamed en libertad se hizo viral con la caída de El Asad. Un año después y con la vida rehecha, recuerda las torturas que sufrió y la providencial llegada a la cárcel de los rebeldes
El 9 de diciembre de 2024, mientras el mundo comprendía atónito que los rebeldes habían tomado Damasco sin apenas resistencia y el dictador Bashar El Asad había huido a Moscú, un vídeo grabado con un teléfono móvil conquistó las redes sociales. En él, un sirio ―entonces desconocido, pálido y delga...
El 9 de diciembre de 2024, mientras el mundo comprendía atónito que los rebeldes habían tomado Damasco sin apenas resistencia y el dictador Bashar El Asad había huido a Moscú, un vídeo grabado con un teléfono móvil conquistó las redes sociales. En él, un sirio ―entonces desconocido, pálido y delgado (había perdido 40 kilos)― cuenta emocionado que acaba de ser liberado de la cárcel de la base aérea de Mezzeh: “Ahora estamos en el centro de Damasco. Y juro por Alá, y no hay más Dios que Alá, que a mí y a este hombre nos iban a ejecutar media hora antes de la liberación”. El vídeo se hizo viral, como ejemplo de cuánto puede cambiar una vida en los últimos estertores de medio siglo de dictadura familiar y casi 14 años de guerra.
Hoy, un año más tarde y con 39 de edad, aquel recluso, Ghazi Mohamed, se emociona al recordar su ejecución preparada en el patio y el ruido de las hélices de los helicópteros que -como solo entendería más tarde- habían acudido a toda prisa a sacar a los soldados ante el avance rebelde. “Fue todo muy rápido. Solo pasaron unos minutos entre que despegó el helicóptero y entraron a liberarnos”, cuenta en la tienda familiar de alfombras en Maar Shurin, un pueblo entre las ciudades de Hama y Alepo, en la que ha retomado la actividad. Pese a arrastrar dolores de las torturas en prisión y seguir sin casa (un bombardeo la destrozó, como otras cientos de miles en Siria), ha rehecho su vida y recuperado parte del peso perdido. Cuesta, de hecho, dar con él: viaja a menudo porque su empresa familiar exporta a países vecinos y al Golfo.
Con el poso que da el tiempo de reflexión, Mohamed cree hoy que el patrimonio familiar (todo el mundo sabía que les iba bien económicamente) pesó más en su arresto que la política. Su familia simpatizaba con los rebeldes y proviene de la provincia de Idlib, donde se gestó en secreto durante años la ofensiva relámpago que tumbó a El Asad, pero dos de sus hermanos habían sido arrestados en la provincia de Daraa en 2011, cuando comenzó la revuelta contra El Asad y salieron pagando una cantidad. Él escapó a Líbano.
En 2024, cuenta, decidió mudarse a Omán, para lo que necesitaba pasaportes para su familia. Sin apenas combates en buena parte de Siria (donde todo trámite pasaba por deslizar unos billetes), tenía dos opciones: pagar 5.000 dólares a un intermediario o personarse en Damasco, entonces en manos del régimen. “Pregunté a algunos contactos y me dijeron que no me pasaría nada, que podía bajar y ahorrarme los 5.000 dólares”, cuenta con tono arrepentido.
Al segundo día de estancia, una patrulla rodeó el edificio y derribó la puerta. Le ordenó a él y al amigo que lo acompañaba tumbarse en el suelo, recuerda. Luego los esposaron, taparon la cara y llevaron a una celda de confinamiento solitario, en la que “salían ratas y gusanos del lavabo”. “Aún recuerdo el olor”, agrega.
“Los primeros cuatro días no pude dormir, porque me llevaban todo el tiempo a interrogarme. Me pegaban y preguntaban qué hacía en Siria”. El problema, entendió pronto, no era él, sino su hermano mayor en Idlib. Todas las preguntas se centraban en él. “Me preguntaban sobre quién era quién en los distintos grupos armados y yo les decía la verdad, que vivía en Líbano”.
Al ver que no obtenían nada, “recurrieron a métodos más brutales para que confesara”, señala. Principalmente, esposarlo a una tubería en lo alto y dejarlo suspendido, sin tocar con los pies en el suelo. “Estuve así durante 11 días. Solo paraban cuando traían comida o decidían que me dejaran ir al baño. Deseaba volver a la celda. Era otra forma de tortura, pero menos violenta. Me preguntaban quién era quién. Y me hubiera encantado saberlo, para tener algo que darles. No entendía lo que querían”.
Tras un mes, lo llevaron a una celda sin lavabo en la cárcel de la base aérea de Mezzeh, en Damasco. Así recuerda su llegada:
- ¿Cómo te llamas, niño?
- Ghazi Mohammed al Mohammed.
- No. Olvídate de que tienes un nombre, niño. A partir de ahora te llamas 3006. Entonces, ¿¡cómo te llamas, niño!?
- 3006.
Cuenta que pasó cinco meses como un zombi. Que solo entendió la de peso que había perdido una vez en libertad. Y que empezó a sentir voces de un ser imaginario. “Ya sabes, como esas cosas que uno ve en las películas”, ilustra.
Fue poco comparado con los largos años que pasaron muchos miles en una dictadura con cien prisiones (la más famosa, Saidnaya, el gran símbolo del horror), un número indeterminado de centros secretos de detención y, aún hoy, al menos 130.000 desaparecidos.
En noviembre de 2024 y aislado del resto del mundo, desconocía por completo que una alianza de milicias rebeldes estaba dando la vuelta a la tortilla de la guerra, haciendo buena la famosa frase atribuida al revolucionario ruso Vladímir Lenin: “Hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas”. Lideradas por el grupo islamista Hayat Tahrir El Sham (de mano del hoy presidente interino, Ahmed El Shara; entonces, Abu Mohamed Al Jolani), arrebataban territorio al régimen a un ritmo pasmoso. Duró solo 11 días, entre huidas y rendiciones masivas de los soldados y de sus aliados, principalmente Rusia, Hezbolá e Irán.
Todo eso lo sabe ahora. Entonces, simplemente empezó a percibir “cosas raras” en la prisión. “De repente, no venía el que nos traía la comida. O el que nos acompañaba al baño. Un día, por ejemplo, escuchamos tiros de un lugar donde no se supone que debería”. Balancea nervioso el pie al recordarlo.
El 8 de diciembre, los carceleros abrieron todas las celdas individuales. “Nos encadenaron y nos juntaron en el corredor, mientras usaban expresiones sectarias [los insultaban por ser suníes]”, describe. Sumaban, rememora con los ojos vidriosos, 54 reos, colocados en dos filas.
“Vi todo preparado para la ejecución. Incluso los barriles de diésel para hacer explotar el sitio. Entendí que era el final”. Mohamed baja la voz. No es un secreto para sus hermanos, pero no quiere pronunciarlo en alto: El islam condena el suicidio y un tabú rodea desear la muerte propia, porque solo Dios decide su momento. “Tenía sentimientos contradictorios. Por un lado pensaba: ‘Tengo hijos, cómo van a vivir ahora’. Por otro: ‘Basta, ha llegado el momento de descansar’. Una parte de mí sentía alivio de que todo esto acabase y se preguntaba qué le pasará al alma cuando se separa del cuerpo”.
Entonces escuchó el ruido del helicóptero aterrizando; luego, despegando y, progresivamente, mitigándose hasta desaparecer. Muy poco después, oyó gritos desde la zona donde estaban las presas, como “¿¡Quiénes sois!?” o “¡Dios es el más grande!”. “He pensado mucho en lo que pasó en medio”, apunta. “No creo que los soldados tuviesen piedad. Creo que simplemente no les dio tiempo a matarnos”.
Los rebeldes llegaron a su zona y los desencadenaron. Mohamed “no entendía lo que pasaba”, pero recuerda “un impulso muy fuerte de salir”. Lo hizo descalzo y casi desnudo. De hecho, aclara, la ropa con la que aparece en el famoso vídeo no es suya, sino de familias que se la dieron al verlo así en la calle en pleno invierno. También le proporcionaron su primera comida en libertad en meses. Eran solo huevos cocidos, pero le resultó “la más deliciosa” de su vida. En la calle, empezaron a contarle lo que estaba pasando, y un familiar que había acudido a buscarlo, lo encontró preguntando al resto.
Hoy, Mohamed recuerda que, durante sus meses en prisión, se abstraía de su terrible realidad cotidiana imaginando que sus sobrinos aparecían por sorpresa en motocicleta para liberarlo. O que cumplía el pilar del Islam de peregrinar a La Meca al menos una vez en la vida. Lo primero no hizo falta. Lo segundo lo hizo el pasado junio, en la última temporada de peregrinación y con la sonrisa de quien sabe que rozó la muerte.