Venezolanos en Guyana: “Hay racismo, pero también mucha plata”
Unos 35.000 venezolanos tratan de abrirse paso en este pequeño país que vive un boom petrolero y mantiene una disputa con el Gobierno de Maduro por la región del Esequibo
Robbe Street ha dejado de llamarse de una manera sospechosa (robar, en inglés) para abrazar el nombre de toda una nación: Venezuela. Pasear por esta calle sin apenas alumbrado y con un asfalto picado, situada en el corazón de la populosa Georgetown, la capital de Guyana, transporta de inmediato al centro de Caracas. En la acera se suceden puestos de arepas, cachapas y tequeños, comida típica venezolana. En los patios de vecinos iluminados por bombilla...
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Robbe Street ha dejado de llamarse de una manera sospechosa (robar, en inglés) para abrazar el nombre de toda una nación: Venezuela. Pasear por esta calle sin apenas alumbrado y con un asfalto picado, situada en el corazón de la populosa Georgetown, la capital de Guyana, transporta de inmediato al centro de Caracas. En la acera se suceden puestos de arepas, cachapas y tequeños, comida típica venezolana. En los patios de vecinos iluminados por bombillas que parpadean en mitad de la noche se escuchan acentos de Apure, de Miranda, de Sucre. Un buen número de los 35.000 venezolanos que se estima que viven en el país han hecho de este lugar su hogar.
“En Guyana hay racismo, pero también mucha plata”, dice Kenny Rodriguez, venezolano de 30 años, tres hijos, unas Oakley sin patillas, estilo snowboard. Llegó hasta aquí en una canoa desde San Martin de Turumbang, en la frontera, y comenzó a trabajar en las minas de oro y diamantes. “Pero cónchale, muchas enfermedades ahí, mucho paludismo”, recuerda. Eso le animó a venir a Georgetown y montar en los alrededores de Robbe Street un carrito de comida. Va por la calle saludando, “oye, mi pana”, “papi, qué fue”. Tiene claro que este es un sitio en el que te ganas el respeto de la gente “si no andas bandoleando”.
Este país semidesconocido, antigua colonia británica en la que se quedó la costumbre de hablar inglés y conducir por la derecha, de solo 800.000 habitantes, vive un boom petrolero por los yacimientos que descubrió la estadounidense Exxonmobil en 2015 frente a sus costas. En los dos últimos años se ha notado por fin ese dinero que entra a espuertas: en 2022 su PIB creció un 62% y se espera que este año cierre con un aumento del 37. Ningún país registra unas cifras semejantes en el mundo entero, según el FMI. Ahora mismo produce 400.000 barriles de petróleo al día y los expertos calculan que en cuatro años llegarán a los 1,2 millones. El Gobierno espera triplicar en poco tiempo la renta per cápita de sus ciudadanos, que ahora mismo ronda los 10.000 dólares. Los economistas no recuerdan un impacto igual en una economía en tan poco espacio de tiempo. Guyana, de la noche a la mañana, podría ser el Dubai sudamericano.
Los venezolanos han encontrado en esta tierra de oro el futuro que se les niega en su país. 7,7 millones han emigrado por el mundo entero debido a la grave crisis política y económica que vive esa nación, según ACNUR. La mayoría se ha distribuido por Perú, Colombia, Chile, Brasil, pero unos cuantos han decidido venirse a Guyana, una nación con dos mayorías étnicas, los afroguyaneses, descendientes de esclavos, y los indoguyaneses, que llegaron en los tiempos de la colonia británica. Joana Flores, de 45 años, llegó hace seis años porque no le pedían visa para entrar. No ha vuelto a salir del país: “He hecho aquí mi vida entera, me traje a mis dos hijas y he adoptado un bebecito negro, en un hospital de aquí”, explica en el bar que ha montado en una esquina de Georgetown, Spanish in GT.
Empezó vendiendo tortas por la calle, juntó el dinero suficiente y abrió este local, que ofrece desayunos y almuerzos a grupos de trabajadores de empresas venezolanas. Por la noche se convierte en un pub con música latina. Ella no ha sufrido ningún episodio de racismo, ni siquiera ahora que el presidente Nicolás Maduro ha vuelto a revivir la vieja disputa por la pertenencia del Esequibo, una región rica en minerales y petróleo que reclama Venezuela como suya.
Lashawn, un guyanés con rastas, de 23 años, en vaqueros y descalzo, trabajador de un lavadero de coches cercano, entra a comprar un par de cervezas.
—Los venezolanos son muy cool, han venido a alegrar el barrio —, dice en inglés.
Joana defiende Guyana con vehemencia: “gracias a este país mis hijas hablan inglés y podrán ejercer como profesionales, cosa que en Venezuela no podría. Esta es mi casa”. En el bar tiene tres empleados, dos cubanos y un venezolano, un cocinero que se llama Daniel Contreras. No quiere ni oír hablar de la disputa entre su país de origen y el de acogida por el Esequibo, eso solo puede traer problemas y encono, distanciarla de los lugareños. Los dos países han vivido semanas de tensión, hasta el punto de que la comunidad internacional ha temido que el asunto derivase en un conflicto bélico.
Hace tres meses, 45 venezolanos fueron detenidos por las fuerzas de seguridad de Guyana cuando intentaban entrar ilegalmente al país en un destartalado bote de pesca, en la costa este de la región del Esequibo. Llevaban sus bártulos y gallos de pelea. Un día antes, otros 80 fueron interceptados en la frontera. Las autoridades locales creen que zarparon desde la isla de Granada. Después de ser procesados por las autoridades migratorias, fueron dejados en libertad.
—¿Para qué quiere Maduro el Esequibo? ¿Para volverlo mierda?
Se oye decir en la puerta de una vivienda de dos plantas, en Robbe Street. Aquí viven cubanos y venezolanos mezclados en habitaciones que le arriendan a un señor guyanés, a razón de 300 dólares al mes. La noche cae suave, hace la temperatura idónea para lucir camiseta interior. La vida parece liviana mientras se bebe aguardiente en las escaleras del edificio. David Chacón, venezolano de 19 años, trabaja en la construcción. Chapurrea el inglés. El otro día caminaba por la calle tan tranquilo cuando un grupo de guyaneses le empujó sin motivo. Él se contuvo y siguió su camino, no quería problemas: “yo no me meto con nadie”. El cubano Salvador González, de 48, dice haber sufrido un par de episodios de racismo, sobre todo cuando trabajaba detrás del mostrador de una tienda y a veces no comprendía al cliente porque todavía no dominaba el inglés. Ahora trabaja de albañil, de plomero, de carpintero. De lo que sea para mandar dinero a los tres hijos que ha tenido con tres mujeres distintas.
Juan Daniel Mendoza suda por la humedad. Ha llegado a Guyana con esposa y dos hijos.
—A mí me trajeron engañado —suelta, y hace reír al resto—. Yo me imaginaba esto como Las Vegas pero Georgetown es feo. Eso sí, hay trabajo y se ve plata. A veces me he sentido raro. Si en la construcción están trabajando cinco guyaneses negros y me acerco, yo soy la oveja blanca. Hacen como si no existiera.
En ese momento, una mujer, con un niño en brazos, se asoma por la ventana y grita: “Maduro no sirve, ha acabado un país bello”.
El reloj marca la medianoche. Venezuela, la antigua Robbe Street, se vacía. Mañana volverá a amanecer en esta pequeña Caracas.
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