Disparos, casas incendiadas y olivos destrozados: la venganza de los colonos por el último atentado mortal en Jerusalén
Los palestinos de Cisjordania denuncian una oleada de ataques, más violenta de lo habitual, por los habitantes más radicales de los asentamientos judíos
Yamal Kadar no oyó el segundo disparo porque le atravesó el abdomen. Fue el 27 de enero, cuando celebraba con otros jóvenes de Beita, su pueblo del norte del territorio ocupado de Cisjordania, el atentado en el que otro palestino había matado pocas horas antes a siete personas frente a una sinagoga de Neve Yaakov, un asentamiento cercano a Jerusalén. “Estaba hablando con unos amigos y oí un disparo. Me giré y vi un coche [con matrícula] israelí más o m...
Yamal Kadar no oyó el segundo disparo porque le atravesó el abdomen. Fue el 27 de enero, cuando celebraba con otros jóvenes de Beita, su pueblo del norte del territorio ocupado de Cisjordania, el atentado en el que otro palestino había matado pocas horas antes a siete personas frente a una sinagoga de Neve Yaakov, un asentamiento cercano a Jerusalén. “Estaba hablando con unos amigos y oí un disparo. Me giré y vi un coche [con matrícula] israelí más o menos en el mismo momento en el que sentí que me daban. Fue todo muy rápido”, explica ahora ―con mala cara y suero, pero tranquilo― en la habitación del hospital de la ciudad de Nablus, Rafidia, en el que se recupera. Sus padres muestran el informe médico y él, de 23 años, el moratón en el brazo izquierdo que le dejó la bala al salir. Había aprendido de su madre, enfermera, qué hacer hasta recibir ayuda médica, así que presionó los orificios de entrada y salida mientras “hacía todo lo posible para no perder el conocimiento”, rememora.
Kadar asegura que nadie salió del vehículo, que alguien abrió fuego desde dentro. Y que no lo esperaba porque los colonos judíos de la zona rara vez atraviesan el cruce en sabbat, que había comenzado al caer el sol. No conducen ese día porque en su gran mayoría son religiosos. “Fue el único coche israelí que pasó por allí”, señala. Otras cuatro personas resultaron heridas de bala en el ataque, según el Ministerio de Sanidad de la Autoridad Palestina. “Como decimos los musulmanes, era mi destino. Por supuesto, ha sido una prueba de Dios. No cambia mi opinión sobre la situación. Esto le podía haber pasado a cualquier otro palestino”.
Sucedió junto a una de las rotondas de la carretera 60 en las que se concentran toda la tensión y las paradojas de la zona más caliente de este territorio ocupado. Como atraviesa Cisjordania en vertical, en algunos tramos coinciden coches de palestinos y de israelíes que viven en asentamientos de la zona. Parte de los colonos (cuyo número acaba de superar el medio millón, sin contar Jerusalén Este) residen en Cisjordania atraídos por el menor precio de la vivienda, las subvenciones para impulsar la colonización o el entorno natural. Otros, los más radicales, lo viven como una empresa ultranacionalista y religiosa para poblar Eretz Israel, un concepto bíblico que abarca tanto Israel como Palestina.
Estos últimos, en su versión más violenta, son los que a raíz del atentado de Jerusalén lanzaron una oleada de ataques contra civiles palestinos y sus propiedades que empequeñeció a los ya habituales. “Tag majir”, lo llaman: cobrarse un precio, más allá de la respuesta ―que consideran endeble― del Ejército y la Policía israelíes. Una agresión a un hombre en Masafer Yatta, decenas de árboles arrancados cerca de Nablus, una casa incendiada cerca de Ramala… Solo en la zona de Nablus hubo el sábado 144 incidentes, según indicó el responsable del dosier en la Autoridad Palestina, Ghassan Daghlas, a la agencia oficial Wafa. La ONG israelí Btselem ha documentado al menos medio centenar, aunque matiza que probablemente sean muchos más. Los casos de disparos, como el de Kadar, son más aislados. Normalmente, la venganza viene en forma de agresión física, lanzamiento de piedras o cócteles molotov, y quema o daños a vehículos, viviendas, cultivos o ganado.
Es lo que sucedió en Turmusayya. La localidad poco tiene que ver con el imaginario visual de Palestina: fusiles y pobreza. Por una migración histórica iniciada a principios del siglo XX, la mayoría de sus 11.000 habitantes tiene también nacionalidad estadounidense y más de la mitad solo viene durante el verano. Como muchos han hecho dinero, las casas compiten hoy en metros cuadrados y decoración. La primera a la que se llega desde uno de los pequeños asentamientos judíos en torno al de Shiló fue incendiada la misma noche del atentado, aparentemente con un cóctel molotov. “Vimos por Facebook Live lo que pasaba y salimos unos 15 vecinos con cubos de agua a apagarlo”, asegura Ahed Asad Yibara, que se sigue refiriendo a ella como la casa de su hermano, pese a que este murió de covid hace dos años. La heredó su mujer, que vive en Nueva York, y ahora el hombre ha tenido que explicarle a su cuñada por teléfono lo sucedido. Las imágenes de las cámaras de seguridad muestran cómo tres jóvenes se cuelan en la casa y huyen, ya con el fuego detrás. Dos casas cercanas tienen los vidrios rotos. “Había dos jeeps [militares] israelíes a unos 200 o 250 metros, y no hicieron literalmente nada”, protesta Yibara.
Las llamas calcinaron el coche que estaba aparcado en el porche y echaron abajo el techo en forma de pagoda, convertido hoy en un manto de tejas de ladrillo y listones de madera quemados. El interior está intacto. “Gracias a Dios que no vive nadie aquí. Podría haber acabado como Duma”, afirma en referencia al pueblo cercano en el que tres familiares palestinos, entre ellos un bebé, murieron en el incendio que causó un colono radical al lanzar un cóctel molotov a la casa en 2015.
Yibara, que nació en Chicago y se estableció en el pueblo de su familia hace 12 años porque quería conectar a sus hijos con sus raíces, asegura que el ataque fue “más agresivo que otros”. “Claramente, querían mostrar que era una venganza. Suelen venir un par de veces al mes y, normalmente, tiran piedras, hacen pintadas de ‘Muerte a los árabes’ o, en verano, nos queman el maíz y el trigo”, añade. Su familia no ha presentado denuncia ni lo hará. “[Las fuerzas de seguridad israelíes] han hecho cientos de investigaciones y nunca pasa nada. Los están protegiendo. Hace tres años que ni presentamos denuncia. Mucha gente ha perdido ya demasiado tiempo, incluso en los tribunales”, argumenta. Consultada sobre el incidente y si ha habido arrestos, la policía israelí asegura que tiene en marcha una investigación sobre la que no puede entrar en detalles, pero que llevará “hasta el final”.
Palestinos, ONG de derechos humanos y organismos internacionales coinciden en denunciar la pasividad (en las críticas más leves) o complicidad (en las más duras) de las fuerzas de seguridad israelíes hacia las agresiones que efectúan los habitantes de unos asentamientos que el Estado israelí bien ha contribuido a levantar, bien ha acabado a menudo legalizando, años después de ser erigidos en altos de colinas por jóvenes nacionalistas religiosos, en vulneración de la propia ley nacional. Este colectivo es el que ha cobrado una fuerza inédita en el nuevo Ejecutivo de Benjamín Netanyahu.
Entre 2005 y junio de 2021, el 92% de las investigaciones de este tipo de delitos se cerraron sin imputaciones y solo un 3% acabó en condena, según Yesh Din (Hay justicia, en hebreo), una organización israelí de derechos humanos que sigue el tema. La ONG concluye, según datos de la policía, que el número de imputaciones a israelíes por daños a personas es seis veces menor si la víctima es palestina. En Cisjordania impera un sistema de justicia dual. Los colonos, en tanto que civiles israelíes, son juzgados de acuerdo a la normativa civil del país, mientras que para los palestinos rige la legislación militar porque están bajo ocupación castrense.
El Ejército israelí subraya la “complejidad” de la situación. “Estamos en el medio e intentamos hacer nuestro trabajo”, señala uno de sus altos mandos, que puntualiza que toda agresión a palestinos “es tratada como una vulneración de la ley”. “Hay colonos que sienten que no hacemos lo suficiente. Todos los días les tiran piedras o disparan. Viven con miedo. Y una parte de ellos, no representativa, se toma la justicia por su mano”, agrega el alto mando, que señala que desde enero las fuerzas de seguridad y civiles israelíes han sufrido en Cisjordania 59 intentos de disparo, apuñalamiento o atropellamiento.
Doble de incidentes
El número de ataques en Cisjordania a palestinos y sus propiedades no ha dejado de crecer desde 2016. El año pasado llegó a 838, casi el doble que en 2021 (446), que ya había sido considerado particularmente violento por los enfrentamientos entre judíos y árabes que desencadenó una ofensiva israelí en Gaza. En 2020 fueron 353, según datos del Ejército.
2021 es también el año en el que Hisham Hmud terminó de construir su nueva casa en Yalud, otro pueblo del norte de Cisjordania. Desde entonces, asegura, cuatro veces le han sustraído aperos, roto ventanas, arrancado árboles y ―en una― incendiado el coche, dentro de su recinto. “Cuatro veces he plantado los olivos, cuatro veces me los han roto”, lamenta mientras sujeta uno, muy joven y pequeño. “Hasta traje un perro para proteger la casa y me lo robaron, o no sé, pero desapareció”.
La última vez fue el domingo pasado. Él, su mujer y sus dos hijos estaban fuera. Se ven pedruscos en el portal y señales de golpes en la puerta reforzada que ha acabado instalando.
Una parte de la valla en la linde está rota, en línea recta desde la colonia de Ahiya, erigida muy cerca, a unos 300 metros. Hmud, peón de la construcción de 32 años, asegura que en las anteriores ocasiones vio a los colonos bajar desde el alto, pero nunca se atrevió a salir. “¿Qué puedo hacer, sin un arma para defenderme? ¿Grabarlos?… Si salgo, me matan”, afirma. Desde dentro, escuchaba los gritos de “Árabes, sucios” e “Hijos de puta”, rememora mientras su hija pequeña, de un año, se frustra al abrir la ventana y descubrir que, detrás, hay una sólida placa de aluminio.
“Una de las tragedias es que me voy a trabajar y me quedo preocupado de que les pase algo a mi mujer y a los niños” dice. Antes de entrar, se descalza, golpea con los nudillos en la puerta y avisa a su familia, medio en broma, medio en serio: “Soy yo… no un colono”.
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