Las señales del narco que Ecuador no quiso ver
Atentados contra dependencias policiales, secuestros, asesinatos de periodistas y ataques contra civiles muestran la evolución de este fenómeno que el Estado negó durante años
La masacre de seis hombres que jugaban fútbol en una cancha en el sector de la Playita del Guasmo, al sur de Guayaquil, fue la primera señal de que la violencia en las cárceles había traspasado los muros. Eran las 21.00 horas del 21 de enero de 2022, 13 hombres con pasamontañas, ametralladoras y fusiles de alto calibre desembarcaron por un lado del río y dispararon sin discriminar a todos los que estaban en el lugar. Solo uno de los seis asesinados tenía antecedentes penales por tráfico de drogas. Los demás eran pescadores, cangrejeros, indigentes y un migrante que estaba de visita en el país ...
La masacre de seis hombres que jugaban fútbol en una cancha en el sector de la Playita del Guasmo, al sur de Guayaquil, fue la primera señal de que la violencia en las cárceles había traspasado los muros. Eran las 21.00 horas del 21 de enero de 2022, 13 hombres con pasamontañas, ametralladoras y fusiles de alto calibre desembarcaron por un lado del río y dispararon sin discriminar a todos los que estaban en el lugar. Solo uno de los seis asesinados tenía antecedentes penales por tráfico de drogas. Los demás eran pescadores, cangrejeros, indigentes y un migrante que estaba de visita en el país por las fiestas de Navidad y Fin de Año. Los victimarios no tenían un objetivo definido, pero sí un mensaje: el poder de las bandas ahora se demostraría en las calles.
Desde entonces la violencia escaló a un ritmo incontrolable en las provincias que son parte del corredor del tráfico de droga hacia el Pacífico, como Esmeraldas, Manabí, Guayas, Santo Domingo, Santa Elena, Los Ríos y El Oro, donde las muertes violentas se han triplicado. El 90% de los crímenes de todo el país se han dado en esas siete provincias (de las 24 que tiene Ecuador). Hasta los primeros días de noviembre, el país había alcanzado una tasa de 20,59 homicidios por cada 100.000 habitantes, la más alta de su historia.
En febrero de este año, apareció la primera señal de la violencia con la que actúan los cárteles mexicanos. Dos cuerpos colgados en un puente de peatones al ingreso de la ciudad de Durán, en la provincia de Guayas. La Policía relacionó el hecho con un operativo que hizo unos días previos donde decomisó ocho toneladas de cocaína en el puerto de Guayaquil. A orillas de los ríos o de las carreteras se encontraron cuerpos decapitados. Y los coches explotaban afuera de los complejos judiciales en los días de audiencias donde estaban involucradas personas que serían juzgadas por narcotráfico. Los atentados no dejaron víctimas, solo daños materiales y terror.
“Ya no nos enfrentamos a la delincuencia común, sino a los más grandes carteles de la droga del mundo”, reconocía el presidente Guillermo Lasso, mientras anunciaba la declaratoria de guerra al crimen organizado, que debía afrontar su Gobierno porque, insiste, lo que vive el país es consecuencia de lo que otros mandatarios no hicieron.
“Este problema se remonta a hace 20 años con el Plan Colombia”, según Daniel Pontón investigador de la Escuela de Seguridad y Defensa del IAEN. “La estrategia del país era barrer el conflicto hacia la frontera, ese desplazamiento interno generó migraciones forzadas hacia Ecuador que tenían relación con actividades criminales”, añade. Esa fue una primera alerta. Mientras se da este desplazamiento se produce un hecho que para algunos analistas es fundamental, y es la salida de la base militar estadounidense en Manta, en la costa ecuatoriana, en 2009, como lo ofreció el expresidente Rafael Correa en campaña al argumentar que la base violaba la soberanía de Ecuador. “Más allá del discurso esa vigilancia debió reemplazarse”, dice la analista en seguridad Carolina Andrade.
La base de Manta hacía un monitoreo de vigilancia aérea y marítima, en los tiempos en que la principal forma de envío de la droga a Centroamérica era a través de lanchas rápidas. Otra señal ocurrió después de la firma del acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC en 2016. “Ecuador no se preparó para ese escenario de disidentes”, dice Andrade. Solo dos años después de la firma, el país vivió el primer atentado terrorista a un cuartel de policías de San Lorenzo, ciudad que está en la frontera con Colombia y el secuestro de un equipo periodístico que cubría la noticia.
Los escenarios se reconfiguraron con la desintegración de los grandes cárteles colombianos y la entrada de los mexicanos al proceso de distribución. “Los colombianos se enfocaron en la producción, mientras los mexicanos buscaron alianzas con las bandas locales ecuatorianas para encargar la logística de sacar los cargamentos a través del Pacífico”, apunta el investigador. Son esas organizaciones delictivas que, con apoyo de los cárteles mexicanos, ahora enfrentan abiertamente al Estado ecuatoriano, que reacciona contra el narcoterrorismo con déficit de preparación, tecnología e insumos y con una población cada vez más atemorizada.
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