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Tierra de locos
Columna
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América Latina: cómo mueren las democracias

La sencilla idea de que la democracia es un sistema en el que los contendientes no se tratan como enemigos se rompió hace mucho tiempo en Venezuela

Ernesto Tenembaum

El mundo de las ciencias políticas está agitado en estos días por la aparición de un libro titulado How democracies die, (Cómo mueren las democracias) de los profesores de Harvard Steven Levitzky y Daniel Zibilat. En una nota publicada esta semana en The New York Times, los autores definen la norma implícita, el acuerdo básico sin el cual la democracia difícilmente existiría. Se trata de una idea sencilla pero que, en ciertos lugares, parece en extinción: la tolerancia recíproca. "Cuando la tolerancia recíproca existe, reconocemos a nuestros rivales como ciudadanos leales que aman a nuestro país tanto como nosotros", explican.

Si ese criterio no es el dominante, se producen efectos en cascada que amenazan con derrumbar el sistema. La segunda norma no escrita de la democracia es la autocontención de sus líderes. Es un concepto novedoso según el cual los líderes deberían abstenerse de aplicar todas las facultades que les concede la ley. Los autores ayudan a entender la idea con dos ejemplos. Los presidentes están facultados a indultar a todos los condenados, o --si tienen mayoría parlamentaria-- a ampliar la cantidad de miembros de la Corte Suprema para construir una mayoría automática. Sin embargo, casi ninguno lo hace.

Cuando el primero de los principios no se cumple y los adversarios políticos comienzan a considerarse como enemigos, entonces se corren serios riesgos de que tampoco se cumpla el segundo: con un adversario se negocia, se acuerda, se compite, se discute; a un enemigo, en cambio, se le aplica cualquier método. Esa situación puede gatillar una escalada que, finalmente, ponga en riesgo a la democracia misma.

How democracies die es un libro escrito bajo la tensión que ha introducido el fenómeno Donald Trump en Estados Unidos. Sin embargo, sus ideas son perfectamente aplicables a las nuevas democracias de America del Sur, cuyo destino se volvió muy incierto a partir de dos hechos coincidentes: los principales líderes opositores no se pueden presentar a elecciones en Venezuela y Brasil, dos de los tres países más importantes de la región.

La sencilla idea de que la democracia es un sistema en el que los contendientes no se tratan como enemigos se rompió hace mucho tiempo en Venezuela. Cada una de las partes hará su relato sobre por qué ocurrió lo que ocurrió. El chavismo dirá que todo empezó con un intento de golpe de estado en el 2002, impulsado por la oposición y respaldado por los Estados Unidos. La oposición dirá que, desde el principio, el proyecto de Hugo Chavez era el de construir una dictadura. Sea como fuere, veinte años después de la llegada del chavismo al poder, más de cien personas han sido masacradas recientemente en manifestaciones opositoras, hay cientos de presos políticos, millones de expatriados, censura a los medios de comunicación, y el parlamento está cerrado. El Gobierno manipula como le place el calendario electoral y llama a comicios con los principales líderes de la oposición --Leopoldo Lopez, Henrique Capriles, Antonio Ledezma-- encarcelados, exiliados o inhabilitados por decisión de jueces designados por el régimen.

En Brasil, la principal democracia de Sudamérica, las cosas son más suaves pero igualmente inquietantes. Luis Ignacio "Lula" Da Silva es, por lejos, el líder más popular del país. En todas las encuestas supera ampliamente a cualquier otro dirigente, cuyo consenso social, en comparación, es raquítico. Sin embargo, al igual que los líderes opositores venezolanos, no podrá competir porque la Justicia decidió que era culpable de corrupción. Muchas personas en Brasil sostienen que les parece sano que un ladrón pague sus cuentas aun cuando sea muy popular. Argumentan que en la cárcel hay empresarios, líderes de la oposición y miembros del entorno de Lula, cuyos actos corruptos ya nadie discute. Sostienen que dos de los tres jueces que lo condenaron fueron designados por el gobierno del PT, cuyo líder es precisamente Lula. Es decir, que todo el proceso obedece a las reglas de la democracia: los jueces evaluan la conducta de las personas y, si cometieron delitos, las condenan. Los partidarios de Lula argumentan que se trata de una persecución política de la derecha y que existen dirigentes políticos cuya corrupción está mucho más probada y no tienen esos problemas: el presidente Michel Temer, por ejemplo.

Sea como fuere, una democracia es un sistema donde los líderes de la oposición se presentan libremente a elecciones, y eso no ocurre ni en Venezuela ni en Brasil, donde los unos y los otros --gobierno y oposición-- desearían que su contraparte literalmente desapareciera.

En la Argentina, el otro de los tres países grandes de la región, la democracia se desenvuelve con más elegancia. Hace poco más de dos años, el opositor Mauricio Macri triunfó en elecciones libres y el Gobierno le entregó el poder. Hace apenas cuatro meses, la ex presidenta Cristina Kirchner se presentó a elecciones legislativas. Fue derrotada y admitió el resultado sin problemas. El próximo año, podrá ser candidata a presidenta si lo desea. Una media docena de miembros del entorno de su está detenida por causas de corrupción. Eso abrió un debate sobre si se trata de presos políticos o de políticos presos. Pero la magnitud de este episodio es incomparable con lo que ocurre en Venezuela o en Brasil.

Sin embargo, si se observa con atención el funcionamiento del sistema argentino, se percibirán los síntomas que le preocupan a los autores de How democracy dies. Macri y Kirchner, y, mucho más aun, macristas y kirchneristas, se consideran enemigos acérrimos. Kirchner se negó a entregarle el bastón presidencial a su sucesor y no pasa un día sin que alguno de sus partidarios califique a Macri de dictador o desee que su gobierno caiga del poder antes del fin del mandato. Por otra parte, las referencias del Gobierno a la principal oposición son igualmente hirientes y peyorativas: apenas se trata de un grupo de ladrones y golpistas. Macro y Kirchner no se dirigen la palabra. Solo se refieren al otro para insultarlo. Se consideran enemigos, y así rompen la norma implícita que garantiza la supervivencia de las democracias.

No necesariamente los sistemas polarizados terminan en dictaduras. Pero el clima político en el continente empieza a adquirir rasgos que lo acercan, peligrosamente, al panorama que Levitzky y Zibilat describen en How democracy dies. Costó mucho recuperar la libertad en Sudamérica. Curiosamente, demasiadas personalidadess andan por ahí enfermas de poder, jugando con fuego, incapaces de volver a poner las cosas en su lugar.

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