El rugido de las profundidades
Las ideas de Friedman son todo lo contrario del pensamiento convencional. Está persuadido de que la guerra entre el islamismo radical y Estados Unidos está ya en su fase terminal y que los neocons conseguirán los objetivos de supremacía absoluta que se propusieron, pero nada menos que en 2030. La geopolítica tiene una ventaja: sus protagonistas son inmutables, de manera que basta con extrapolar lo que ha sucedido para saber lo que sucederá, al menos en el corto plazo. Tiene también un inconveniente, en el largo, y es que se convierte en ciencia ficción. Es lo que le ocurre a Friedman, con su ensayo Los próximos cien años (Destino), en el que considera que China jamás superar a Estados Unidos hasta convertirse en la primera superpotencia, piensa que Rusia protagonizará una segunda guerra fría que también perderá y detecta como potencias determinantes a mitad de siglo a Polonia, Turquía y Japón, éstas dos últimas condenadas a coaligarse, incluso militarmente, contra Washington.
La geopolítica, como las cordilleras y los volcanes, es sorda a declaraciones y discursos. Incluso a ideologías y colores políticos. No digamos ya a las pasiones. Atiende a la fatalidad del tamaño, la demografía y la situación geográfica, más que a las percepciones e ideas que pasan por nuestras cabezas. Europa ha dejado de existir en el mundo de Friedman, donde ninguna de sus potencias tradicionales jugará papel alguno. Cree que EE UU dominará el siglo XXI entero; que será muy difícil la formación de coaliciones adversas; y que finalmente será una nueva potencia norteamericana, nada menos que México, la que desafiará el poder del imperio americano. Y lo hará además —eso el geopolítico no lo dice— en español. Quizás se equivoque cuando quiere profetizar el futuro, pero nos dice mucho en todo caso sobre el presente.