¿Por qué los humoristas molestan tanto a políticos y puritanos?
Trump carga contra los cómicos en Estados Unidos y en España los humoristas son blanco habitual de las demandas de organizaciones ultra, que intentan poner límites a la libertad de expresión
Los bufones solían tener licencia para soltar verdades a los poderosos a cambio de hacerles reír. Pero no todos los reyes, presidentes y diputados se sienten cómodos con los bufones, y muchos políticos han sentido la tentación de silenciarlos o, al menos, de ponerles límites. Quizás un chiste no pueda cambiar ningún voto, pero a muchos políticos les da más miedo un cómico que un tertuliano.
Por ejemplo, Donald Trump cargó en su primer mandato contra Saturday Night Live, especialmente por las imitaciones de Alec Baldwin, y en este segundo ha celebrado la cancelación del programa d...
Los bufones solían tener licencia para soltar verdades a los poderosos a cambio de hacerles reír. Pero no todos los reyes, presidentes y diputados se sienten cómodos con los bufones, y muchos políticos han sentido la tentación de silenciarlos o, al menos, de ponerles límites. Quizás un chiste no pueda cambiar ningún voto, pero a muchos políticos les da más miedo un cómico que un tertuliano.
Por ejemplo, Donald Trump cargó en su primer mandato contra Saturday Night Live, especialmente por las imitaciones de Alec Baldwin, y en este segundo ha celebrado la cancelación del programa de Stephen Colbert, uno de sus críticos más acérrimos, y la suspensión temporal del espacio de Jimmy Kimmel, propiciada por las presiones de la Comisión Federal de Comunicaciones. En España, organizaciones ultra como Abogados Cristianos y Hazte Oír han arrastrado con frecuencia a los humoristas ante los jueces. Estos procesos están condenados al fracaso, pero añaden presión sobre la libertad de expresión y pueden provocar la autocensura entre cómicos y guionistas para ahorrarse los costes de un juicio.
Carmen Aguilera es directora de El intermedio, el informativo satírico de La Sexta presentado por El Gran Wyoming. Cuenta que no ha tenido que contestar a llamadas de políticos, pero el espacio sí ha sido objeto de demandas que quedaron en nada. Por ejemplo, de la Fundación Francisco Franco (por un sketch en el que aparecía un muñeco del dictador) o de Abogados Cristianos (por otro en el que Wyoming se vistió de obispo). En su opinión, el humor preocupa a los políticos y a los puritanos porque es una herramienta de crítica muy eficaz, a veces “la única de la que disponemos”. En un eco de George Orwell, que escribió que los chistes son pequeñas revoluciones, Aguilera dice que el humor es “una pequeña venganza de la gente más corriente contra los poderosos” porque pone de relieve excesos, debilidades y contradicciones.
Un chiste o un meme, gracias a su apariencia de mero entretenimiento, pueden funcionar como una palanca para ampliar los límites de la libertad de expresión y del debate público, al animar a decir cosas que podrían parecer inapropiadas en contextos menos lúdicos. Para Xavi Puig, autor del ensayo Hacer reír (Debate, 2025), puede cargarse el trabajo de un equipo de comunicación y de los asesores de un político: “Eso es dinamita para su reputación”. Y algo que además no puede controlar, añade el también codirector de El Mundo Today, medio satírico que recopiló en otro libro, Mejor no bromear con esto, las amenazas, demandas y burofaxes que ha recibido en sus más de 15 años de historia.
En Estados Unidos, los cómicos satíricos ganaron presencia e influencia especialmente a partir del mandato de George W. Bush. Muchos estadounidenses (de izquierdas) aseguraban que preferían informarse con The Daily Show, de Jon Stewart, o con The Colbert Report, de Stephen Colbert, a hacerlo con medios e informativos convencionales. Puig achaca esta tendencia a la incapacidad de políticos y medios para “transmitir información constructiva” en un contexto de descrédito de las instituciones, lo que ha llevado a que se descargue este papel —al menos en parte— sobre el cómico, dándole una responsabilidad que no debería ser suya. Esta tendencia también ayuda a entender por qué los cómicos son objeto de atención de políticos y activistas: el papel del cómico en la formación de la opinión pública es más relevante de lo que puede parecer, aunque se trate, como dice Aguilera, de “una anomalía”.
Aun así, no es fácil saber si el humor puede cambiar nuestra forma de pensar (o de votar) o solo la refuerza. El filósofo Steven Gimbel, autor de Isn’t That Clever (¿no es ingenioso?, sin traducción al español), explica por videollamada que, según muchos estudios, el humor ayuda a formar una opinión si aún dudamos. O al revés, puede hacernos dudar de una idea preconcebida al mostrarnos no solo cómo es algo, sino también por qué no debería ser así o cómo podría ser en otras circunstancias. El problema es que cada vez es menos frecuente tener dudas y es más habitual aceptar las ideologías como bloques monolíticos y sin matices. Esto afecta incluso a las cadenas de comida rápida: la politóloga Alison Dagnes cuenta por videollamada que, en EE UU, los restaurantes especializados en pollo de Chick-fil-A se asocian a valores conservadores y las cafeterías de Starbucks a ideas progresistas, hasta el punto de que hay demócratas que no van a la primera y republicanos que no entran en la segunda.
Según explica al teléfono el académico James E. Caron, autor de Satire as the Comic Public Sphere (la sátira como la esfera pública cómica, sin traducción), la sátira ayuda a identificar a gente con ideas afines, lo que es importante para el “satiractivismo”. Con este término se refiere a cómo el humor puede motivarnos a estar más informados y, en ocasiones, a ser más participativos políticamente. Aguilera pone el ejemplo de una campaña de El intermedio que animaba a compartir en redes una fotografía con una peineta dedicada a Benjamín Netanyahu: esta iniciativa no sirve para detener ningún genocidio, pero ayuda a visibilizar el rechazo de una parte importante de los ciudadanos a los ataques en Gaza.
El humor también puede ser contraproducente, al menos desde el punto de vista del cómico que atiza o del público que se ríe del político atizado: una de las cuestiones más debatidas es si poner el foco en un político le beneficia, aunque sea para reírse de él. Tanto es así que muchos de ellos hacen lo contrario de Trump: en lugar de enfadarse con los cómicos, los buscan. En sus memorias, El mundo de la tarántula, Pablo Carbonell recuerda la atención que se le prestó a Esperanza Aguirre, entonces ministra de Cultura, en Caiga quien caiga a finales de los noventa: “Siempre supo muy bien dónde estaba y cuál era el rédito que pensaba obtener”. Más recientemente, el vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, se disfrazó por Halloween como alguno de los muchos memes que distorsionan su aspecto para intentar apropiarse de esta crítica surrealista.
De hecho, los políticos cada vez usan más el humor directamente, confiando en su capacidad para captar la atención. O lo intentan, porque a menudo fracasan: Aguilera señala el anuncio reciente del Ministerio de Vivienda en el que se muestra a gente en edad de jubilarse, pero aún compartiendo piso. El anuncio recibió críticas de todas partes, en una poco habitual unión de izquierda y derecha, por lo desacertado del tono.
Más exagerado es el uso del humor por parte del trumpismo estadounidense, como el vídeo de Donald Trump bombardeando excrementos sobre los manifestantes contra su gobierno. Como explican Matt Sienkiewicz y Nick Marx en su libro That’s Not Funny (eso no es gracioso, sin edición en español), muchos conservadores —cómicos, políticos y usuarios de redes sociales— se sienten cómodos con la transgresión y algunos no dudan en intentar normalizar mensajes homófobos, machistas y racistas con una pretendida capa de humor.
Dagnes publicó en 2012 A Conservative Walks Into a Bar (un conservador entra en un bar, sin traducción), un libro sobre la ausencia de cómicos de derechas. Cree que el panorama ha cambiado desde entonces, pero no está de acuerdo en usar la etiqueta de “humor” para estos mensajes: en su opinión, se trata de insultos sin matices ni pretensión de mostrar incongruencias. Puig coincide, y cataloga el humor trumpista de acoso disfrazado. Lo compara con un grafiti: ¿puede ser literatura? Quizás sí, pero no solo por el hecho de que sea una palabra escrita sobre una superficie.