Dejemos de invertir en ‘start-ups’ y apoyemos a colectivos. Saldremos ganando
Para materializar nuestras aspiraciones más profundas y apartarnos de los esquemas normativos, escribe el filósofo francés Éric Sadin, debemos convertirnos en seres activos
En La condición humana, Hannah Arendt distingue tres formas de actividades humanas: la labor, la obra, la acción. La primera, con mucho la menos gratificante, consiste en realizar operaciones estrictamente funcionales, que podrían ser efectuadas indiferentemente por otros. Es la práctica que desde hace dos siglos se ha impuesto de forma masiva. La segunda depende del Homo faber, que fabrica bienes tangibles y experimenta placer y satisfacción, tanto durante el proceso de prod...
En La condición humana, Hannah Arendt distingue tres formas de actividades humanas: la labor, la obra, la acción. La primera, con mucho la menos gratificante, consiste en realizar operaciones estrictamente funcionales, que podrían ser efectuadas indiferentemente por otros. Es la práctica que desde hace dos siglos se ha impuesto de forma masiva. La segunda depende del Homo faber, que fabrica bienes tangibles y experimenta placer y satisfacción, tanto durante el proceso de producción como ante el resultado final. Finalmente, la tercera —aquella a la que todos nosotros aspiramos secreta o explícitamente— consiste en: “Actuar, en su sentido más general, tomar una iniciativa, comenzar […], poner algo en movimiento”, en definitiva, en sentirse plenamente parte del proyecto iniciado y expresar del mejor modo posible sus cualidades. Lo que Marx en El capital llama “desarrollar las potencialidades latentes”. En ese sentido, no hay que considerar la “decencia ordinaria” —definida por George Orwell como una forma de sensatez y de actitud contraria a toda desmesura— como un valor de importancia primordial. Nos conviene igualmente considerar el principio de “creatividad y plenitud ordinarias” como una exigencia sumamente importante, puesto que tenerlo en cuenta ofrece márgenes de libertad, a la vez que implica el respeto a la singularidad de cada uno y, en consecuencia, a las relaciones interpersonales, que rechazan su instrumentalización y son, por tanto, más equitativas y armoniosas.
¿Acaso no es esto todo lo que necesitamos imperiosamente hoy en día? Cuando estamos viviendo en esa década de 2020 un momento histórico, y convertirnos en seres activos es la aspiración más compartida y a la vez más reprimida, ¿vamos a seguir sin darnos cuenta de su importancia y sin tratar de darle una traducción concreta y viable? Es la coyuntura ideal para hacer que el consejo que la madre de Angelo Pardi, personaje principal de El húsar en el tejado, de Jean Giono, le da a su hijo —”Sé siempre muy imprudente, pequeño mío, es la única manera de disfrutar un poco en esta época tan prosaica”— no sea considerado, pese a su fuerza de atracción, como una perspectiva irrealizable por los riesgos que entraña, sino que cualquiera que desee seguirlo pueda hacerlo, sin exponerse a un grave peligro él o sus allegados.
En este sentido deben fomentarse las iniciativas divergentes —procedentes de personas o de grupos que quieren escapar de las lógicas dominantes— de modo que no se vean frenadas por una falta de medios o por el temor a todos los peligros que inevitablemente conllevan. Y hay que hacerlo bajo la égida de la colectividad, que toma la decisión de asignarles fondos públicos para tal fin, inspirándose —en espíritu— en el principio de sustitución, que remite a una máxima política y social, o a un principio de gobernanza, según los cuales si algunos problemas de responsabilidad pública exceden la capacidad de una entidad pequeña para resolverlos, entonces el nivel superior tiene la obligación de apoyarla. Lo que la crisis del covid nos ha enseñado es que el recurso a la deuda nos permite salir de situaciones graves, que siempre es posible encontrar dinero para causas que se consideran vitales. Esa pretensión, mucho más que mediante el impuesto clásico o el préstamo, debería plasmarse en gravámenes a las transacciones financieras y a los beneficios de las grandes empresas, encabezadas por los gigantes digitales, que han desmantelado a sabiendas muchos sectores, y que de este modo se verían gravados, no para alimentar una renta básica universal, sino para obligarles a contribuir a un proyecto de sociedad que pretende ofrecer a la mayoría de las personas la posibilidad de vivir de forma creativa y satisfactoria. Sería una buena burla y un perfecto contragolpe infligido a quienes, sin ningún escrúpulo, quisieron organizar una gigantesca operación, a escala mundial, para desterrar lo humano.
Lo que ha ocurrido a lo largo de la modernidad —incluso con gobiernos supuestamente progresistas— es que el Estado siempre se ha posicionado del lado de esas lógicas utilitaristas y de las teorías que favorecen el auge del capital. Este aspecto, presente sobre todo en el ordoliberalismo alemán, supuso la creación de marcos y la redacción de leyes dirigidas a apoyar estos procesos, sin haber intentado nunca liberarse de ellos o instaurar dinámicas basadas en otras categorías. En la posguerra, las democracias liberales decidieron crear servicios públicos y preocuparse por ciertas formas de bien común, que se concibieron ante todo como contrapartidas necesarias a un orden económico y a unos poderosos intereses privados que se veía claramente que iban a marcar la pauta. Porque la característica del liberalismo económico, allí donde ha podido prosperar, es haber sabido forjar una doxa influyente y apropiarse de un amplio espectro del campo político.
Precisamente por esta razón insistimos en considerar que cualquier acción alternativa solo puede provenir de la base y jamás puede ser respaldada por la colectividad, de la que sin embargo todos formamos parte. Esto se debe a que nos hemos resignado a que el Estado se preste, casi desde siempre y de forma bastante insidiosa, a la lamentable tendencia a situarse en cierto modo al margen de la sociedad. Con el tiempo esto nos ha llevado a encerrarnos en una oposición frontal y estéril, cuyos términos deberíamos haber redefinido y teorizado a efectos no de “monopolizar el poder”, según una doctrina de otra época, sino de hacer que los organismos públicos retomen su principal función: dar la mayor consistencia a los asuntos públicos. Precisamente por esto debemos realizar un acto que hasta ahora desafiaba nuestros esquemas conceptuales: institucionalizar lo alternativo.
Y eso supone, en primer lugar y ante todo, fomentar la creación de una multitud de colectivos. En la medida en que ese propósito permite, en beneficio de la mayoría, la implementación concreta de iniciativas que deseen apartarse de los esquemas normativos y materializar nuestras aspiraciones más profundas. Estas iniciativas adquieren más consistencia si forman parte de proyectos comunes, porque se benefician de los vínculos de complementariedad, enriquecedores y de apoyo mutuo, y no se enfrentan a la aridez de la soledad, que puede acabar provocando desánimo algún día. Por esta razón, el apoyo y la glorificación de que gozaron en la década de 2010 las start-ups, cuya única ambición es una innovación inútil, cuyo único objetivo es la comercialización y que se jactan con enorme cinismo de tener “efectos disruptivos” en la sociedad, han de ser sustituidos en esta década de 2020 por ayudas a los colectivos. Decididos todos ellos a imponer algunos criterios obligados: principio de equidad, respeto al medio ambiente, rechazo de la búsqueda sistemática del mayor beneficio y fomento de la expresión adecuada de las habilidades, en la época del maquinismo total y de los sistemas de inteligencia artificial dedicados a controlar nuestros gestos, e incluso a sustituir a largo plazo toda actividad humana. Está claro que se trata de un proyecto exactamente opuesto.
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