Pienso, luego me (des)conecto: el existencialismo que emerge durante el descanso
Aunque en vacaciones la intención inicial pueda ser “no hacer absolutamente nada”, el cuestionamiento sobre la vida y su sentido es inherente a la condición humana
Disfrutar de unas vacaciones es algo que de buenas a primeras suena bien. Sea para hacer muchas cosas o para dejar de hacerlas, es un horizonte que a medida que se va acercando da pie a diversos imaginarios, cada uno de ellos con su propia idiosincrasia. Para aquellos que nos gusta instalarnos en alguna parte y buscar una rutina diferente, pero a fin de cuentas una rutina, la idea de unas vacaciones se proyecta principalmente como el periodo en el que el tiempo se ...
Disfrutar de unas vacaciones es algo que de buenas a primeras suena bien. Sea para hacer muchas cosas o para dejar de hacerlas, es un horizonte que a medida que se va acercando da pie a diversos imaginarios, cada uno de ellos con su propia idiosincrasia. Para aquellos que nos gusta instalarnos en alguna parte y buscar una rutina diferente, pero a fin de cuentas una rutina, la idea de unas vacaciones se proyecta principalmente como el periodo en el que el tiempo se flexibiliza, los contornos de los horarios se difuminan y los ritmos se confunden. Los afanes del mundo laboral se ponen entre paréntesis, siguiendo la praxis fenomenológica de Edmund Husserl, y con ello los pasos del día a día se amortiguan y se espacian progresivamente. Se deconstruye la agenda cotidiana y paulatinamente toma el protagonismo la cadencia cada vez más lenta de una rutina vacacional que encuentra en la sencillez su hábitat natural. En los primeros dos o tres días todavía se escucha el eco de esa voz que manda ordenar las horas de la jornada: ahora esto, luego eso, y para la noche aquello otro. Pero a partir de ahí la secuencia del tiempo avanza hacia la dispersión. Como sucede con el oleaje del mar, al que solo consigo seguirle la corriente en dos o tres idas y venidas, las jornadas, con sus respectivas fechas, pasan a solaparse y fundirse en una especie de totalidad de espumosos contornos.
Es posible que a los que nos gusta este tipo de vacaciones de poco ajetreo unas semanas antes hayamos proclamado en alguna parte: “Cuando lleguen las vacaciones no pienso hacer nada”. Una declaración de intenciones que con solo ser manifestada de algún modo ya nos compromete. De tal forma que cuando las vacaciones llegan, en sus primeros compases procuramos no hacer nada, y además hacerlo siendo plenamente conscientes de ello. Un evidente oxímoron, claro está, porque siempre andamos pensando y haciendo algo. Nuestros corazones son inquietos, se recuerda a menudo desde la filosofía. Pero el anhelo de un dolce far niente sirve para expresar la voluntad de concentrar nuestros esfuerzos en dejar de sentirnos exigidos y contraprogramar la aceleración y la tensión.
Uno de los caminos para tratar de cambiar el paso suele ser entregarse a largas horas de lectura, lo cual, dicho sea de paso, en ocasiones acaba por entregarnos, a su vez, a los brazos de Morfeo. Algo que puede ser muy espontáneo y que no tiene por qué decir nada acerca del libro que tenemos entre manos, pues uno de los diversos placeres de la lectura veraniega (y no solo veraniega) se da cuando el libro finalmente cae de esas manos que lo sostienen, al tiempo que los párpados también ceden poco a poco al liviano sueño que los ha ido cortejando.
Algunos de nosotros tratamos de leer en vacaciones los libros que hemos tenido que ir posponiendo a lo largo del año. Por los motivos que sean, en la estantería reservada para los libros de las vacaciones siempre hay títulos por leer, por eso aspirar a aligerarla suele ser uno de los propósitos más comunes de los meses de agosto. En mi caso, hace ya algunas semanas que ando releyendo de forma desordenada fragmentos escritos por Soren Kierkegaard, el pensador danés del siglo XIX que puede considerarse como el primer existencialista. Así que para estas vacaciones me he propuesto, entre otros objetivos, terminar la biografía de Clare Carlisle sobre este filósofo, que lleva por subtítulo “La inquieta vida de Soren Kierkegaard”.
¿Pero cómo?, se dirá, ¿Kierkegaard? ¿A 30 grados a la sombra? Además de poder sonar pretencioso, ¿no es justamente eso lo opuesto a la idea de desacelerar los ritmos del mundo interior?
Eso también me dije. Los de Kierkegaard son textos que siempre impactan en lo anímico, y si algo transmiten es que la libertad implica decidir, y que decidir siempre comporta renunciar. Saber a qué se renuncia, qué no se quiere hacer y, sobre todo y lo más difícil, qué se quiere, es la incesante dialéctica personal e intransferible a la que estamos una y otra vez abocados. Y en vacaciones apetece cualquier cosa menos agobiarse.
Pero el asunto es que la vida no se toma vacaciones. Al mismo tiempo que uno se va habituando al nuevo ritmo es posible que irrumpa una brisa de autoconciencia. Sin aparente motivo ni causa esgrimible. Un evento que hace acto de presencia como para querer recordarnos que vivir significa también preguntarse por la vida y por cómo se está viviendo. Independientemente de la fecha que marque el calendario. Suele ser otra característica de las vacaciones que tras el dolce far niente en algún momento asomen las ganas de volver a la rutina usual, como si disponer del tiempo estuviera bien, pero solo por unos días. Como si lo que importara fuese cambiar de rutinas, o más bien huir de ellas cuando estas se asientan demasiado y ya no nos absorbe su novedad.
A lo mejor aprender a vivir pasa por saber cómo dialogar con ese flujo de cuestionamiento vital. Sobre todo, porque a una respuesta le sucede otra pregunta, más profunda y magmática. Quién sabe. En todo caso, la radicalidad de esa apertura se manifiesta más intensamente cuantas menos cosas se le echan encima, cuanto más se aquieta el entorno y cobra protagonismo el fuero interno. No en vano, en el sentido y en la palabra vacaciones está incluida la idea de vacante, de vacío, y ya sabemos que en nuestro contexto cultural todo lo que tiene que ver con vacuidad infunde, de buenas a primeras, respeto.
Sí, es verdad, puede que todo esto suene bastante existencial, y más para estas fechas vacacionales. Pero no menos lo es que de un modo u otro siempre andamos ubicándonos en el mundo y preguntándonos por aquellos caminos que puedan ir sumando sentido y plenitud al proyecto de vida que tenemos entre manos. Eso forma parte también de la cotidianidad, tanto en días laborables como en festivos.
Puede que suene muy existencial, ciertamente, pero intuyo que nada mejor que tomarse unas vacaciones para constatarlo.
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