Neocomunas, casas autosuficientes y búnkeres para ricos: ¿cómo viviremos después del coronavirus?
El urbanismo de la era pandémica estará definido por las ideologías y los privilegios
La llaman la “ciudad poscovid” o el “kilómetro 0” de las ciudades autosuficientes en la era pandémica. El proyecto del estudio de Vicente Guallart (Valencia, 1961) se hizo este verano con el concurso internacional de la futura zona de Xiong’an, a unos 100 kilómetros de Pekín (China), y asegura que lo tiene todo para sobrevivir en armonía frente a futuros confinamientos.
Heredera del espíritu de ...
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La llaman la “ciudad poscovid” o el “kilómetro 0” de las ciudades autosuficientes en la era pandémica. El proyecto del estudio de Vicente Guallart (Valencia, 1961) se hizo este verano con el concurso internacional de la futura zona de Xiong’an, a unos 100 kilómetros de Pekín (China), y asegura que lo tiene todo para sobrevivir en armonía frente a futuros confinamientos.
Heredera del espíritu de “la ciudad del cuarto de hora” que defiende la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, Guallart ha desarrollado un sistema de miniciudades formadas por cuatro manzanas en las que sus habitantes pueden teletrabajar en espacios con 5G, autoabastecerse con agricultura e industria a pequeña escala y contar con servicios asistenciales próximos, terrazas amplias y privadas en las que airearse en posibles encierros, invernaderos comunitarios en lo alto de los edificios, con cubiertas que producen energía y bajos con impresoras 3D para fabricar, por ejemplo, mascarillas.
Lo que Guallart etiqueta como “comunidades productivas en la industrialización digital” son edificios de madera que siguen los principios de bioeconomía circular. En su proyecto hay viviendas, residencias para jóvenes y mayores, oficinas, piscina pública, tiendas, mercado, guardería, un centro administrativo y un parque de bomberos. Fundador del Instituto de Arquitectura Avanzada de Cataluña (IAAC), Guallart cree en la “democratización total” de la producción de recursos para que todos seamos más ricos de forma ecosostenible: “El coronavirus lo ha cambiado todo, pero no nuestras ciudades. El modelo tradicional nos pedía vivir en el centro, pero el turismo lo ha destrozado y el confinamiento ha probado que no lo necesitamos para trabajar. Tenemos que afrontar 2050 desde ya: encarar la crisis por la vida y por el clima y enfocar nuevos modelos de producción”. Vivir conectados globalmente y producir localmente. Repensar nuestras comunidades cotiza al alza.
El ensayo Nueva York ha muerto para siempre, escrito por el podcaster y empresario James Altucher, se viralizó en verano al recoger este sálvese-quién-pueda de las capitales y condensar en tres las ventajas que ofrecía, hasta ahora, vivir en una ciudad: oportunidades de trabajo, cultura y restauración. ¿Qué pasa cuando estas desaparecen? Pues que pequeños grupos de Facebook, como Into the Unknown, en el que neoyorquinos que planeaban mudarse pedían consejos para hacerlo, alcanzasen los 10.000 usuarios en solo dos días. La ciudad ya no es para mí como lema (y salvavidas) global.
En este nuevo paradigma plagado de incógnitas, las ideologías y los privilegios juegan, de nuevo, un rol crucial. La serie El colapso (2019) plantea dos posibilidades de éxodo de la urbe. Por un lado, aldeas autogestionadas de forma asamblearia, con puertas abiertas sin importar el origen. Poblados socialistas y ecosostenibles. Por otro, islas remotas para los más privilegiados con fronteras mortíferas. Jaulas de oro libertarias para el 1%. La realidad no dista tanto de lo que la ficción francesa plantea. En 2008, los anarcocapitalistas Wayne Gramlich y Patri Friedman —nieto del economista Milton Friedman— fundaron el instituto Seasteading, una organización que trata de establecer ciudades flotantes en aguas internacionales para librarse del peso de los Gobiernos. Uno de sus primeros inversores fue Peter Thiel, millonario de Silicon Valley, fundador de PayPal, fanático de Ayn Rand y autor del ensayo La educación de un libertario (“la democracia y la libertad son incompatibles”, asegura). Thiel también se ha hecho con un terreno para su refugio apocalíptico en Nueva Zelanda, país que los milmillonarios tecnológicos consideraban, antes de la llegada de Jacinda Ardern, “una utopía” por lo recóndito y sus inmensas posibilidades si se conquistaba con el bolsillo lleno. The Vivos Group, compañía puntera del sector del supervivencialismo —movimiento de los que se preparan para sobrevivir a futuras alteraciones del orden político o social— dedicada a la construcción de búnkeres (en Dakota del Norte ya ocupa el mismo espacio que Manhattan), valora la construcción de un resort con apartamentos subterráneos de lujo en Marbella.
Surgen al mismo tiempo iniciativas de cooperación: ecoaldeas como las de El colapso existen en España desde mucho antes del coronavirus —la Red Ibérica de Ecoaldeas funciona desde 2001—, y la solidaridad entre iguales se ha disparado con la pandemia. Las redes vecinales de ayuda (en EE UU conocidas como Mutual Aid) se han multiplicado. Grupos para paliar las “colas del hambre”, “cajas de resistencia” de movimientos antirracistas o para trabajadoras del hogar, y aplicaciones de acompañamiento vecinal como Te Llamo. Alternativas frente al desasosiego y descalabro mental de los habitantes de la urbe frente a un horizonte incierto.
“Cuando me invitan a una mesa redonda, aprovecho para preguntar a la gente cómo imagina el futuro en 50 años. La mayor parte da una respuesta parecida: democracias deterioradas con menos libertades, crisis ecológica, paro, capitalismo más exacerbado. Nunca me he encontrado a nadie que crea que habrá más derechos o más servicios públicos”, lamenta la periodista y codirectora de la editorial Antipersona Layla Martínez, que publica este mes el ensayo Utopía no es una isla (Episkaia), en el que repasa la isla Utopía de Tomás Moro, el mito pirata de Libertalia, las comunas victorianas de Étienne Cabet o Robert Owen o la ciencia-ficción para trazar una genealogía que despierte el ánimo frente al futuro.
Nadie prometió que huir de las ciudades nos llevase, directamente, a una realidad emancipadora. Así lo ve la periodística científica, escritora y columnista de The New York Times Annalee Newitz, que en 2021 publica Four Lost Cities (cuatro ciudades perdidas), una crónica del ascenso y caída de ciudades antiguas en civilizaciones supuestamente sofisticadas (Çatalhöyük, Angkor, Pompeya y Cahokia), un viaje al pasado para prever el presente. “No creo que la solución venga de rediseñar nuestras ciudades, el cambio está en rediseñar nuestros Gobiernos y sistemas de salud”, aclara preguntada sobre cómo deben perfilarse las ciudades en la pandemia. En Estados Unidos, recuerda Newitz, el coronavirus ha golpeado a las comunidades rurales con tanta fuerza como a las urbanas. Ningún entorno es más seguro que otro. Urgen, por eso, políticas nacionales coherentes y apoyo financiero para las personas que no pueden trabajar, defiende, haciendo hincapié en sistemas asistenciales alejados del aislacionismo. “Necesitamos cooperación internacional porque el virus no conoce fronteras”, advierte.
¿Qué será de las futuras comunidades que se inicien al hilo de esta crisis? A mediados de los sesenta, el escritor Robert Houriet visitó medio centenar de comunas para tratar de averiguar qué había detrás de esos experimentos. Formadas en su mayoría por blancos de clase media con estudios, aquellas comunas acabarían imitando los roles tradicionales (“prácticamente ningún hombre cocinaba o lavaba los platos”, escribiría Stephen Diamond) y media década después, ya fuese por falta de enfoque o por problemas de organización racional, aquellas utopías se reconvirtieron en viviendas compartidas en las que sus integrantes volvieron al sistema para trabajar ocho horas al día o, directamente, desaparecieron. Allí también llegó el colapso.