Que nos vigilen. No hay nadie al volante

Hasta ahora deseábamos escoger, ser libres. Con el miedo en esta pandemia, surge la necesidad de que alguien nos gobierne, nos diga qué hacer

Controles de tráfico durante la cuarentena en Madrid, en abril.Cesar Luis de Luca/ via Getty Images (dpa/picture alliance via Getty I)

En el parque, veo a una niña de unos cinco años que avanza en equilibrio por un muro que parte del suelo y va ascendiendo en altura paulatinamente hasta alcanzar unos cuatro metros. Su madre charla distraídamente con otra mujer, ajena por unos minutos a lo que su hija hace. La niña camina segura con sus piernecitas en leotardos rojos, pero, al alcanzar el punto más alto del muro, mira hacia abajo y se percata del peligro. Tiembla e inclina el cuerpo hacia delante, quedándose a cuatro patas, agarrada al muro como un animalito. Busca a su madre con la mirada. Le grita desesperada:

—Mamá, ...

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En el parque, veo a una niña de unos cinco años que avanza en equilibrio por un muro que parte del suelo y va ascendiendo en altura paulatinamente hasta alcanzar unos cuatro metros. Su madre charla distraídamente con otra mujer, ajena por unos minutos a lo que su hija hace. La niña camina segura con sus piernecitas en leotardos rojos, pero, al alcanzar el punto más alto del muro, mira hacia abajo y se percata del peligro. Tiembla e inclina el cuerpo hacia delante, quedándose a cuatro patas, agarrada al muro como un animalito. Busca a su madre con la mirada. Le grita desesperada:

—Mamá, ¡¡¡VIGÍLAME!!!

En los últimos meses, España se ha plegado a vivir en una sociedad caótica. En Madrid, pulso político bochornoso mediante, nos hemos disuelto en la confusión que debemos acatar. “Si te digo la verdad, ahora mismo ya no sé lo que se puede y lo que no se puede hacer”, dice un joven en televisión.

No hemos dejado de tener miedo al virus, no dejamos de sentir horror, pero también ese horror se ha vuelto rutina. Al principio creíamos saber qué hacer, cómo protegernos y proteger, pero los sucesivos cambios, el mareo constante, hacen que el autocuidado ciudadano pierda fuelle, fluctúe ligeramente, alimentado por una sensación de cuya dimensión quizás no nos hayamos dado cuenta hasta ahora: no hay nadie a los mandos. Somos un batallón de preescolares borrachos cuidados por maestros borrachos jugando al borde de un precipicio.

La promesa de las mejoras sanitarias, la contratación de personal, más camas, más rastreos, ya nos suena a utopía. Poco a poco nos volvemos esa niña que va subiendo murete arriba y que de pronto, al ver el peligro que corre, entra en pánico. “¡Mamá, vigílame!”, les gritamos a los que se suponía que deberían cuidarnos. Explota una bomba de contradicción en ciudadanos que, hasta ahora, lo que deseábamos era escoger, ser libres: de pronto, como un antojo culpable de alguna comida muy insana, surge la necesidad de recibir leyes desde arriba, de ser gobernados, de que alguien nos explique qué hacer. En un impulso casi masoquista y redentor, deseamos que, ya que no nos cuidan y no hay visos de que lo vayan a hacer, al menos nos obliguen a portarnos bien, nos encierren. Lo que haga falta.

En el edificio de enfrente, un piso parece vacío. Las ventanas abiertas, ventilando. No hay rastro de la pareja mayor que vivía en ella. Una vecina nos cuenta que él ha muerto de covid y ella ha quedado mal tras pasar el virus. Leemos los primeros casos de personas enfermas de otras patologías que se vieron dadas de lado por el desbordamiento del sistema sanitario. Un cáncer jamás detectado, una persona muerta en su casa sin recibir ningún tipo de atención. Nos da miedo torcernos un tobillo, cortarnos un dedo. “Mejor no ponerse malo de otra cosa”, dice la gente. Intentamos no pensar en nada peor y seguir adelante. Nos cansamos de lavarnos las manos. Se nos resecan. Oímos una fiesta tumultuosa en algún edificio vecino. Damos un abrazo que quizás no deberíamos haber dado. Tanteamos el muro casi a oscuras, pero sabemos que ahí abajo está el precipicio. Estamos perdidos. ¡Mamá, vigílanos!

La biopolítica, según la definición clásica de Foucault, es una forma de ejercer poder que se hace cargo de la vida de la población. Hasta el siglo XX, el significado de biopolítica implicaba la vida de la población entendida como vida biológica, como supervivencia de la especie, y eso incluye las enfermedades, la reproducción, los nacimientos, el hambre. Miguel Ángel Martínez, investigador y comisario, y autor del libro Bios. Literatura, enfermedad, formas de vida, de próxima publicación en la editorial Tirant Lo Blanch, explica que, ya al final de su carrera, Foucault se dio cuenta de que el biopoder empezaba a ocupar más franjas en la vida de la gente. Ya no era un poder externo al sujeto que lo coaccionaba desde el exterior a partir de una ley, sino que esa ocupación de la vida implicaba también una forma de regular y producir la subjetividad del sujeto. Es decir, el poder dejaba de ser algo externo y se convertía en algo interno. “Las relaciones de poder penetran en los cuerpos”, decía para sintetizar esto.

Pero la aproximación más actual a este fenómeno de internalización del poder podría ser la de Judith Butler en su texto Mecanismos psíquicos del poder. Butler sostiene que no hay una ley fuera a partir de la cual se constituye el sujeto, sino que la constitución del propio sujeto ya incluye la ley y la norma. Esto ofrecería un marco para explicar esa necesidad de ser gobernados, ese “Mamá, vigílame” que entonan nuestras almas en estos días confusos. Nos falta ese elemento que nos ayude a constituirnos de la misma forma que nos hacen falta unas anchoas cuando nos baja la tensión: hay niveles preexistentes que se han trastocado y que necesitan ser restablecidos.

Miguel Ángel Martínez menciona otro caso que podría ejemplificar la feroz necesidad de control. En el año 1986, Cuba empezó a diagnosticar los primeros casos de VIH. La respuesta del Gobierno castrista consistió, entre otras cosas, en la creación de una especie de sanatorios que se construyeron en torno a la isla y en los que se encerraba a las personas infectadas por el virus. En ese contexto, existía en Cuba la comunidad Los Frikis, punks contestatarios, al margen de la ley, que eran muy reprimidos y muy perseguidos. A finales de los 80 y principios de los 90, en pleno Periodo Especial, Cuba estaba asolada por la falta de abastecimiento. Hambre, caos. Es entonces cuando Los Frikis, que durante el Periodo Especial pasan a estar particularmente perjudicados, deciden autoinfectarse de VIH para que las fuerzas de seguridad les encierren en los sanatorios. Creen que allí, en esos campos de concentración, van a estar más protegidos, en mejores condiciones, que fuera, en el caos. Consideran que si tienen motivo para internarlos en los sanatorios, van a estar mejor cuidados por el Estado. En el relato posterior de los supervivientes, no hay, en general, arrepentimiento: consideran que autoinfectarse fue lo mejor que pudieron hacer. De pronto, lo más punk no fue rebelarse frente al Estado, sino provocar que este tuviera que acogerlos en su abrazo.

En una situación mucho más halagüeña que la de Cuba durante el Periodo Especial, hay ciertos aspectos de nuestra sociedad que podrían aproximarse a completar, o al menos a añadirle unas cuantas piezas más, al puzzle psicológico que produce esta necesidad de control desde un ente superior. “Con la entrada en el régimen neoliberal —explica Miguel Ángel Martínez— se produce lo que se llama la ‘caída del nombre del padre’, el rechazo a toda forma de autoridad y de ley. Ante esa caída de los límites quedamos huérfanos, y una de las respuestas a esa orfandad repentina es pedir leyes que tranquilicen esta orfandad. Algo así es lo que puede estar pasando ahora. Se nos impulsa a querer todo, a consumir todo, a performar cualquier identidad, y es posible que el desquicio que puede causar esta caída de límites pueda llevar a algunas personas a desear límites”.

En las Cartas persas de Montesquieu, un anciano al que se le rogaba que fuese el líder de los trogloditas, que jamás habían tenido uno antes, decía: “Bien claro lo veo, trogloditas: vuestra virtud empieza a resultaros demasiado pesada. En el estado en que os encontráis, sin jefe, es preciso que, a vuestro pesar, seáis virtuosos, ya que sin eso no podríais subsistir (...). Pero este yugo os parece demasiado duro y preferís someteros a un príncipe y obedecer sus leyes, que serán menos rígidas que vuestras costumbres”. Así, deconstruida en forma de cuento, esta pulsión de que se regulen las condiciones en las que podemos movernos por la vida parece absurda, casi infantil. Pero lo cierto es que somos como los trogloditas del cuento: en circunstancias adversas, tenemos miedo de nuestra propia naturaleza, nos pesa, y deseamos descargar responsabilidad en un ente superior. Así pues, en lugar de actuar como niños temerarios a los que la virtud les resulta pesadísima y prefieren endosársela a otros, vigilémosnos —difícil verbo, de escribir, pronunciar y cumplir— a nosotros mismos. Tomemos las precauciones necesarias ante el virus aunque nuestros dirigentes anden tan preocupados en sus luchas de poder que fluctúen en sus límites e incluso le resten importancia al peligro. Pero, en caso de que caigamos del muro, recemos —es más, exijamos— a la madre-gobierno que tenga preparado el botiquín.

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