El devaneo mental es necesario: aburrirse ayuda a la creatividad y la salud mental
En esta pandemia, algo apartados de la sobreestimulación que rige nuestras vidas, nos enganchamos todavía más a la tecnología. Sin embargo, los tiempos muertos, sin pantallas de por medio, son esenciales
Oblómov era un tipo de rostro plácido que pasaba los días tumbado. El protagonista de la novela homónima de Iván Goncharov, escrita en 1859, optaba por la holgazanería o por el parpadeo perezoso hacia el techo antes que enfrentarse a las cuitas diarias. Su vida se mecía en la inacción. Y esa nada dio pie al término oblomovismo, que significa, más o menos, refugiarse en la quietud ante las adversidades. Tal estado de devaneo supuso un reflejo metafórico de una sociedad cuyos mandatarios estaban ausentes, distraídos. 160 años después, sin embargo, pensar en alguien como Oblómov nos result...
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Oblómov era un tipo de rostro plácido que pasaba los días tumbado. El protagonista de la novela homónima de Iván Goncharov, escrita en 1859, optaba por la holgazanería o por el parpadeo perezoso hacia el techo antes que enfrentarse a las cuitas diarias. Su vida se mecía en la inacción. Y esa nada dio pie al término oblomovismo, que significa, más o menos, refugiarse en la quietud ante las adversidades. Tal estado de devaneo supuso un reflejo metafórico de una sociedad cuyos mandatarios estaban ausentes, distraídos. 160 años después, sin embargo, pensar en alguien como Oblómov nos resultaría increíble. La necesidad de hacer cosas ininterrumpidamente ha acabado con los tiempos muertos: parece que el aburrimiento está prohibido.
Ni siquiera durante la pandemia, obligados al confinamiento y asumiendo una rutina de tiempos etéreos, hemos aprovechado para frenar. Al contrario: nos hemos aferrado, como de costumbre, a las pantallas. En España, según el informe Digital Consumer 24 Hours Indoors, elaborado por la consultora Nielsen Global Media en abril, hemos dedicado hasta 79 horas a la semana a chatear, comprar online y ver películas o series, mayoritariamente. Un 7% de tiempo más que en una franja temporal similar previa a la crisis. La supuesta tregua con la premura se ha quedado en oportunidad perdida.
Seguimos enganchados a una estimulación continua. Y eso nos arrebata el derecho al devaneo, definido por la Real Academia de la Lengua como “delirio, desatino, desconcierto” o como “distracción o pasatiempo vano o reprensible”. No hay margen para el respiro ni en nuestro propio hogar. Aunque sea verano y se diluyan las pautas laborales. Vemos el asueto o la distracción como algo negativo. Le damos la espalda sin pensar que precisamente la monotonía, la repetición o la espera son el magma de la cotidianeidad.
Nos aterra quedarnos ociosos. “Las sociedades actuales son especialmente propensas a fomentar su rechazo, justo porque prometen lo contrario: diversión, excitación y novedades sin límite. Aunque todos sabemos que la fiesta interminable degeneraría en fastidio y en hartazgo, y que el gozo sin interrupciones devendría en una forma de tortura, no aceptamos de buena gana las contramareas, esas etapas de repliegue, recogimiento y vacío que hacen que la fiesta y el placer nos parezcan tan valiosos”, cavila Luigi Amara, escritor mexicano que se plantea estas cuestiones en su libro La escuela del aburrimiento.
Cuando nos aburrimos, el tiempo se hace pesado, largo, nos quedamos en una especie de estado de espera y nos sentimos culpables, como si no estuviésemos empleándolo en algo significativo, esgrime Josefa Ros. Esta doctora en Filosofía ve lógica esa repulsa, que achaca a “la ética del capitalismo”: se genera un malestar que se contrarresta, desde el siglo pasado, con la creación de un correctivo: el entretenimiento de masas. Acabamos de verlo. Funciona hasta en las etapas más duras e inauditas, como la que hemos sufrido con la crisis sanitaria.
Porque la cruzada contra el aburrimiento, advierte Ros, existe desde siempre. Para los antiguos era una emoción vergonzosa, pues significaba no estar pendiente de la polis, la comunidad. En la Edad Media se consideraba un descuido de las obligaciones contemplativas. En la Ilustración, señal de galbana. Y en el Romanticismo se tachó directamente de enfermedad. A finales del XIX, por el contrario, todo el mundo experimenta el aburrimiento: los que tienen tiempo libre porque no saben qué hacer con él y se cansan de los entretenimientos protocolarios de la alta burguesía; los que no lo tienen, los trabajadores, se aburren de hacer siempre lo mismo entre las paredes de la fábrica. Hasta que nace el mencionado correctivo, señala la docente de la Universidad Complutense Josefa Ros, que estudió este tema en una investigación posdoctoral en Harvard.
El aburrimiento continúa viéndose como de otra época, o como algo propio de comunidades “atrasadas”. En las “avanzadas” manda el imperio del jolgorio. Y no se aceptan disidentes. Da igual si ese esparcimiento viene en forma de bares, de espectáculos anunciados con luminosos o del talismán sobre el que gravita nuestra existencia: el móvil. Este dispositivo atesora un inmerso arsenal lúdico. Tenemos millones de horas de cine, música, juegos, tutoriales y de las inagotables redes sociales: según el Estudio Anual de Redes Sociales, publicado por la asociación de publicidad y márquetin IAB Spain el pasado 17 de junio, el 87% de los internautas españoles de 16 a 65 años las utiliza. Eso representa a casi 26 millones de personas.
“Hay pocas cosas más repetitivas y constantes que el deseo de variedad. Las redes sociales funcionan gracias a que satisfacen ese deseo, así sea fugaz y virtualmente, y además lo hacen con recompensas como el reconocimiento, el aplauso y la popularidad”, sostiene Luigi Amara. Prometen vencer el aburrimiento, dice, con un sofisticado aparato en el que siempre parece que está pasando algo nuevo o algo divertido. Y no lo logran solamente a través de renovar a cada instante la promesa, sino con gratificaciones continuas. De ahí, señala, que sean el principal asidero cuando uno siente que no está pasando nada o ha caído en la telaraña de las horas muertas: en el transporte público, las salas de espera, el trabajo alienado.
Unas aplicaciones que nos asaltan desde el despertar en la cama y que no solo ejercen de placebo ante el tedio, sino que “vampirizan” nuestra concentración, en palabras de la filóloga Marina Van Zuylen, autora del ensayo A favor de la distracción. Como ejemplo, recuerda que los senadores de Estados Unidos sufrieron crisis nerviosas durante una sesión en el Congreso porque no tenían sus teléfonos a mano. “Aunque no tengo Facebook ni Instagram, he notado que leo de manera diferente debido a la constante influencia de Internet. Incluso escribir en el ordenador significa que, de vez en cuando, veo las noticias en un soporte diferente, abro un correo electrónico, respondo un mensaje de texto… Todo con la misma máquina. Me siento como un pájaro cuya cabeza gira en todas direcciones, siempre en movimiento, temeroso de perder algo”, confiesa Van Zuylen, profesora de la Universidad de Bard, en Nueva York.
Somos incapaces de mirar despreocupadamente al techo, como el sereno Oblómov. Incluso cuando la inactividad nos es impuesta a golpe de estado de alarma. Presas del me gusta y del deslizar interminable del dedo sobre la pantalla, nuestra capacidad de atención ha mermado. Curiosamente, los nuevos hábitos no han logrado calmar el temor o la desazón del vacío. La doctora inglesa Sandi Mann habla de su país como “la nación de niños aburridos” por la baja tolerancia a la inactividad. Los padres de hoy parecen tener mucho miedo a que sus hijos se aburran, apunta. Quizás por eso, un 71% de los niños de entre ocho y 18 años en Estados Unidos tiene televisión en su cuarto, según indica en El arte de saber aburrirse. Cita en las páginas de este ensayo una encuesta del Pew Research Center que revela un dato llamativo: un 87% de 2.462 profesores de Secundaria en EE UU aseguraba antes de la pandemia que las tecnologías están creando una generación que se dispersa fácilmente y que tiene poca capacidad de atención.
Arguye Mann que ese es uno de los problemas: cuando más intentamos eliminar el aburrimiento, más nos aburrimos. “Es una paradoja: al tratar de liberarnos del aburrimiento, simplemente disminuimos nuestra tolerancia hacia él y, por tanto, nos aburrimos más rápido”, sostiene la psicóloga, que lo asocia, sin poder aseverarlo, a una fuente de estrés. La sobreestimulación puede darnos una sensación inmediata de bienestar, una sensación de importancia o de poder, de la que podemos volvernos dependientes, afirma por su parte Nelly Pons, agricultora y autora del manual Desacelera tu vida. Parece cierto: un estudio de dos universidades españolas ha concluido que, al estar en casa, el estrés había disminuido en niños de entre ocho y 10 años. Queremos abrazar todo, sin priorizar, sin cuestionar nuestros deseos más profundos, y caemos atrapados en “un círculo vicioso de aceleración y falta de tiempo”, sostiene Pons. De esta forma, olvidamos que el aburrimiento ha sido a menudo un motor esencial para el pensamiento, que puede mejorar la creatividad y es bueno para la salud mental, según apostilla Mann. “Creo que uno descubre realmente qué quiere y qué le interesa ser precisamente durante las horas aciagas del aburrimiento, cuando se atraviesa ese desierto en el que aparentemente nada pasa, pero en el que uno se está reconociendo a sí mismo. El miedo al aburrimiento es, en este sentido, una forma desconcertante del miedo a estar con uno mismo”, subraya Luigi Amara.
Y nuestra reacción, no obstante, suele ser la opuesta: tomamos estimulantes para no frenar, exprimimos nuestro organismo con tal de eludir la cavilación pasiva. La oferta constante de entretenimiento no ayuda, tal y como se ha comprobado durante la epidemia. Como anota Josefa Ros, es más fácil buscar escapadas momentáneas al aburrimiento que detenernos a pensar en por qué nos aburrimos y aprender a tolerarlo. “Que nos haga sentir mal es parte de su función para que emprendamos algo nuevo y exploremos nuevas posibilidades. Y por eso se ha convertido en algo intrínseco al ser humano, en términos antropológicos, a lo largo de nuestra evolución como especie”, sentencia. Oblómov podría haberse convertido en modelo y qué va: sigue siendo una rareza. Más aún porque no tenía ni un aparato sobre el que deslizar el pulgar.