El peligroso juego del primer ministro de Pakistán, que llama mártir a Osama Bin Laden

El excapitán del equipo paquistaní de críquet, Imran Khan, mantiene una postura ambigua hacia los extremistas islámicos

Imran Khan, primer ministro de Pakistán.LUIS GRAÑENA

Tras retirarse como triunfante capitán del equipo nacional de críquet de Pakistán en 1992, Imran Khan sorprendió al confesar que de joven había trucado alguna vez la pelota. Ahora, después de dos años como primer ministro, ha dejado pasmados a muchos de sus compatriotas al llamar “mártir” a Osama Bin Laden, el líder de Al Qaeda cuyo asesinato por tropas estadounidenses en 2011 puso en entredicho el compromiso antiterrorista del Ejército paquistaní bajo cuyas narices se escondía.

“Nunca olvidaré la vergüenza ...

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Tras retirarse como triunfante capitán del equipo nacional de críquet de Pakistán en 1992, Imran Khan sorprendió al confesar que de joven había trucado alguna vez la pelota. Ahora, después de dos años como primer ministro, ha dejado pasmados a muchos de sus compatriotas al llamar “mártir” a Osama Bin Laden, el líder de Al Qaeda cuyo asesinato por tropas estadounidenses en 2011 puso en entredicho el compromiso antiterrorista del Ejército paquistaní bajo cuyas narices se escondía.

“Nunca olvidaré la vergüenza que nos causaron los americanos cuando mataron a Osama Bin Laden, lo martirizaron”, dijo Khan ante el Parlamento a finales de junio. Tanto los diputados de la oposición como la prensa liberal han censurado que utilizara ese término elogioso en el islam. “Resulta imprudente y no ayuda a mejorar la imagen de Pakistán entre la comunidad internacional”, reflexionaba un editorial del prestigioso diario Dawn. No fue un lapsus. La leyenda del críquet paquistaní devenido en político siempre se mostró ambiguo respecto a los extremistas islámicos, lo que le valió el apodo de Talibán Khan.

Nacido hace 67 años en Lahore, en una familia pastún de clase media alta, Imran Ahmed Khan Niazi se convirtió en el paquistaní más internacional gracias al críquet, deporte en el que destacó cuando estudiaba en Inglaterra. Tal vez sólo los aficionados a ese juego puedan comprender la pasión que despertaba no ya en su Pakistán natal, sino en la metrópoli, donde sus éxitos deportivos y su buena planta le abrieron las puertas de la alta sociedad. También de una azarosa vida sentimental que suscitaba una inconfesable fascinación entre los puritanos paquistaníes.

En 1996, tras rechazar cargos políticos tanto de los dictadores militares como de los políticos civiles que desde la independencia se turnaban en el poder en Pakistán, el kaptaan (capitán) lanzó su propio partido, el Movimiento por la Justicia (PTI, siglas en urdu), sin demasiado éxito inicial. Le costó dos décadas largas traducir en votos la simpatía popular. Hasta que en 2013 consiguió situarse como tercera fuerza nacional, a muy poca distancia del segundo.

Cinco años más tarde llegaba al Gobierno de un país con 210 millones de habitantes y 150 cabezas nucleares, con la promesa de “un nuevo Pakistán” y de acabar con la corrupción. Resulta difícil exagerar la esperanza que despertó. Frente al clientelismo de los partidos tradicionales, la Liga Musulmana de Pakistán de la familia Sharif y el Partido Popular de Pakistán de la familia Bhutto, el PTI entusiasmó tanto a los habitualmente apáticos jóvenes de clase media urbana como a los inmigrantes en el Golfo.

El apoyo de los militares

Sus detractores, sin embargo, atribuyeron el triunfo al apoyo de los militares, con quienes compartía la narrativa de que la guerra contra el terrorismo en el vecino Afganistán tras el 11-S alentó a los yihadistas paquistaníes. De ahí que algunos observadores vean en los coqueteos de Khan con los islamistas una postura “políticamente conveniente”, en especial en un momento en que lucha por su supervivencia política. Uno de los socios menores de la coalición gobernante le ha retirado su apoyo; dentro de su propio partido ha estallado un escándalo de corrupción, e incluso su relación con los uniformados se ha agriado a raíz de la mala gestión de la pandemia de la covid-19, mientras los paquistaníes se impacientan con la falta de resultados económicos.

La debilidad de la economía, agravada en los últimos meses por el coronavirus, ha frenado su programa de lucha contra la pobreza. Pero sus seguidores han estado más centrados en atacar a los rivales que en exigirle el cumplimiento de los objetivos de gobierno. Desde la oposición le acusan de haber destruido las instituciones y creado turbulencias políticas, y piden su salida. Él mismo ha insinuado que podría dejar el poder.

Quienes le conocen aseguran que las contradicciones son parte de su personalidad y, en gran medida, reflejo de las propias paradojas de Pakistán. Aun así, su falta de claridad en la condena del extremismo islámico es un juego peligroso. En especial cuando la enorme deuda externa de su país le ha obligado a recurrir a un préstamo del Fondo Monetario Internacional, tras agotar las ayudas de China, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.

Por el camino, Khan se ha esforzado por enterrar la imagen de playboy que adquirió cuando era el Messi del críquet y se presenta como un musulmán devoto y filántropo. A ello ha contribuido su tercer matrimonio, con Bushra Maneka, descrita como su consejera espiritual y madre de cinco hijos. La controvertida gurú está en las antípodas de su primera esposa, la rica heredera británica Jemima Goldsmith, con la que tuvo dos hijos y se separó de forma amigable. Pero esa relación ha dado tanto que hablar como el escandaloso libro que publicó su segunda esposa, la periodista Reham Khan, en el que le acusaba de promiscuo y de tener varios hijos no reconocidos. Su aura de estrella del rock empieza a eclipsarse.

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