Nuestra especie se forjó hablando alrededor del fuego: de día sobre cosas prácticas, de noche sobre mitos
Desde que aparecieron los primeros 'Homo', escribe el reconocido biólogo Edward O. Wilson, el tiempo de interacción social fue aumentando: de una o dos horas diarias a las cuatro actuales
Las sociedades de cazadores recolectores, juzgadas a partir de sus restos arqueológicos y gracias al estudio de las pocas que han sobrevivido hasta nuestros días, nos proporcionan pruebas sobre el origen de la humanidad como especie. La gente vivía en pequeños grupos compuestos principalmente por parientes. Estaban unidos a otros grupos por parentescos y matrimonios. Eran leales al conjunto formado por todos los grupos, aunque nunca tanto como para impedir el asesinato y las incursiones vengativas ocasionales. Solían ser desconfiados, temerosos y eventualmente hostiles con otras comunidades. L...
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Las sociedades de cazadores recolectores, juzgadas a partir de sus restos arqueológicos y gracias al estudio de las pocas que han sobrevivido hasta nuestros días, nos proporcionan pruebas sobre el origen de la humanidad como especie. La gente vivía en pequeños grupos compuestos principalmente por parientes. Estaban unidos a otros grupos por parentescos y matrimonios. Eran leales al conjunto formado por todos los grupos, aunque nunca tanto como para impedir el asesinato y las incursiones vengativas ocasionales. Solían ser desconfiados, temerosos y eventualmente hostiles con otras comunidades. La violencia letal era algo común. La población original de Australia que resistió frente a la colonización nos proporciona pruebas muy valiosas. Azar Gat, un investigador de la Universidad de Tel Aviv, ha escrito: “El conjunto de pruebas de la Australia aborigen, el único continente de cazadores-recolectores, demuestra extraordinariamente que la violencia letal humana, incluyendo la lucha grupal, existió en todos los niveles sociales, fuera cual fuera la densidad de población, en la organización social más simple y en todos los tipos de ambientes”.
Aunque durante el combate puro la agresión tribal humana se parece mucho a la de los chimpancés, su organización es mucho más compleja individualmente. Uno de los mejores ejemplos de ese perfeccionamiento es el aportado por Napoleon A. Chagnon y otros antropólogos sobre los yanomami del norte de la cuenca del Amazonas. La agresión violenta es territorial, lo que significa que las aldeas suelen entrar en conflicto entre sí y, como consecuencia de ello, aquellas con menos de 40 individuos no pueden sobrevivir. A medida que las relaciones individuales se vuelven más complejas, la estructura de los grupos familiares se difumina. Se crean con cierta regularidad coaliciones formadas por individuos de diferentes linajes que viven en aldeas separadas. Están constituidas por hombres de edad similar y lo más frecuente es que se trate de primos maternos. Cuando matan juntos, su prestigio como miembros de una casta especial llamada unokai aumenta, y normalmente pasan a vivir en la misma aldea.
De noche, más o menos el 40% de la conversación consistía en historias y otro 40% se dedicaba a hablar de mitos
Este grado de coalición y formación de alianzas resalta las diferencias en estructura social que distinguen a los humanos de los chimpancés y otros primates sociales. Pero la organización resultante no minimiza la importancia de la competición en el grupo como fuerza impulsora de la evolución social humana. Todo lo contrario, es absolutamente razonable pensar que dichas alianzas han sido favorecidas a lo largo de la historia humana mediante evolución cultural. Los modelos matemáticos ideados por Maxime Derex y su equipo de la Universidad de Montpelier pusieron de manifiesto que el tamaño del grupo y la complejidad cultural se refuerzan mutuamente en la coevolución de la herencia y la cultura.
Cuanto mayor sea el tamaño del grupo, con más frecuencia se lograrán innovaciones dentro de él. El conocimiento comunal se deteriora más lentamente y la diversidad cultural se conserva mejor y durante más tiempo.
Existe un consenso creciente entre los paleontólogos en cuanto a que el origen de nuestra especie (y de la enorme capacidad memorística que la define) se forjó a la luz de las hogueras de los campamentos africanos. El impulso fue, como ya he dicho, la posibilidad de cocinar la carne, primero gracias a los fuegos provocados por los rayos que impactaban sobre el terreno y que ocasionaban fuegos que eran aprovechados por los cazadores tribales, y más adelante gracias a las antorchas que podían trasladar de un campamento a otro. La carne cocinada tiene mucha energía, es un alimento muy digerible y es fácil de transportar para aquellos que se desplazan de un lugar a otro. Condujo a la cohesión de los miembros de los distintos grupos y posibilitó la conversación y la división del trabajo. Gracias a la evolución mental se pudo desarrollar el comportamiento cooperativo y altruista al servicio del grupo en su conjunto. La inteligencia social pasó a tener mucho peso.
Respecto al contenido de las charlas de campamento de los primeros Homo, empezando en las poblaciones de habilis, lo único que podemos hacer es especular. Sin embargo, podemos deducir una idea general de su contenido a partir de las conversaciones que mantienen los grupos de los cazadores-recolectores que quedan en la actualidad. Dada la importancia de estas pruebas, resulta sorprendente lo que han tardado en aparecer análisis cuidadosos de estas conversaciones. Las grabaciones realizadas por la antropóloga Polly W. Wiessner de las conversaciones de los Ju/‘hoansi (!Kung) del África meridional ponen de manifiesto una importante diferencia entre las que serían “charlas diurnas”, centradas en la recolección de alimentos, la distribución de los recursos y otros asuntos económicos, y las “charlas nocturnas”, dedicadas principalmente a contar historias, algunas sobre individuos vivos, a veces fascinantes, en cuyo caso suelen derivar fácilmente en cantos, bailes y conversaciones religiosas. De noche, el grueso de la conversación, más o menos el 40%, consistía en historias y otro 40% se dedicaba a hablar de mitos. Durante el día, solo unas pocas trataban de historias y ninguna sobre mitos.
Al final de la tarde, las familias se reunían alrededor de sus propias fogatas para compartir la cena. Después de cenar y siendo ya oscuro, el estado de ánimo más tenso del día se relajaba y las personas reunidas alrededor de fogatas individuales tenían ganas de hablar, crear música o bailar. Algunas noches se reunían grupos grandes y en otras ocasiones eran grupos más pequeños. El foco de la conversación cambiaba radicalmente cuando se dejaban de lado temas económicos y quejas sociales. Y, a partir de ahí, se desarrolló el 81% de toda la charla, compuesta por largas conversaciones…
Tanto los hombres como las mujeres contaban historias, especialmente los ancianos que ya tenían maestría en ello. Los líderes de los campamentos solían ser buenos contadores de historias, aunque no solo ellos. Dos de los mejores contadores de historias de la década de 1970 eran ciegos, pero eran apreciados por su humor y sus habilidades verbales. Las historias proporcionaban una situación beneficiosa para todos: era muy probable que aquellos que ponían todo su empeño en entretener a los demás obtuvieran reconocimiento a medida que sus historias viajaban. Aquellos que escuchaban se entretenían reviviendo las experiencias de otros sin coste alguno. Dado que contar historias es algo tan importante para recordar y conocer a las personas más allá del campamento, es muy posible que haya operado una fuerte selección social para la manipulación del lenguaje para que este pudiera expresar intenciones y emociones.
Desde que aparecieron los primeros Homo y a medida que el tamaño del cerebro fue creciendo, casi se puede asegurar que el tiempo dedicado a las interacciones sociales también fue aumentando. Robin I. M. Dunbar, de la Universidad de Oxford, demostró la existencia de esa tendencia creciente. Utilizó dos correlaciones procedentes de especies vivas de monos y simios: primero, el tiempo que pasan acicalándose como función del tamaño del grupo, y segundo, la relación en los simios entre el tamaño del grupo y la capacidad craneal. Al extender este método a los australopitecos y la línea Homo de especies nacidas a partir de ellos, sugirió que el “tiempo requerido para vida social” pasó de aproximadamente una hora al día a dos horas en las primeras especies de Homo y, a partir de ahí, hasta llegar a las cuatro o cinco horas de los humanos modernos. En resumen, las interacciones sociales más largas son un componente esencial para la evolución de un cerebro más grande y una mayor inteligencia.
Edward O. Wilson (Birmingham, 1929), biólogo y naturalista, acuñó el término “biodiversidad”. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Génesis. El origen de las sociedades’, de la editorial Crítica, que se publica el próximo 14 de julio.