‘Chinofobia’
Bolsonaro ha elegido a China como enemigo exterior para responsabilizarlo de sus fracasos en la gestión de la pandemia
Entre preguntas sobre cómo será el mundo pospandemia, empezamos a entrever una parte del futuro. No es nada atrayente. La chinofobia es ya todo un fenómeno global que se manifiesta de forma atroz y desinhibida. Y que puede acarrear consecuencias dramáticas para el futuro del mundo.
Desde el estallido de la pandemia, el racismo contra los chinos florece estimulado por Estados Unidos, el paí...
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Entre preguntas sobre cómo será el mundo pospandemia, empezamos a entrever una parte del futuro. No es nada atrayente. La chinofobia es ya todo un fenómeno global que se manifiesta de forma atroz y desinhibida. Y que puede acarrear consecuencias dramáticas para el futuro del mundo.
Desde el estallido de la pandemia, el racismo contra los chinos florece estimulado por Estados Unidos, el país que creó el estigma del “virus chino” y revivió la vieja idea de asociar a ese país con lo contagioso. Desde hace muchos años, cuando el gigante asiático destacó como potencia mundial, buena parte del soft power (poder blando) estadounidense se dedica a estereotipar a los chinos como gente que infecta y contamina el mundo, sea con mercancías o con epidemias. Para Trump, que libra una guerra comercial con China, la pandemia ha sido la disculpa perfecta para avivar la tensión. La disputa, evidentemente, es por la hegemonía mundial.
Lo que tiene menos sentido es que países latinoamericanos compren la narrativa de EE UU contra su socio comercial más importante. La base de la chinofobia no es económica. El Gobierno de extrema derecha de Bolsonaro ha elegido a China como nuevo enemigo externo para responsabilizarlo de sus fracasos en la gestión de la pandemia del coronavirus. Por un lado, Brasil refuerza así una postura de obediencia a EE UU —y colapsa, por tanto, el sueño de un mundo emergente multipolar que hace una década parecía que iba a reinventar la hegemonía global desde el sur—. Por otro, la culpabilización de China resulta muy conveniente para Gobiernos extremistas e incompetentes, que movilizan y fidelizan a sus bases políticas con un simplismo vulgar: el de que tanto las muertes como el desempleo son “culpa de China”.
No es una situación residual, sino un fenómeno de proporciones inéditas en la política brasileña actual. La investigación de grupos bolsonaristas de WhatsApp demuestra que el tema de China centra gran parte de las discusiones, los discursos de odio y las teorías de la conspiración que circulan. Y esto tiene efectos concretos, como las protestas ante la embajada de ese país, las hordas de militantes virtuales que atacan en redes sociales al embajador en Brasil, Yang Wanming, o las personas que acosan en las calles a otras de origen chino.
Las consecuencias de la hostilidad contra China son dramáticas en muchos niveles. En primer lugar, en esta nueva fase se reorganiza la hegemonía euroamericana, pero es que además algunos países emergentes quedan en posiciones subalternas y se evapora la posibilidad de relaciones internacionales más simétricas.
En segundo lugar, se atiza el racismo contra los chinos en el exterior, que sufren violencia diaria en distintas partes del mundo. Estamos avistando los límites de una sociedad global y cosmopolita, precisamente en tiempos en los que toman fuerza los movimientos supremacistas blancos, los mismos que ante el llamado “globalismo” reivindican la pureza de la “civilización occidental”.
En tercer lugar, la hostilidad está provocando una reacción de China, que adopta una diplomacia del enfrentamiento, de defensa y ataque, lo que también sirve para movilizar al nacionalismo y legitimar políticas autoritarias en su ámbito doméstico.
¿Hasta dónde, y cómo, responderá China? Esa es quizá la mayor incógnita en las relaciones internacionales contemporáneas. No es exagerado decir que la paz mundial depende de la respuesta.