Blanco y negro saturado

España se parece cada vez más a Cataluña, donde parte de la sociedad está convencida de vivir reprimidísima en un régimen no democrático

El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, durante la rueda de prensa..Ballesteros (EFE)

El otro día, uno que conozco de vista del barrio hizo esta reflexión en voz alta en medio de gente: “Yo viví una dictadura de derechas, y ahora, una de izquierdas”. Era un niño en el franquismo y estas dos vivencias suyas tan traumáticas se parecen en lo esencial: no las ha vivido, pero se las han contado. Dejando la infantil, la preocupante es la del adulto. Nunca se le habría ocurrido a él solito, alguien tiene esa responsabilidad, y son ideas delirantes que ya circulan alegremente.

Esta idea de la represión de fantasía les sonará: España se parece cada vez más a Cataluña, donde parte...

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El otro día, uno que conozco de vista del barrio hizo esta reflexión en voz alta en medio de gente: “Yo viví una dictadura de derechas, y ahora, una de izquierdas”. Era un niño en el franquismo y estas dos vivencias suyas tan traumáticas se parecen en lo esencial: no las ha vivido, pero se las han contado. Dejando la infantil, la preocupante es la del adulto. Nunca se le habría ocurrido a él solito, alguien tiene esa responsabilidad, y son ideas delirantes que ya circulan alegremente.

Esta idea de la represión de fantasía les sonará: España se parece cada vez más a Cataluña, donde parte de la sociedad está convencida de vivir reprimidísima en un régimen no democrático. Un exaltado de derechas podría fundirse en un abrazo con un independentista recalcitrante: “¡El Estado nos roba! ¡Suprime nuestros derechos y libertades!”. Les une la idea de patria, que en grandes dosis puede causar trastornos. Ya queda menos para un Tsunami Democrático de extrema derecha.

El problema, como en Cataluña, es que empiezan las grietas en la convivencia. Si líderes políticos con estudios, viajados, dicen barbaridades, qué no van a decir sus votantes más cafres. Unos ven dictaduras chavistas, y otros, golpes de Estado. Ahí se ve lo importante que es dar ejemplo, y lo malo que es darlo mal. He visto discusiones en la calle que perfectamente podían haber acabado en bofetadas. Ya hay gente que no te apetece ver para no pelearte, grupos de WhatsApp que ni miras, familiares con los que se elude el tema. Y es solo el principio de una crisis que amargará a muchísima gente. Algunos necesitarán un enemigo a quien echarle la culpa y no les vale el virus, al que no puedes ni insultar porque ni sabes dónde está. Todo es ya rematadamente raro con la gente embozada por la calle por la mascarilla, y solo ves ojos, ojos penetrantes, cansados, asustados, iracundos. Un lenguaje de miradas desconfiadas.

No sé qué es peor, que los políticos sean conscientes de la que están liando y sea su plan o que les esté saliendo sobre la marcha. El efecto más profundo, en todo caso, es cargarse la confianza en el sistema. Ellos sabrán qué fantásticos progresos sacaremos de eso, al margen del propio que ellos creen calcular. Otro efecto ya lo vimos en Cataluña: atacar al que se cree equidistante. No, no, ya hay que elegir bando y allí te quedas a las duras y a las maduras. Por ejemplo, se hace inconciliable decir algo así en la misma frase: el ministro de Interior debería dimitir, como mínimo por liante, y el informe ese de la Guardia Civil es un churro que tendría que acabar con una patada en el culo a los responsables. Gobierno y oposición saben las dos cosas, pero jamás les oiremos reconocerlo. Ni al Gobierno lo primero, ni a la oposición lo segundo. No conjugan el verbo admitir: un error propio, un acierto del otro, un argumento complejo. Porque para cada cual el bien solo está en su lado y el mal en el otro, y eso ya está en la calle. El miércoles un tipo me llamó “matón” por aplaudir a las ocho, y eso que era el día del Premio Princesa de Asturias a los sanitarios (de la Concordia). Alguien en estos bandos de una España en blanco y negro debería añadir tonos grises, para regular el contraste. Porque un ciudadano preocupado concluye que no se puede fiar ni del Gobierno, ni de la oposición, ni de la Guardia Civil. Y sigue con los jueces y los medios. No está mal como nueva normalidad. Y todo porque tampoco los políticos confían en la gente, hay que engañarla, son como niños que luego votan y vete a saber qué sale.

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