Dijeron que esto nos haría mejores

Vamos a zambullirnos en una recesión colosal con un Gobierno resquebrajado y una ciudadanía furiosa

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados.Ballesteros (AP)

Vivimos momentos históricos. El vendaval sanitario y económico es de los que marcan una época. En eso, supongo, estamos todos más o menos de acuerdo.

Y las ideas dominantes podrían estar cambiando.

A partir de los años treinta del siglo XX, como consecuencia de la gran crisis de 1929 y como reacción a la revolución soviética, el liberalismo entró en declive. El Estado asumió el máximo protagonismo. Esto vale tanto para las políticas intervencionistas de Franklin Delano Roosevelt como par...

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Vivimos momentos históricos. El vendaval sanitario y económico es de los que marcan una época. En eso, supongo, estamos todos más o menos de acuerdo.

Y las ideas dominantes podrían estar cambiando.

A partir de los años treinta del siglo XX, como consecuencia de la gran crisis de 1929 y como reacción a la revolución soviética, el liberalismo entró en declive. El Estado asumió el máximo protagonismo. Esto vale tanto para las políticas intervencionistas de Franklin Delano Roosevelt como para las de Adolf Hitler o Benito Mussolini. El gasto bélico de la Segunda Guerra Mundial y los mecanismos de reconstrucción a partir de 1945, basados en la teoría económica de John Maynard Keynes, consolidaron una especie de consenso socialdemócrata (impuestos elevadísimos en todas partes, planificación industrial, servicios sociales) en el conjunto de los países desarrollados que funcionó hasta que dejó de funcionar. La ruptura de los acuerdos de Bretton Woods por parte de Richard Nixon y un terrible cóctel de estancamiento e inflación en los años setenta condujo a la resurrección del liberalismo. El difunto reapareció muy fogoso. Tanto, que fue considerado casi nuevo: fue rebautizado como neoliberalismo, reflejado en las teorías monetarias de Milton Friedman (Escuela de Chicago) y en los modelos sociales de Friedrich Hayek (Escuela Austriaca).

Entre Roosevelt y la aplicación práctica de las ideas neoliberales (Ronald Reagan y Margaret Thatcher) transcurrieron cuatro décadas.

Han pasado 40 años desde aquel vuelco de 1980. La fe casi absoluta en los mercados y en el libre comercio desató una formidable creación de riqueza. En poco tiempo, los impuestos muy altos (hacia 1960, las rentas más altas pagaban en torno al 90% tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido) se convirtieron en una aberración. Se estableció con relativa naturalidad eso que llaman “un nuevo paradigma”.

Cuatro décadas después, las circunstancias apuntan a otro vuelco. La fenomenal recesión que afronta el mundo, el incremento de las deudas soberanas, la necesidad de combatir colectivamente la pandemia y la evidencia de que otra gran batalla, la del cambio climático, se librará también en el campo de lo público, permiten aventurar otra resurrección. El que vuelve ahora es el Estado.

En principio, y si pudiéramos ponernos de acuerdo (cosa improbable) en torno a qué significa la izquierda, cabría suponer que las ideas dominantes en el futuro previsible serían esas con las que la izquierda se siente cómoda. Pero la cosa no es tan simple. Si sumamos una dosis de reindustrialización, otra dosis de desconfianza hacia el libre comercio (o de proteccionismo puro y duro), el calor de una devoción renovada por el Estado y por su complicada hermana gemela, la nación, y un fervoroso interés por los problemas del “hombre corriente”, víctima de las élites liberales, nos sale casi clavado el programa con el que el ultraderechista Frente Nacional (hoy Reagrupación Nacional) de Marine Le Pen concurrió a las elecciones francesas de 2017. Como hace un siglo, con unos mismos ingredientes básicos se puede guisar una democracia (Roosevelt) o una tiranía (Hitler).

La diferencia entre una y otra cosa suele atribuirse a la calidad de las instituciones. En realidad, la calidad de las instituciones depende de los ciudadanos.

Puestos en la cosa española, nos adentramos en la tormenta bajo augurios no del todo rutilantes. Una causa de inquietud es el fanatismo. Hay quien (en la propia dirigencia de grandes partidos) considera dictatorial el estado de alarma y bolivarianas las mascarillas. También hay gente incapaz de aceptar que una medida anunciada y legítima (a mí me parece, además, en general positiva) como la contrarreforma laboral no debe tomarse de la peor manera. Vamos a zambullirnos en una recesión colosal con un presidente increíble (véase definición de la RAE), un Gobierno resquebrajado, unas Cortes histéricas y una ciudadanía furiosa. ¿Quién dijo que del confinamiento íbamos a salir mejores?

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