‘Gladiator’: Aquellas faldas, estos lodos

¿Qué piensan de la epopeya de Ridley Scott los que se ven a sí mismos como gladiadores?

Russell Crowe en 'Gladiator' (2000).Belén García-Mendoza

La tecnología, igual que la moda, suele sugerir la idea de un presente absoluto. Cuando está en su apogeo, somos incapaces de concebir nada más perfecto ni más avanzado. Cuando te compras un teléfono nuevo, no te paras a pensar en cómo será el siguiente. Es puro presente, sin filtros. Perfección, nitidez, eficacia: cuesta pensar que, pasados unos años, la app o los pantalones que ahora adoptamos con entusiasmo tendrán un regusto retro.

Yo recuerdo aquella sensación al salir del cine de ver Gladiator, la primera, en 2000. Acostumbrado al cine péplum de Semana Santa, pensé que por primera vez alguien, en este caso Ridley Scott, me estaba mostrando la Antigua Roma con realismo y franqueza, sin decorados teatrales. La sangre parecía sangre, los combates tenían ritmo y a Russell Crowe no se le notaba el maquillaje. No podía ser más ingenuo. Pero esa es la magia de la moda (y de la tecnología): siempre parece suceder en el momento preciso.

Belén García-Mendoza

Ahora que se ha estrenado la secuela protagonizada por Paul Mescal y Pedro Pascal, han vuelto a proliferar los análisis de la película en busca de anacronismos y errores históricos. Hay miles de ellos, claro. También los hubo hace 24 años. Por ejemplo, estaba claro que, por muy corpulento que pareciera Crowe, era un tirillas al lado de los gladiadores reales, que se alimentaban de hidratos de carbono para crear capas de grasa que los protegieran de las heridas profundas durante el combate. Si hubiesen estado fibrados como gymbros, cualquier corte podría haber afectado a los órganos vitales.

Tampoco su atuendo era exactamente el de un gladiador: los looks que diseñó Janty Yates eran más bien evoluciones de lo que la gente imaginaba cuando pensaba en un romano, pero con una buena dosis de glamour culturista y un toque de carnaval. Por ejemplo, había mucho debate respecto a la longitud de la falda que luce en el combate: ¿Cuánta pierna es demasiada pierna? ¿Dónde acaba el rigor y empieza el pudor?

El debate fue un poco similar al que había surgido con los kilts de Mel Gibson en Braveheart (1995): cada vez que un hombre viste falda nos da por ponernos exquisitos. Por cierto, que la historia de ambas películas compartía la idea de que la venganza se conquista a base de abdominales y fuerza bruta: exactamente lo mismo que llevó al paroxismo 300 (2007) y, en general, buena parte del cine de acción, cuyas tramas contienen la promesa implícita de que algún día todos esos burpees serán útiles. Pensé en estas películas al ver el look carnavalesco Age of Empires del asalto al Capitolio (en fin) y también cuando leí una declaración especialmente brillante de Héctor Bellerín en el ICON del mes pasado: “A muchos chavales vulnerables les dicen que si hacen flexiones serán ricos, ¿qué es esta mierda?”.

En el año 2000 yo no conocía el concepto de masculinidad tóxica. Pero tampoco imaginaba que algún día podría escribir esta columna desde un teléfono móvil.


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