“Un mal compañero de piso es como una pareja tóxica”: cuando la convivencia se convierte en pesadilla
Aunque para muchos amigos vivir juntos resulta una idea atractiva, la complicidad puede tornar en hostilidad. Los choques son peores cuando los precios del alquiler obligan a gente sin nada en común a compartir espacio
Verano, temporada alta de búsqueda de pisos. Las vacaciones ofrecen la oportunidad de poner un punto y aparte en nuestra vida para empezar una nueva etapa o encontrar el tiempo de organizarla. Muchos lo harán por obligación, ya sea trabajo o porque los estudios que comienzan en septiembre les obligan a mudarse. Y algún joven, con mezcla de entusiasmo e ingenuidad, verá en la emancipación el sueño de vivir, por fin, lejos del control paterno y erigir un oasis de diversión junto a dos de sus amigos, con los que está tan en sintonía, se entiende tan bien y se lo pasa tan maravillosamente que, en el día a día, nada puede fallar.
La serie de Netflix El peor compañero de piso imaginable, cuya segunda temporada acaba de estrenarse, aborda, como promete el título, el peor escenario. Se trata de un true crime (reconstrucciones documentales de crímenes reales) que recoge casos de convivencias retorcidas hasta la tragedia. En sus capítulos, se dan cita estafadores, asesinos, caseros psicópatas, compañeras posesivas y alienantes, gente poco habladora que maquina en silencio o personas que intentan echar al de al lado a base de poner canciones de rap muy alto. Son crónicas desagradables, terroríficas, que dejan pocas ganas de volver a confiar en un extraño ni, tampoco, de bajar del todo la guardia siquiera ante los conocidos con los que vivimos.
Pero no hace falta ir al plano hiperbólico para encontrar historias de pavor, trauma o simplemente de desencanto en una convivencia. En lo concerniente a amistad, José, madrileño de 32 años, dibuja una línea roja: “Yo solo he vivido con una amiga y ya no lo es. Ir a vivir con un amigo es un error que solo cometemos una vez. No voy a volver a sacrificar una amistad por compartir piso”. “Una persona puede ser muy amiga tuya y que luego no encajéis, porque una sea más maniática y otra más desordenada o porque tenga expectativas que no puedes cumplir, en cuanto a planes de piso o estilo de vida”, cuenta a ICON. “Con un amigo, también te tomas más confianza para ser desordenado y guarro. El refrán ‘Donde hay confianza, da asco’ es verdad”. Lo atestigua Rubén, de 27 años y también madrileño, que, consultado para este artículo, declara sucintamente: “Mi compañero de habitación en Hong Kong se cagó encima por la noche porque algo le sentó mal, pero yo no me di cuenta porque llegué a casa superborracho y solo me levanté a vomitar”.
Que no haya relaciones de amistad de por medio, sin embargo, no es garantía de que las formalidades se cumplan. José, que vive en el mismo piso desde hace seis años, lleva cuatro compartiéndolo con un chico y otros tres con una chica. De ella, dice: “No pienso que sea mala persona, pero es egoísta, desconsiderada, mala compañera y, sobre todo, sucia”. “En la cocina, puede dejar algo puesto, irse a la ducha o a hablar por teléfono, que pase hora y media y que cuando llegues haya un montón de burbujas o unos tequeños carbonizados. Una vez dejó todo lleno de sopa durante horas. Se lo dices, te pide disculpas, pero es una disculpa judeocristiana. Es muy católica, no pide disculpas porque lo sienta de verdad y vaya a intentar no hacerlo más”, desarrolla. “Tuvimos un olor raro en la casa, que no sabíamos de dónde venía, y resultó que ella se había hecho unos espaguetis dos meses atrás, le habían sobrado, los había dejado en una olla y tenían moho”.
“Tengo la sensación de que se piensa que vive sola, no tiene el chip de la solidaridad, de pensar en el otro”, se desahoga. “Utiliza tres sartenes y no friega al menos una para que la puedas usar después. Se pone mil alarmas y tienes que apagárselas tú, porque se ha ido al gimnasio. Le gusta hacer fiestas de Halloween y el 15 de noviembre sigue la decoración”.
Un poco raro, pero bien de precio
Si José advertía de que no era buena idea vivir con amigos, otra de las entrevistadas alerta de un formato de convivencia peor: el de un inquilino con su casero. Sara (que pide aparecer con nombre ficticio), gallega de 32 años, recuerda cuando una amiga y ella se fueron a compartir piso en Madrid con un hombre “de cuarenta y pico, que decía que había sido guardaespaldas del presidente Aznar, campeón nacional de ajedrez y que hablaba esperanto”. “Era el casero. El piso era un poco raro, pero estaba bien de precio, y él al principio parecía majo”, asegura.
Tanto Sara como su amiga apenas vivieron un mes en el piso, pero fue suficiente para que se diera “una escalada turbia”. “Alguna vez viendo una película de Antena 3, él, en una escena de sexo, me preguntó si me estaba gustando. Ahí me habló de lo que llamaba la regla de los cuatro minutos, un truco que decía que hacía él para que las mujeres se corrieran en cuatro minutos. Yo no necesitaba esa información. También se sentaba en calzoncillos y los subía para enseñarnos los huevos, esto varias veces”, afirma. Antes de su marcha, Sara y su amiga recibieron la visita de una mujer, la exnovia, que entró “colocadísima” a sacar pelucas de un armario del recibidor. También encontraron en la habitación donde Sara residía “unas cartas viejas suyas, que daban a entender que había estado en la cárcel”.
“Los arrendadores están siempre hablando de los okupas, pero los inquilinos siempre son los más desprotegidos y de los que más se abusa”, subraya Sara, que insiste en la importancia de firmar un contrato para que se respeten unas mínimas condiciones. Habla desde la experiencia: en Vigo, un casero entró con sus llaves al piso un lunes por la mañana y pasó directamente a su habitación, con ella aún en la cama. “Era el típico señor mayor de 80 años que va a cobrar en mano. Entró, estando yo en pijama, se puso a hablarme de cómo estaba la casa y luego me rodeó con el brazo y me dijo, como bromeando: ‘Si estás mal de dinero, que sepas que para tener sexo yo a mi edad tengo que tomar una pastilla’. Me quedé paralizada”, recuerda.
Dolores (nombre ficticio), almeriense de 33 años, creía al llegar a Madrid con 20 que el procedimiento de los caseros yendo a la puerta a pedir el dinero era el normal. Fue lo que se encontró en sus primeros pisos. “Pensaba: ¿por qué no puedo hacer una transferencia a esta señora y no estar pendiente de que quiera pasarse a por el sobre?”. En su caso, incide en cómo los precios fuerzan a gente a aceptar vivir en lugares inadecuados, con personas con las que no quieren estar, porque no les queda más remedio. Ella fue inquilina de pisos con hasta diez residentes, con “espacios comunes a cuentagotas para meter más habitaciones”. De las caseras de estos pisos hiperpoblados, dice que eran multipropietarias. “Cuando veía conflictos entre los convivientes, la casera ofrecía: ‘Ay, chicas, no os preocupéis que tengo este otro piso’ o ‘Tengo este estudio en Lavapiés al que te puedes ir’. Eran 250 o 300 por habitación, 400 si tenía balcón. No eran baratos, aunque si lo comparas con ahora, sí. En otro, la casera tenía casi todo el bloque. Un día nos dijo que nos teníamos que ir porque iban a hacer apartamentos, porque supongo que sacaría más dinero con un Airbnb”.
La joven andaluza explica que, aunque se adaptó bien, una compañera suya acabó “montando pollos” a consecuencias del ruido y las fiestas. “Cuando vives en un piso con tantas personas, la mayoría estudiantes Erasmus, asumes que no vas a encontrar tranquilidad. Pero ella no. Un domingo por la mañana se levantó y puso la lavadora vacía, la batidora vacía, empezó a hablar por teléfono a voces para despertar a todos…”. En otro piso multitudinario, Dolores perdió repetidamente comida y electrodomésticos, pero el amplio tránsito de personas hacía casi imposible rastrear al ladrón. “Después, la rara y mala compañera fui yo”, reconoce. “Viniendo de las experiencias previas, llegaba a otros pisos aterrada. Cuando la gente intentaba ser mi amiga, yo pensaba: ‘Sí, hombre, me quieres engañar para robarme la cafetera”.
Compañeros de mierda
En el libro El compañero de piso de mierda: Guía de supervivencia para compartir casa (editado en España en 2016 por Errata Naturae), el autor Giuseppe Angelo Fiori establecía tres leyes: “Hay un compañero de mierda en cada casa compartida, el compañero de mierda lleva a hacer cosas de compañero de mierda, y si no tienes un compañero de mierda en casa, eres tú”. El texto partía de una célebre página italiana de Facebook, Il Coinquilino Di Merda (El compañero de mierda), aún activa con casi un millón de seguidores y un perfil homólogo en Instagram, donde los usuarios aportan imágenes e historias rocambolescas producto de la convivencia, como altares dedicados a insectos muertos, esculturas hechas con restos de barba en el lavabo o huevos cocidos en cafeteras.
En Italia se ambienta otro de los testimonios a ICON, el de Santiago, madrileño de 47 años que residió en Roma cuando tenía 30. “Vivía con una chica un poco peculiar, que era heavy y estudiante de Teología. Ella me avisó de que, cuando entraba al baño, lo ocupaba durante horas. Pensé que exageraba, pero no, estaba unas cuatro horas al día”. Más tarde, entró un compañero nuevo “que debía de tener algún problema”, a quien Santiago se encontraba a veces en mitad de la noche observando embobado los fuegos de la cocina o mirando con detenimiento una mancha. “Tenía una conducta un poco extraña. Un día, empezó a mear en botellas, que él iba acumulando. Yo lo vinculo a la chica del baño, supongo que él necesitaba pasar y, al ver que nunca podía, hizo eso”.
Un problema de coexistir con personas a las que se desprecia en el mismo espacio es que relacionarse es difícil de evitar. Alberto, talaverano de 24 años en Barcelona, vive con un francés que “nunca se calla” y que, según cuenta, se pasa el día discutiendo con su novia, “diciendo que la va a dejar porque es mala persona”. “Un día yo estaba terminándome The Last of Us 2, que es un juego superdramático, muy emocionado y medio llorando. Y el tío viene a hablarme de otra vez lo mismo. Le tuve que pedir, con los lagrimones cayéndome, que se callase”.
José, que al principio del artículo hablaba de las hostilidades con su compañera, describe a la manera de un documental de depredadores la estrategia para no intercambiar palabras: “Es de esas personas que, si quiere interactuar, se te queda mirando. Yo evito contacto visual como puedo. ¡Si te mueves, estás perdido!”. Sin embargo, reconoce que hablar, por desagradable que resulte, es la solución. “Al principio yo, por no tener un conflicto gordo, intenté callarme las cosas. Pero es mucho peor. Si te molesta algo de la persona con la que vives, tienes que decírselo”, reflexiona. “Es como tener una pareja tóxica. O pones el límite enseguida o estás jodido. Sientas un precedente. Si tú no le dices a alguien que es un guarro o una guarra, o comentas las cosas, la otra persona va siempre a abusar”. En otras palabras: los potenciales compañeros de mierda que acaban de empezar una convivencia aún están a tiempo de reformarse.
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