El día que mi madre pinchó en hueso
La conversación pública ahora es un ruido embrutecedor alentado por las redes y amplificado por la prensa
Hace unos días recibí el mensaje de una amiga en el que me advertía de un tuit sobre una escritora cuya columna había sido censurada de un conocido diario digital. “Es tu madre, ¿no?”, me preguntó con cierta preocupación. “Sí, es mi madre”, le respondí sin demasiada preocupación. No es que yo pase de mi madre, es que mi madre pasa de casi todo. A sus 81 años, solo me preocupa su salud y de momento la cosa va bien. Sin darle demasiada importancia, la llamé para preguntarle qué había pasado. Estaba tan tranquila como siempre y se limitó a aparentar que le hacía gracia mi llamada.
El artíc...
Hace unos días recibí el mensaje de una amiga en el que me advertía de un tuit sobre una escritora cuya columna había sido censurada de un conocido diario digital. “Es tu madre, ¿no?”, me preguntó con cierta preocupación. “Sí, es mi madre”, le respondí sin demasiada preocupación. No es que yo pase de mi madre, es que mi madre pasa de casi todo. A sus 81 años, solo me preocupa su salud y de momento la cosa va bien. Sin darle demasiada importancia, la llamé para preguntarle qué había pasado. Estaba tan tranquila como siempre y se limitó a aparentar que le hacía gracia mi llamada.
El artículo era una intervención apresurada en el debate del día. Escandalizada por la escalada hortera de la televisión pública, su columna derivaba hacia un par de insultos airados. He leído artículos más faltones sobre asuntos mucho más importantes, pero mi madre pinchó en hueso de la guerra cultural de turno y la columna saltó por los aires horas después de ser publicada. Para una mujer acostumbrada a no callarse y a ir por libre, la situación debió de ser como poco incómoda, pero ella siempre evita la queja. Lamentarse no es lo suyo. Solo me insistió en una cosa: “Defiendo con la misma vehemencia la libertad de expresión y la libertad de crítica”. También me dijo que se iba al día siguiente a pasar unos días a una playa sin cobertura y que no pensaba darle ni media vuelta más al asunto. La creo. Yo siempre fui más neurótica que ella. Quizá porque no tengo una playa sin cobertura donde refugiarme.
En esa breve llamada intenté explicarle lo que a mí me preocupa: la conversación pública se ha transformado en un ruido embrutecedor alentado por el gran negocio de las redes sociales. Es un estruendo amplificado por la prensa tradicional, que baila al son de su peor enemigo siguiendo una agenda que banaliza ese debate público. Mi madre, catedrática de Filosofía, antropóloga y poeta, aficionada al cine de terror y estudiosa de brujas y curanderas, sabe que a estas alturas ya nadie quiere pedagogía aburrida y conocimiento. El entretenimiento lo engulle todo, como una telerrealidad cada vez más burda y grotesca que prefiere los gestos huecos a las palabras y las ideas.
Naomi Klein ahonda en estos y otros peligros en su último libro, Doppelganger. La autora de No Logo y La doctrina del shock vuelve a dar en el clavo desde la izquierda en la peligrosa deriva del mundo y en los errores de la propia izquierda. Es un ensayo fundamental que señala uno de los grandes problemas de este tiempo, la duplicidad de nuestro yo en la fábrica de la comunicación de masas, esa macrogranja que solo sabe engordar egos y marcas para convertirnos a cada uno en nuestra propia marioneta.
A estas alturas ya lo sabemos: el juguete nos devora y su fuerza nos arrastra como un imán a la chatarra. “La calma es una fuente de resistencia”, dice una cita de John Berger incluida en Doppelganger. Mientras tanto, a los miembros de mi generación nos han robado hasta la X y nos vemos enredados en esa omnipresente cultura mainstream, en la que tan bien se manejan los mileniales, y que pese a ser ramplona y ultraliberal se pretende legitimar disfrazada de consignas ideológicas progresistas. El tipo de hueso en que pinchó mi madre.
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