“Ha fallecido un capullo colosal”: cuando los obituarios de famosos no son amables
El artículo de ‘Rolling Stone’ para cubrir la muerte de Henry Kissinger vuelve a poner en la palestra uno de los subgéneros periodísticos más llamativos: el obituario en el que el fallecido no queda precisamente bien
Henry Kissinger, exsecretario de Estado bajo los mandatos de Richard Nixon y Gerald Ford en Estados Unidos, premio Nobel de la Paz y, también, ampliamente documentado instigador de violaciones de los derechos humanos en Latinoamérica y Asia, falleció la pasada semana a los 100 años de edad. El periodista Spencer Ackerman, autor de su obituario en Rolling Stone, no le echará de menos. “Henry Kissinger, criminal de guerra amado por la clase dominante estadounidense, al fin muere”, fue ...
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Henry Kissinger, exsecretario de Estado bajo los mandatos de Richard Nixon y Gerald Ford en Estados Unidos, premio Nobel de la Paz y, también, ampliamente documentado instigador de violaciones de los derechos humanos en Latinoamérica y Asia, falleció la pasada semana a los 100 años de edad. El periodista Spencer Ackerman, autor de su obituario en Rolling Stone, no le echará de menos. “Henry Kissinger, criminal de guerra amado por la clase dominante estadounidense, al fin muere”, fue el titular con que Ackerman despidió al político. Ya en el primer párrafo, por si todavía quedaba alguien que esperase un registro laudatorio en el texto, el autor apelaba a la figura del supremacista Timothy McVeigh, el asesino con mayor número de muertes confirmadas (168 personas, entre ellas 19 niños) ejecutado por Estados Unidos, para, a continuación, apuntar: “McVeigh nunca mató ni remotamente a la escala de Kissinger”.
El artículo, además de informar de manera extensa sobre la vida y obra de Kissinger, así como de los buenos ojos con que miembros tanto del Partido Republicano como del Demócrata le miraron a lo largo de décadas, se saltó la etiqueta en un día donde muchos otros optaron por honrar las supuestas dotes de estadista y habilidades negociadoras del difunto en el marco de la Guerra Fría. La cabecera satírica The Onion, también estadounidense, publicó por su parte el homenaje irónico “The Onion recuerda a Henry Kissinger, visto por algunos como un poco Grinch”, parodia de la extrema tibieza con que determinadas figuras públicas estaban reaccionando al deceso de alguien considerado responsable, entre otros crímenes, del establecimiento de dictaduras militares en Argentina y Chile y del genocidio sistemático de grupos políticos de izquierdas.
Hablar de un ser querido cuando muere, repasar todo lo bueno que deja a su paso y honrarle son acciones que permiten sobrellevar un duelo. Obituarios como el de Rolling Stone, el chiste de The Onion o memes como el de la Muerte cazando por fin a Kissinger (con el que se cerraba el meme previo de la Muerte jugando con una máquina de gancho y preguntándose “¿Está Kissinger siquiera aquí dentro?”, compartido cada vez que fallecía algún famoso más apreciado y joven) llevan a pensar si, en el caso de personas con un legado de terror a sus espaldas, puede haber también algo de catártico en saborear ciertas pérdidas.
El doctor Nigel Starck, profesor de la Universidad de Australia Meridional y autor del libro Life After Death: The Art of the Obituary (La vida después de la muerte: El arte del obituario, 2006, inédito en España), aclara a ICON que las necrológicas sobre personajes infames “ofrecen a los lectores la satisfacción de constatar que una vida que había causado malestar en la sociedad ha llegado a su fin”.
“Los principales periódicos famosos por su periodismo de calidad nunca han permitido que el sentimiento religioso influya en el contenido de sus necrológicas”, declara el Dr. Starck, preguntado por si debe presuponerse en medios un cierto respeto protocolario a todo recién fallecido, como parte clásica del rito. El académico afirma que existe “una tradición sostenida de valoración hostil”, que en los ochenta se impulsó con renovadas fuerzas “como parte de la predilección contemporánea por la franqueza, alimentada por la libertad de una filosofía mors omnia solvit [la muerte extingue todas las obligaciones]”. Un ejemplo que el Dr. Starck cita es el del obituario que Graeme Leech dedicó en The Australian al actor Tony Curtis cuando murió en 2010, donde le calificaba de “tacaño”, “falto de tacto” o de tener un “comportamiento lamentable” y detallaba su costumbre de aceptar apuestas y negarse a pagarlas. “El tono [del artículo] podría haber sido objeto de acciones legales si la persona hubiera estado viva”, cree el profesor.
Otro caso sonado que menciona es el de la necrológica en The Times del terrorista Mohammed Atef, jefe militar de Al-Qaeda y uno de los planificadores de los atentados del 11-S. Al coincidir su muerte en noviembre de 2001 con la del héroe de guerra Hugh Verity, piloto británico que ayudó a la Resistencia en la Francia ocupada por los nazis, los editores creyeron interesante encuadrar ambos obituarios en la misma página, a fin de reforzar el contraste entre la vida de uno y de otro. A las quejas de multitud de lectores por haber dado cobertura a Atef, el editor jefe señaló el precedente de la necrológica de Hitler en The Times en 1945. En una carta, otro lector respondió: “Al menos Hitler era un general del ejército, llevaba uniforme y peleó decentemente en la guerra”.
Me gustas pero dentro de un nicho
En su poema Obituario con hurras, el escritor uruguayo Mario Benedetti invitaba a “los inocentes” y “los damnificados” a celebrar la muerte de un “crápula” con “el alma negra”. Aunque tuvo mucha difusión en redes en 2004 al fallecer el expresidente de EE UU Ronald Reagan y se malinterpretó que el autor acababa de componer los versos para la ocasión ― lo que volvería a suceder dos años después con la muerte del exdictador chileno Augusto Pinochet― realmente se publicó en 1963. Sin embargo, en una entrevista en El Clarín en 2007, Benedetti dio el visto bueno a que los chilenos se lo apropiaran contra Pinochet. El poema no enuncia quién es el difunto en cuestión, sino que se recrea, de forma concreta, en la necesidad de gozar de la eterna desaparición de alguien presumiblemente horrible, cuya muerte ha hecho del mundo un lugar mejor: “vamos a festejarlo / a no ponernos tibios / a no creer que éste / es un muerto cualquiera / […] a no olvidar que éste / es un muerto de mierda”.
Algo así debió de razonar el director de cine Fernando Colomo cuando en 1991 redactó para EL PAÍS uno de los obituarios más famosos del periodismo español, Descansemos en paz, por la desaparición del actor Klaus Kinski, acusado de múltiples abusos sexuales. Colomo había trabajado con Kinski en El caballero del dragón (1985), película de turbulento rodaje a causa del comportamiento del intérprete alemán, que agredió a varios de sus compañeros y aterrorizó al equipo. “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, solo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz”, escribió el cineasta. Preguntado de nuevo por el tema en 2021 en Ctxt, Colomo se reafirmó: “Era un hijo de puta. Ahora no escribiría esa necrológica, porque ya soy mayor. Pero no exageré nada”.
Las redes sociales también han permitido, fuera de los cauces más o menos oficialistas de los grandes medios, canalizar euforias específicas como la de, entre otros, el colectivo LGTBIQ+ por la muerte en 2013 de Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido entre 1979 y 1990. La política fue la introductora del conocido como artículo 28, que prohibía la “promoción de la homosexualidad” y la asociaba implícitamente a la pedofilia. Una imagen de la tumba de la líder conservadora con manchas y la pegatina “Una persona transgénero meó aquí” se hizo viral, así como la canción Ding-Dong! The Witch is Dead (¡Ding-Dong! La bruja ha muerto), del musical El mago de Oz (1939), se elevó al número dos de las canciones más escuchadas en el país la semana de su muerte.
En materia de fallecimientos bien recibidos de personas homófobas, es difícil encontrar un obituario más elocuente que el que David von Drehle dedicó en Time a Fred Phelps, el fundador de la Iglesia Bautista de Westboro, en 2014. Autor del lema “Dios odia los maricones”, Phelps se las arregló para terminar de enfadar a todo el mundo cuando decidió interrumpir sistemáticamente los funerales de soldados estadounidenses caídos en Irak y ponerse a explicar sus teorías. Así, recibió una necrológica a la altura, que solo en la primera frase le denominaba “capullo colosal” y que celebraba que, por lo menos, la atención mediática recibida por el nefasto personaje hubiera servido para poner focos que “alumbraron su caída”.
Y a un nivel más anónimo, el obituario que la familia de Dolores Aguilar dedicó a su fallecida pariente en agosto de 2008 se ha convertido en todo un modelo para hijos sin nada que agradecer ni que celebrar de sus progenitores. Plagiado hasta la saciedad, el texto decía: “Dolores no tenía aficiones, no aportó nada a la sociedad y rara vez compartió una palabra o acción amable en su vida. Hablo en nombre de la mayoría de su familia cuando digo que su presencia no será extrañada por muchos, se derramarán muy pocas lágrimas y nadie lamentará su fallecimiento. […] Solo extrañaremos lo que nunca tuvimos: una buena madre, abuela y bisabuela”. Se viva y se muera al ritmo que toque, hay que pensar en que dejar un cadáver bonito como último acto de vanidad es menos duradero que dejar una necrológica fea.
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