La semana de la moda de Londres: 40 años escribiendo un relato de tradición e irreverencia
El Brexit y la caída de la compra ‘online’ amenazan al diseño británico, que, sin embargo, sigue dando ejemplo de creatividad y resiliencia, ya sea apelando a la idiosincrasia de las islas o a propuestas creativas únicas en su especie
Clasicismo y vanguardia, dos ideas sin un significado concreto pero que en el imaginario popular se asocian con la moda británica. De Savile Row, meca de la sastrería, a las raves en naves de extrarradio, Londres ha sabido contar muy bien el relato de sus diseñadores, en plural, porque el British Fashion Council...
Clasicismo y vanguardia, dos ideas sin un significado concreto pero que en el imaginario popular se asocian con la moda británica. De Savile Row, meca de la sastrería, a las raves en naves de extrarradio, Londres ha sabido contar muy bien el relato de sus diseñadores, en plural, porque el British Fashion Council (BFC), la institución encargada de apoyar el diseño de autor, se encarga de que su moda funcione como una comunidad. Esta temporada, la semana de la moda de Londres ha cumplido cuatro décadas. Puede parecer mucho tiempo, pero en realidad se disputa con Nueva York el puesto de la tercera capital de la moda, después de las mucho más longevas pasarelas de Milán y París, en tiempo récord. Sin Londres y su apuesta por el diseño emergente Alexander McQueen, el primero en beneficiarse de la plataforma NewGen, que apoyaba y apoya financieramente el talento joven, no habría podido hacer historia. Tampoco John Galliano, ni Christopher Kane o Jonathan Anderson.
Sin embargo, el Brexit ha mermado una industria que en 2018 generaba, según el BFC, 32 billones de libras a la economía británica. Aún se desconocen las cifras exactas de la hecatombe, pero sí se sabe que los impuestos a los que se enfrentan para enviar pedidos ha hecho que nombres como Nensi Dojaka o Chopova Lowena hayan tenido que dejar de desfilar para reestructurar su negocio; que el propio Christopher Kane tenga ahora mismo su firma homónima en suspenso; o que Dilara Findikoglu, cuyo desfile el pasado domingo fue uno de los más aclamados de la semana, se saltara la presentación de la temporada anterior, en septiembre, para poder ahorrar ganancias. Al Brexit ahora se suma el desplome del consumo de moda en el digital, condensado en el desplome de Farfetch, la plataforma de diseño de autor dueña, entre otros, de Browns, la mítica tienda que lleva aglutinando el talento británico desde hace más de medio siglo.
En semejante tesitura, el aniversario de la semana de la moda de Londres, que comenzaba el pasado jueves 15 de febrero y ha terminado este martes con una recepción, irónicamente, en el 10 de Downing Street, es un ejemplo de resiliencia. Casi todos hacen, básicamente, lo que pueden. Richard Quinn, por ejemplo, sabe que su negocio, basado en vestidos propios de la alta costura pero confeccionados con telas recicladas, ya solo se sostiene con el hecho a medida. De ahí que la mitad de su desfile del pasado sábado, que recordaba de forma clara a la estética de la costura de los años cincuenta en general y a Cristóbal Balenciaga en particular, estuviera compuesto de vestidos de novia. Sabe que esas piezas, probablemente algunas de cinco cifras, solo pueden tener salida en el ámbito nupcial, en el que aún hoy muchas mujeres invierten un dinero que no invertirían en su día a día.
El mismo día, Simone Rocha volvió a la imponente iglesia anglicana St Bart’s the Great para cerrar lo que ella consideraba una trilogía. Empezó la temporada anterior con un desfile titulado The Dress Rehearsal, más colorista de lo habitual en ella; seguía con su colección de alta costura de Jean Paul Gaultier, celebrada el pasado enero, donde la corsetería y lo lencero eran los protagonistas; y culminaba el sábado con El despertar, una colección inspirada en los vestidos de luto de la Reina Victoria (que provocó la demanda de telas negras entre sus súbditos ingleses) y que la creadora irlandesa tradujo en prendas oscuras de tejidos técnicos con su ya característico estilo victoriano y sus también características Crocs cuajadas de pedrería. En cada vestido de Rocha pueden leerse decenas de referencias: al gótico, al concepto de lo cursi, a las prendas deportivas.... y es ese imaginario, del que nunca se aparta, el que le ha creado una clientela fiel que busca, como ella misma escribía en las notas del desfile, “piezas que se conservan”.
Ser un diseñador independiente en un panorama dominado por los grandes holdings y, además, tener una identidad reconocible es también la baza de Erdem para hacer frente a la situación actual. Nuevamente, ha presentado su colección en el Museo Británico (esta vez en una de las salas que acogen los frisos griegos) y la ha basado en la Medea de Maria Callas, una muy buena excusa para diseñar el vestuario de una diva: trajes de noche imponentes, chaquetas armadas, ostentosos abrigos de pelo muy trabajados y muy alineados con su estilo de materiales preciosistas, estampados pensados al milímetro y siluetas ampulosas y regias.
En Londres sigue habiendo espacio para la juventud innovadora, esta semana han destacado, entre otros, el trabajo con tejidos naturales y tintes a mano de Paolo Carzana, nominado al premio LVMH, o la emotiva colaboración de Patrick McDowell, otro abanderado de la sostenibilidad y el consumo consciente, con la Guildhall School of Music and Drama de Londres. Sin embargo, esta semana de desfiles ha tenido a dos pesos pesados como protagonistas.
El primero, J.W. Anderson, un cerebro privilegiado al que nunca, ni en su marca ni en Loewe, se le agotan los argumentos para trabajar cada seis meses ideas completamente nuevas. Esta vez ha querido rendir homenaje a la tradición inglesa de un modo peculiar: a través de la serie Last of the Summer Wine, en antena en la BBC de 1973 a 2010 y que narra las vidas de tres personas mayores un tanto peculiares. Unos vecinos excéntricos y cascarrabias que Anderson ejemplificaba el domingo con pelucas canosas y abrigos con patrones demasiado holgados, camisetas de tirantes blancas con bragas del mismo color, jerséis con trenzados voluminosos y combinaciones de suérters básicos con faldas de tul y apliques florales. En definitiva, el confort que a veces se encuentra en lo extravagante, sentirse cómodo en las propias rarezas o, como él mismo contaba, “el acto de vestir como acto psicológico; solo hay que mirar en la puerta de al lado”, a ese vecino raro que resulta tan inquietante como familiar “y que para el resto el mundo pasa desapercibido”.
Anderson generaba todo un discurso visual en torno a lo cotidiano y Daniel Lee en Burberry, el otro gran peso pesado de esta semana de la moda, elevaba lo estreotipado a la categoría de lujo. Después de su desfile del lunes, celebrado en una tienda de campaña —como ya es habitual— esta vez colocada en Victoria Park, el diseñador británico confesaba ante unos pocos periodistas que la marca para la que trabaja, “la viste todo el mundo, del aristócrata al ciudadano de a pie”, por eso le ha resultado complicado encontrar el lugar en el que posicionarse. Tras dos colecciones anteriores en las que la renovación completa, en la primera, o el cúmulo desordenado de referencias, en la segunda, no le han funcionado como esperaban, Lee parece por fin haber encontrado su imagen en este desfile.
Continúa con su vuelta renovada a las raíces de Burberry, a la quintaesencia de lo británico, de la campiña al club privado, pero ha prescindido del color azul de su debut como nueva seña de identidad o de los juegos artesanales gratuitos. En su lugar, beiges, verdes y negros, abrigos de cortes imponentes, faldas de tablas hasta los pies combinadas con chaquetas de cuero, vestidos con sutiles flecos de punto como los de las icónicas bufandas, pañuelos con los cuadros en la cabeza, bolsos grandes y medianos. Estaba el campo inglés, la aristocracia, el dandismo y hasta el punk, todos los arquetipos que hicieron de Burberry un gigante, un símbolo nacional. Los llevaban las modelos inglesas más famosas de la última mitad de siglo, de Agyness Deyn a Naomi Campbell pasando por Lily Cole, Karen Elson o Lily Donaldson. Las celebridades invitadas, de Olivia Colman a Cara Delevingne o Barry Keoghan, también eran todas británicas. A Lee no le hacía falta renovarlo todo para sorprender, necesitaba consistencia en la propuesta y jugar con la nostalgia de un modo acertado, apelando a un consumidor de lujo que busca reconocerse en prendas realistas y con historia. Ahora que parece que lo ha conseguido, el futuro de Burberry parece más estable de lo que anunciaban las predicciones.