Una guerra en mitad de la cena
Olesia, rusa, y su marido, Aleksandr, ucranio, relatan cómo el conflicto ha afectado a su relación de pareja
El comienzo de la historia de Olesia y Aleksandr se parece al de esas comedias románticas donde los guionistas introducen algunos obstáculos en el recorrido de una pareja para que el final feliz sepa aún mejor. Se conocieron en un bautizo en Madrid, en 2007. Ahí se fijaron el uno en el otro, pero entonces Aleksandr tenía novia. Vivían en países diferentes. Un año después, cuando tenían 27 y 25, volvieron a coincidir e iniciaron una relación a distancia. “Todo lo que ganaba lo gastaba en teléfono y billetes de avión”, recuerda él. “Cuando Aleksandr iba con algún familiar a recogerme al aeropuer...
El comienzo de la historia de Olesia y Aleksandr se parece al de esas comedias románticas donde los guionistas introducen algunos obstáculos en el recorrido de una pareja para que el final feliz sepa aún mejor. Se conocieron en un bautizo en Madrid, en 2007. Ahí se fijaron el uno en el otro, pero entonces Aleksandr tenía novia. Vivían en países diferentes. Un año después, cuando tenían 27 y 25, volvieron a coincidir e iniciaron una relación a distancia. “Todo lo que ganaba lo gastaba en teléfono y billetes de avión”, recuerda él. “Cuando Aleksandr iba con algún familiar a recogerme al aeropuerto de Madrid”, confiesa ella, “nos sentábamos en el asiento de atrás y no parábamos de besarnos hasta que llegábamos”. El tiempo no se contaba entonces en semanas, meses o estaciones, sino en los días que faltaban para verse y había que aprovechar cada minuto.
Estuvieron así cuatro inviernos, lo que necesitó Aleksandr para regularizar su situación en España ―había entrado de forma ilegal―, conseguir un buen trabajo y “ahorrar lo suficiente para poder formar una familia”. El día que hizo el viaje con un anillo en la maleta, ella estaba a punto de tirar la toalla: “Iba a decirle que ya no podía más. Aunque intentábamos vernos todo lo que podíamos, me sentía sola en todas partes”. Se casaron un 19 de julio en Moscú y decidieron instalarse en Castellón, donde él trabajaba. “En el avión lloré todo el rato”, recuerda Olesia: “No sabía hablar español. Había dejado un buen sueldo, una carrera como asesora jurídica, mi país, todo…”. El sacrificio valió la pena y pronto empezaron a hacer planes juntos: una casa, una reforma, dos hijos… “Pero la vida”, relata él, “no es una película de Hollywood”. En febrero de 2022 apareció una sombra, una preocupación que les impide disfrutar plenamente de esa felicidad ganada a pulso. Aleksandr es ucranio. Olesia, rusa. Y la guerra, un difícil tema de conversación que sobrellevan tratando de ponerse cada día en el lugar del otro, con generosidad y empatía. Es decir, con amor.
“Él vive pegado a las noticias. No puede desengancharse. Está muy nervioso…”, cuenta Olesia. “¿Qué ha cambiado la guerra en nuestras vidas? Que ahora discutimos y antes no”, explica Aleksandr. “Me he sentido culpable por no estar allí, defendiendo a mi país, a mi familia… pero aunque se me haya pasado por la cabeza ir, sé que tengo responsabilidades aquí”. Sus hijos, de 10 años y casi ocho, ambos nacidos en España, llegaron un día a casa con preguntas que antes no se hacían: “¿Nosotros somos rusos o ucranios?”. “En el colegio”, relata Olesia, “debieron decirles algo. Lo hablamos en familia. Les explicamos que eran ambas cosas porque su padre es ucranio y su madre rusa; que un país había invadido a otro, que había empezado una guerra y que los dos queremos que termine cuanto antes. Últimamente, preguntan qué hay que hacer para que se acabe. Esta mañana, mi hijo mayor me dijo que tenía miedo a que la guerra se hiciera también en otros países. Pero la verdad es que en el colegio lo resolvieron muy bien: abordaron el tema con todos los niños, les explicaron que no depende de las nacionalidades”. Todas las noches, los pequeños rezan para que termine el conflicto.
Chicos que conocía desde niño han muerto en el campo de batalla”, cuenta Aleksandr
El día que estalló la guerra, Aleksandr estaba de viaje de trabajo en África ―es comercial de una empresa de azulejos―. “Me puse a llorar de impotencia y llamé a toda la familia. No puedo traerme a mi madre por sus condiciones de salud. Mi hermana también tiene que quedarse en Ucrania porque su marido no puede salir del país”. Olesia hacía ejercicio en casa con una aplicación ucrania. “Y, de repente, la gente empezó a poner mensajes diciendo que los estaban bombardeando. Fue horrible. Llamé inmediatamente a mi marido. Los dos estábamos en shock”.
Cuando Aleksandr abandonó Ucrania, en 2006, lo hizo porque tenía ganas de descubrir. “Era aventurero, quería ver el mundo y en aquel momento la situación económica del país no era la de antes de la guerra, cuando podías tener un sueldo como cualquiera en Madrid”. Cuenta que le interesaba la política y que le preocupaba que, “como ocurre ahora en España, había partidos que intentaban ganar votos dividiendo a la gente. Eso siempre acaba mal”. Cuando llegó, solo sabía decir una cosa en castellano: “Buenos días”. “Tuve mucha suerte porque me ayudó un amigo que había venido año y medio antes y un hombre español, José Luis, que me trató como a un hijo. Conocí a gente de nacionalidades diferentes, muy buenas personas, y se me cayeron los prejuicios. También desconecté un poco de la situación en mi país. Hasta que empezó la guerra encubierta de Crimea. Llevo ocho años despertándome y acostándome con las noticias de Ucrania. Alguna vez he intentado alejarme un poco, pero no soy capaz”.
Sufro por Ucrania y por mi país. Pero amo a Rusia, a mi gente y mi cultura y eso será siempre así”, dice Olesia
Cuando su relación era a distancia, Aleksandr había propuesto a Olesia dejarlo todo e irse a vivir a Rusia. “Pero yo sabía el esfuerzo que había hecho él para hacerse una vida fuera y no quería hacerle empezar desde cero otra vez”, cuenta ella. La guerra ha metido en su casa sentimientos que antes no tenían: la culpa, la frustración, la injusticia… “Es una situación muy complicada, de mucho estrés y presión, y saltan las emociones”, explica Aleksandr. “Yo apoyo a mi marido, entiendo lo que siente, pero amo a Rusia, a la gente rusa y a mi cultura y eso será siempre así. Creo que si el pueblo no hace más no es porque sea débil, sino porque no puede, porque se juega su vida o la vida de sus familiares. Para mí todo esto también es difícil. Yo sufro por Ucrania y por Rusia, pero no puedo sentirme culpable. No creo que deba”. Ambos prefieren que sus apellidos no figuren en este artículo.
Aleksandr cuenta que no sabe cuándo podrá volver a su país, ni qué se va a encontrar cuando eso suceda. “Soy de un pueblo pequeño, cerca de Nikolaev. Algunos chicos que conocía desde niño han muerto en el campo de batalla”, explica emocionado. “El campus de la universidad en la que estudié ―hizo Filología― ha sido destruido. Pero la población se ha unido como una piña”. Este ucranio de 42 años no conoce el célebre discurso de Miguel de Unamuno ante la cúpula militar franquista durante la guerra civil española, pero se expresa con palabras parecidas: “Pueden intentar aniquilarlo todo, pero no podrán convencerlos porque esa nueva generación de ucranios sabe bien lo que está defendiendo: sus mujeres, sus ancianos, sus niños, su hogar”.
Olesia y Aleksandr discrepan sobre qué podría hacer la población rusa contra lo que está ocurriendo o cuál sería una paz justa, pero coinciden en lo fundamental: ambos desean que termine la guerra. Y a eso se agarran, sabiendo que existe una parcela íntima, personal, que impide odiar al país donde uno ha crecido, y que nadie que te quiere te obligará nunca a cambiar, a dejar de ser quien eres.