Balsas (Estado de Maranhão)
La cascada de Macapá no está precisamente a mano pero así es como debería ser en opinión de los integrantes de esta comunidad de pequeñas granjas al noreste de Brasil. Para que un extranjero se acerque a ella tiene que llegar al aeropuerto más cercano, el de Imperatriz, al sur del Estado de Maranhão; hacer 400 kilómetros de carretera hasta Balsas, una ciudad de 90.000 habitantes y tres concesionarios de tractores, y allí conseguir transporte para recorrer caminos de tierra durante dos horas. En cuanto el paisaje pase de un borrón anaranjado a una serie de árboles desnudos, aún hay que pasar tres puentes de madera, la escuela que el Gobierno prometió y dejó a medio construir, y, finalmente, el enorme candado que cierra la finca de doña Raimundinha.
“Meu Deus do céu, qué sobresalto”, exclama ella atropelladamente, un manojo de nervios de metro y 20, 59 años e incontables arrugas, al abrir la verja. E insiste durante el camino a su casa. “A veces viene gente de fuera y no sabemos si son de la hidroeléctrica. Ay, no pueden venir aquí, meu Deus do céu”.
Como casi todo el mundo en Macapá, doña Raimundinha vive con su familia y sus animales: los primeros en una casa de paredes de barro y tejado de paja, los otros, libres por el terreno arenoso y despoblado que lleva décadas en manos de su familia. Y en ella quiere que siga, cuenta ella, aún inquieta, meciéndose en su salón por el que desfilan unos pollitos con su madre gallina. “Esto era de mi padre, que murió, y se lo dio a mi hermano, que murió. Lloré por sus muertes, para que luego llegue alguien y me eche. Sin dinero ni lugar al que ir, meu Deus do céu”. Se tapa la cara con las manos en un gesto dramático.
También como casi todo el mundo en Macapá, Doña Raimundinha vive bajo una amenaza invisible. Una compañía eléctrica quiere usar la famosa catarata para generar energía: a cambio, tendrían que expropiar a las 70 familias que viven ahí. Prácticamente nunca han puesto pie fuera de sus propias tierras. Mudarse sería más que traumático, sería una pérdida de todo lo que ha sido su vida, su mundo, desde hace generaciones. La clave es no dejar que nadie se acerque a la cascada a hacer estudios de viabilidad, y el único camino fácil es el de esta finca. De ahí la importancia del candado de doña Raimundinha.
Y aquí está ella, como una guardiana de cuento con moño y ansiedad, controlando el mundo en mitad de la nada, sin más que hacer que saltar cada vez que oye un coche. Dice que nunca descansa del todo. Que vive sobresaltada. Que la amenaza de la hidroeléctrica le consume la vida. “Los de la ciudad viven bastante bien, mientras nosotros bregamos de una generación a otra, nunca hacemos nada, nos criamos con el sudor de nuestros brazos, ¿por qué no pueden dejarnos en paz? Meu Deus do céu”, clama. Vuelve a esconder la cara en las manos.
“Me lo dicen mis vecinos, me lo dice el cura. Que no podemos bajar la guardia, que tenemos que luchar”, insiste. “Y eso hacemos, eso es todo lo que hacemos. Hasta que se rindan. O hasta que… Meu Deus do céu...”.
Brasil suele evocar la imagen de playa o selva pero tiene una sabana de dos millones de kilómetros cuadrados. El llamado Cerrado es una franja que atraviesa el mayor país de América Latina por la mitad: empieza en Maranhão, en el nordeste, y va bajando en diagonal a lo largo de ocho Estados hasta la frontera con Paraguay el sudeste. Separa el clima tropical y las selvas del norte de los bosques y las ciudades del sur. Lo que hay en medio es sabana pura. Sol, polvo y monotonía interrumpida solo por plantaciones industriales gigantescas. Hay tantas que uno creería estar en las planicies de Misuri; hace tanto calor que parece Tombuctú. Y sin embargo, en este mundo sepia y áspero está ocurriendo uno de los atentados a la biodiversidad menos atendidos de nuestros tiempos.
El Cerrado tiene más de 12.500 especies de plantas, de las cuales más de 7.300 solo se pueden encontrar aquí. Alberga a mil especies de peces y más de 250 de mamíferos: de ellas, 18 son autóctonas. Es la sabana más rica del mundo. Luego están las otras cifras, las preocupantes. Desde 1970, se ha deforestado el 47% de este lugar. Solo en 2015, último año del que se tienen datos, se devastaron 9.483 kilómetros cuadrados: por compararlo con algo, ese mismo año la comunidad científica se indignó porque la deforestación en el Amazonas se había disparado hasta unos 6.207 kilómetros cuadrados. El Cerrado es la verdadera tragedia medioambiental brasileña.
También es la menos conocida: ese dato de 2015 es de los pocos que ha revelado el Gobierno brasileño. Apareció un día del pasado julio en la web del Ministerio de Medio Ambiente. Estaba escondido dentro de una serie de gráficos que celebraban las nuevas formas de monitorear la naturaleza.
¿Cómo es posible mantener un secreto de estas dimensiones? “Creo que es una cuestión arraigada en la sociedad brasileña”, explica David M. Lapola, investigador de cambios ambientales en la Universidad de Campinas. “Quizá porque el Cerrado tiene una vegetación menos exuberante que el Amazonas. Quizá porque los medios solo cubren asuntos relacionados con el Amazonas o los bosques. Quizá sea porque no hay grandes mamíferos como en las sabanas africanas. Pero cuando se hizo la Constitución brasileña [en 1988], el Amazonas y otros biomas se consideraron patrimonio nacional. El Cerrado no”. Mauricio Voivodic, presidente de WWF Brasil, recuerda: “El Amazonas tuvo un gran apelo mundial por parte de gobiernos extranjeros y artistas sobre la importancia de la conversación. El Cerrado, sin embargo, es un caso de enorme desatención”.
Solo el 3% del Cerrado está protegido, según la revista Nature Ecology and Evolution. Al ritmo al que se está acabando con él, y con la cantidad de especies que contiene, en 2050 habrán desaparecido de la faz de la tierra 1.140 de sus plantas endémicas. Desde 1500, que se empezó a registrar la población de plantas del mundo, hasta ahora, se han extinguido 139. “De los puntos calientes de la biodiviersidad del planeta, el Cerrado es el quinto que más especies ha perdido”, alerta Tim Newbold, que publicó un artículo sobre el tema en Science, en 2016.
Como ocurre con la granja de doña Raimundinha, esta sabana se ha convertido en un suelo muy goloso para la industria agropecuaria, que ya controla más del 75% de la tierra cultivable de Brasil. Y a diferencia de doña Raimundinha, los pequeños granjeros han ido cediendo a las presiones para malvender su 25%. “Pero si vas a Minas Gerais, o a Goiás [Estados al sur del Cerrado], ves que los que se fueron no han ido a mejor”, alerta un vecino de Raimundinha, Tancredo, con cierta despreocupación. 51 años, alto, delgado, sin camiseta y con sombrero de vaquero. Está sentado bajo un árbol en su finca: 38 hectáreas de polvo, huertos y gallos. Una casa de barro y un pozo hechos por él mismo. Aquí vive con su mujer y aquí crio a sus tres hijos. Comen de lo que plantan.
“La solución no es irse, es quedarse. Es quedarse y es pelear. Este terreno es grande pero también es pequeño [en comparación con la industria agropecuaria] y por eso hay que estar siempre alerta. Hay que seguir a las personas que tiran de las comunidades”, insiste Tancredo. Señala al hombre serio, recto y callado que tiene sentado al lado.
El Gobierno brasileño no hace casi nada por el Cerrado, pero existe un grupo de personas que sí. Son los dueños legales de las tierras fuera de la industria. Los que llevan toda la vida en estas granjas, hoy lentas, anticuadas e ineficaces. Los que tienen las escrituras de las tierras. Apenas saben de leyes (muchos no saben ni escribir) y no son expertos en ecología. Pero su supervivencia es la de miles de otras especies. Algunos solos, algunos con ayuda de asociaciones, se han convertido en los últimos guardianes del viejo Cerrado.
Como el hombre sentado al lado de Tancredo. Se llama Paulo Coelho Cardoso.
La avioneta fue como un pájaro de mal agüero. Casi todos los vecinos de Macapá la vieron sobrevolar sus fincas, como un anuncio de problemas por venir. Paulo también. El hombre que acababa de heredar la principal finca de la comunidad -y con ella, la responsabilidad de protegerlas todas-, descifró enseguida su significado. “Estaba ahí haciendo parte de un estudio topográfico”, recuerda hoy. “Estaba ahí porque no habían podido entrar persona y no pensaban desistir”.
“Ellos” son PEC Energía, un holding de empresas hidroeléctricas que desarrolla proyectos en nueve Estados brasileños, y al que los vecinos de aquí consideran su archienemigo. Quieren aprovechar la cascada de Macapá para construir una pequeña central hidroeléctrica que alimentará a las grandes granjas de la región pero que les obligará a ellos a irse a otro lado. Perderán su casa, o sea, todo, y el impacto ambiental sería incalculable. “Todo esto solo beneficia al fazendeiro de al lado”, protesta Paulo. Fazendeiro es todo dueño de un latifundio. “Quiere más luz para instalar más dispositivos de riego y con ellos dar de comer a más ganado. Tiene cinco dispositivos ya”. Alza la mano, bien separados los cinco dedos, y pone cara desafiante, como si el gesto fuese una ofensa. PEC Energía contestó a todas las llamadas de EL PAÍS diciendo que no tenían nada que comentar de este proyecto.
Paulo es agricultor y vive de vender coco, calabaza, maíz, sandía y judías en Balsas. Pero su dedicación real es esta causa. En 2008, unos representantes de la empresa se plantaron en las fincas: los vecinos llaman esas visitas “intimidatorias”. Con miedo, empezaron a unirse alrededor de Paulo. Entonces se decidió: PEC Energía no pondría un pie en estas tierras. Sin visitas no habría estudio y sin estudio no habría hidroeléctrica.
2011 fue la prueba de fuego. Ante la insistencia de la empresa, los vecinos quemaron los puentes de madera que dan acceso a sus tierras. Acamparon en puntos estratégicos. Dos semanas, 150 hombres. Pareció dar resultado. Pero luego llegó la avioneta: el mal agüero. PEC Energía no iba desistir. Iba a por todas las trincheras, de la judicial a la política. El líder que defendiese esta comunidad iba a tener que entregarse en cuerpo y alma.
Que el peso de la lucha recayera sobre Paulo era inevitable. Porque estaba dispuesto y porque es hijo de Raimundo Cardoso de Morais, el “hombre importante” del lugar, y Raimundo ahora está muerto. Cuando esto era la nada, en 1956, Raimundo había comprado 200 hectáreas y contratado a todo el mundo que viviera cerca para cultivar las tierras. Aquellas familias prosperaron, y la suya más: tuvo 11 hijos, que crecieron viendo que la comunidad giraba alrededor del patriarca. Los problemas se comentaban en la entrada de la casa y se resolvían en la cocina. En 2009, con 75 años, Raimundo ejecutó su testamento. Paulo heredó la parte con la vivienda, y con ella, el flujo de los problemas de la comunidad. En 2016, el patriarca se cayó del caballo y murió. Tenía 82 años. Colgaron su foto sobre la silla de la entrada de la casa.
“Mi padre era un hombre importante”, recuerda Paulo. Está en su cocina, sentado en la mesa con capacidad para 20 personas, en un porche de cara a la finca. Antes, el mundo cambiaba ahí fuera y se solucionaba aquí dentro.
Paulo señala la finca al otro lado del porche. “Nací y crecí aquí. Ese suelo tiene mi rastro de donde correteaba cuando era pequeño. No tiene precio algo con un valor sentimental tan increíble. No tiene precio”. Desde aquí se puede ver a su sobrino de tres años, David, rubio, con el pelo a tazón y alborotado, subido a bicicleta, dejando marcas por la tierra. “Tengo tres hijos, de 20, 13, y 7 años y ellos van a heredar esta tierra, como mi padre me la dio a mí”, promete.
Pero los imperativos para luchar contra la expropiación no son solo sentimentales. “Todos salimos perdiendo con el dinero que nos den”, avisa João Carlos, hermano pequeño de Paulo. Él heredó una finca de 40 hectáreas a un par de kilómetros, donde cultiva azúcar y coco. Y calcula: “Para estar donde estoy yo ahora ha hecho falta la vida entera de mi padre y 20 años de la mía. En ese tiempo, he perfeccionado la producción de cachaça [aguardiente brasileño que se produce con azúcar], y ahora saco 10 veces más que cuando empecé. El coco también hay que plantarlo cuatro años antes de poder venderlo. Todo eso lo pierdo si nos vamos”.
Paulo está arropado por una serie de asociaciones que le ayudan a abrirse camino por los laberintos judiciales y políticos por los que se maneja su enemigo. Pero él también hace su parte: hay que motivar a los vecinos para que no se rindan y no vendan sus terrenos. “Solo podemos evitarlo [lo peor] si estamos todos unidos”, repite con frecuencia, mientras conduce por las fincas, rebotando en el asiento de conductor mientras la furgoneta se abre paso sobre los caminos de tierra, envuelta en una polvareda. Su misión es visitar a los vecinos y reavivar su interés en la lucha. Recordarles que hay una reunión dentro de poco, una nueva estrategia, una nueva salida. Que sepan que se están haciendo cosas. Tancredo, Doña Raimundinha. Todos. “Tenemos que estar unidos”, repite.
Lo cierto es que cada solución que se les ha ocurrido hasta ahora ha fracasado. Interpusieron una demanda contra PEC y la perdieron. El juez les obligó a dejar que los representantes de la hidroeléctrica entrasen a la finca: ellos se negaron a acatar la orden. En febrero de 2017, la PEC comenzó una nueva embestida. Ellos insisten: aunque vengan con todos los papeles en regla, se negarán a dejarles pasar. Y pelearán físicamente si hace falta. Por ahora, todo depende de que la Secretaría de Medio Ambiente de Maranhão le niegue a la empresa la licencia para hacer el estudio. Nada apunta a que lo vaya a hacer.
Pero en el fondo nada ha apuntado a un final feliz hasta ahora y aquí siguen. Tienen el progreso, el dinero y la industria en contra y eso no les detiene. Saben que no hay solución definitiva. Aquí solo hay lucha. Constante. Como estilo de vida, la vida del perdedor, en fin. “Nunca he pensado lo que haría si me tuviese que ir. No me lo planteo”, niega Paulo con la cabeza. “Planteárselo ya es una derrota”.
Visitar a Dona Raimundinha tiene la ventaja de que es la ruta a la cascada. Un camino de polvo que poco a poco se convierte en un paraíso de vegetación frondosa. Y entonces uno se encuentra ante un precipicio de 70 metros por donde no para de caer un enorme chorro de agua. Tan grande que las palmeras de la orilla parecen minúsculas. Es la caída más alta del Estado. Aqui PEC Energía ve su hidroeléctrica como también aquí Raimundo vio una comunidad cuando nadie veía nada. Y ahora, en el mismo lugar Paulo intenta desesperadamente que esa visión, que es su vida entera, no pierda sentido.
“Podría estar haciendo cualquier otra cosa y ganaría más dinero. Viviría de otra manera”, reflexiona Paulo. “Pero el valor de esta tierra no tiene precio. No puede ser que todo en esta vida lo mueva el real”.
-La responsabilidad de continuar la lucha, ¿cansa?
-Es difícil a veces y... Bueno. Sí.
Pistolas, fuego y sangre en la tierra de la deforestación silenciosa
Esta es una guerra nueva. Durante siglos y hasta hace relativamente poco, el consenso era que el Cerrado no valía nada. Jamás podría nacer algo valioso de aquel suelo ácido y sin nutrientes. Pero en 1973, durante la dictadura militar brasileña, los generales que dirigían el país fundaron Embrapa, la Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária (Empresa Brasileña de Investigaciones Agropecuarias) y le pusieron como prioridad lo imposible: convertir ese terreno yermo en algo fértil.
Lo imposible se logró en cuatro pasos. Primero, regaron el suelo con cantidades ingentes de caliza para reducir la acidez. Segundo, trajeron de África una hierba llamada brachiaria y la cruzaron hasta obtener brachquiarinha y después braquiarão, variedades que medraban en el nuevo suelo menos ácido. De pronto, esta tierra de nadie podía ser pasto de todos. Tercero, cruzaron tipos de soja, un cultivo de latitudes templadas, hasta obtener una versión que creciese bajo el sol abrasador, en los suelos ácidos, y en dos cosechas anuales. Y cuarto, popularizaron la idea de que la soja se recoge cortándola del tallo, no arando la tierra; si el tallo se pudre en el suelo, este absorbe los nutrientes. El resultado fue impresionante. Donde no tenía nada, Brasil pasó a tener cientos de miles de kilómetros cuadrados de suelo fértil esperando a dar beneficios. De la sabana africana había salido un medio oeste estadounidense, un paraíso para alimentar un mundo superpoblado y enriquecer a quien se diese prisa. Aun hoy a esto se le llama El Milagro del Cerrado.
La industria se disparó. Brasil, que hasta entonces importaba la comida, se convirtió en un gran exportador. En 1996 la producción agrícola alcanzó los 23.000 millones de dólares. En 2006 fueron 108.000. Aquel año se entregó el World Food Prize a los ingenieros que habían trabajado en Embrapa: la organización describió el Milagro del Cerrado como “uno de los mayores logros del siglo XX en ciencia agricultural”. En 2017 Brasil fue el segundo exportador de soja del mundo, con una cosecha récord de 242 millones de toneladas. El país ha visto cómo la agricultura industrial ocupa el 23% del PIB, su puesto más alto en 13 años: en parte por los 51 millones de toneladas de soja que le vendió a China. Brasil es una economía adicta a sus cosechas y el Cerrado es un componente fundamental de esta droga.
Con una pega. El milagro se diseñó pensando a lo grande en una tierra de habitantes pequeños. “Embrapa no ha adaptado estas prácticas a los granjeros, que están más preocupados en mantener sus tierras que en aumentar su eficacia”, alertó en 2010 Joerg Priess, del alemán Centro de Investigaciones Ambientales Helmhotz. El Ministerio de Agricultura se niega a dar datos exactos, si es que los tiene, pero se cree que el éxodo de agricultores familiares ha sido dramático. El último censo, de 2006, muestra que el 90% de las granjas ocupa el 25% de la tierra. Eso mientras las granjas menores de 10 hectáreas están desapareciendo desde 1985 (el resto de granjas no para de multiplicarse). Son datos vagos pero es todo lo oficial que hay en el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. “Y hay bastante discusión sobre su fiabilidad”, matiza David M. Lapola, de la Universidad de Campinas.
La propia extensión de la zona, y su falta de infrasestructuras lo dificultan todo aún más. “Estas comunidades pequeñas están en áreas remotas y eso complica el unirlos y movilizarlos. Las integran personas pobres, negras, indígenas. Gente excluida, históricamente”, alerta Gerardo Cerdas, representante de la organización internacional ActionAid en el comité directivo de la Campaña de Defensa del Cerrado. “Para poner una denuncia, algunos tienen que viajar mil kilómetros de ida y otros tantos de vuelta”.
Al transformar el suelo se cambió cambió el carácter de la zona entera. El Cerrado empezó a ser cada vez menos amigable con quien lo quisiera proteger y más para quien lo quisiera explotar. De esto se dio cuenta un hombre, Marcone Ramalho, cuando la policía dejó morir a su vecino.
Forquilha (en el Estado de Piauí)
En esta isla, al este del Estado de Piauí, hubo durante décadas una sola una regla: se hacía lo que decía Renato Miranda Carvalho. Él era el dueño de la tierra, que se encuentra en el cruce de dos ríos. Las 19 familias que viven en ella desde hace décadas podían quedarse, en sus casas desvencijadas, sin pagar, pero tenían que trabajar para él. Él tenía 3.000 hectáreas, ellos 500. Él era respetado; ellos, pacíficos. Entonces llegó un hombre de fuera, cuestionó la regla, y Renato sacó las pistolas.
Esta es una historia de violencia en el Cerrado, donde los conflictos territoriales se resuelven antes con una pistola que con una sentencia judicial. Pero esta es la historia de la comunidad que resistió. Es casi todo lo que es esta isla, tanto por el triunfo como por el trauma que les dejó. “¿Ves ella? Aún sufre ataques de ansiedad cuando ve por aquí una furgoneta que no conoce”, el joven de 29 años señala a una vecina negra reunida con otras en un porche. Él, Marcone Ramalho, es el contador de historias no oficial de la comunidad. Su familia lleva dos generaciones en esta isla.
Si en la finca de Paulo todo estaba a kilómetros de distancia, en Forquilha todas las casas están cerca la una de la otra, como en un pueblo. Pero parece una zona de batalla, marcada por el antes y un después “del conflicto”, como lo llaman aquí. Están las casas viejas, de barro y las nuevas, de ladrillo. Hay construcciones a medio hacer; algunas porque son ruinas, otras porque son proyectos de la nueva era. Entre todas pasean cabras, perros y gallinas tan sueltos que cuesta saber de quiénes son.
De hecho hay unas cabras escondiéndose de Marcone en una de las casas derruidas mientras este pasea por los escombros. “Un día de 2010 Renato empezó a plantar eucalipto”, recuerda. ”Nunca había visto ese árbol antes y no entendía nada. ‘¿Qué será eso, qué frutos dará?’. Porque siempre hemos comido de lo que sale de la tierra. Luego entendí que esos árboles eran una plaga, que los había plantado para que chuparan nuestro agua. El río se secó. Que era por el desarrollo de Brasil, decían. Al poco llegaron los pistoleros. Empleados suyos que se plantaban en nuestras casas con armas, pidiendo de comer. Nosotros les dábamos gallina y no se la cobrábamos. Decían: ‘El patrón ha comprado la tierra, se os ha acabado el vivir aquí por la gorra’. Derribaron esta casa, del tío de mi mujer”.
Marcone sale de las ruinas y se encamina a otra construcción: “Un hombre se plantó en mi casa una noche, con la culata de un revólver asomándose bien visible por el cinturón. ‘Vamos a resolver esto ya, os tenéis que ir hoy’. Y no nos fuimos. Al día siguiente vimos que se habían llevado el ganado. Lo secuestraron y no le dieron de comer durante 16 días. Cuando nos los devolvieron, estaban muertos de hambre. Otro día a las siete de la mañana ya estaban ahí, pegándoles una paliza a los animales. A una chica que estaba cortando coco en el campo le preguntaron si no le daban miedo las balas. La policía no venía cuando la llamábamos. Solo respondía a las llamadas del cacique. Así, un susto tras otro, durante años. Y peor era el tiempo entre los sustos, la tensión. Somos personas de campo, no sabemos cómo lidiar con eso”.
Se acerca a otra casa desierta. “Aquí vivía Luis de Nerán, uno de nuestros mayores. Se murió su tía, quién sabe si del estrés del conflicto. Fuimos todos al velatorio, menos Luis, que se quedó. Fue él quien vio cómo venía alguien y prendía fuego a los eucaliptos. Murió de un infarto. Le enterramos junto a su tía. Los mayores son importantes. Saben cosas de plantíos que nosotros no sabemos. Eso también lo perdimos”.
El camino de vuelta le lleva por una casa grande de ladrillo. Es la del forastero que se considera el detonante de todo esto.
Maciel Bento dos Santos -39 años, seco como el suelo en Piauí-, nunca tuvo tierra: sabe lo que implica trabajar la de otros. Sus padres, del interior del Estado, iban arrastrando a sus ocho hijos de terreno en terreno, allí donde encontrasen trabajo. Él era el menor y a los siete años ya daba tantas muestras de inteligencia que le mandaron a vivir con su tío a Uruçuí, una ciudad al lado de Forquilha, donde estudió un grado superior. “Yo quería saber cosas, no quería quedarme quieto”, recuerda hoy. Lo que hizo también fue dejar embarazada a una chica de Forquilha. Al poco, estaban viviendo juntos.
El culto a Renato que vio entonces le repelió. “Él no era tan bueno. Usaba documentos sobre la propiedad de la tierra que no tenían validez alguna y obligaba a todo el mundo a votar al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, donde tenía amigos en el ayuntamiento. Si no ganaba, y una vez no ganó por 14 votos, abría nuestras plantaciones de arroz para que se lo comiesen los bichos”. Aquella comunidad necesitaba un guía. Maciel comenzó hablar con todas las familias por separado. Les dijo que las cosas no tenían que ser así. En unas elecciones les recomendó votar a otro partido. Ahí, explica, comenzaron las tensiones. Primero, Raimundo, el patriarca, le dejó de hablar, por agitador. Luego llegaron los pistoleros.
“Un día, paseando, mi cuñado me dijo que nos seguía una moto. Fue cuando supe que había pistoleros pendientes de mí. Estaban en todas partes, en la ciudad, en las tiendas, en la finca”. No le importó demasiado: era el precio de la lucha. Hasta que un día de 2015 recibió una llamada en la gasolinera en la que trabajaba. “Habían entrado unos cuantos en mi casa y no salían. Estaban con mis hijos y mi mujer. No les dejaban salir. No se iban…”. Hasta aquí llega su característica sequedad: Maciel empieza a sollozar. “Tenía 14 personas con escopetas de gran calibre en el salón de mi casa, con mis niños. El pueblo había llamado a la policía pero no venían. Llamé a un agente de la policía de Uruçuí y fuimos corriendo en moto”. Esa tarde comprendió hasta qué punto estaba metido en el conflicto de Forquilha. Dejó el trabajo y se dedicó a luchar contra Renato. Todo el día, todos los días. En Macapá, Pablo Cardoso era un hijo intentando salvar el legado de su padre; él es un padre intentando salvar el legado que recibirán sus hijos.
Su estrategia fue pedir ayuda fuera, a quien le respondiese, lo más lejos de Forquilha posible. Renato controlaba el municipio pero a diferencia de los demás, Maciel conocía el mundo fuera de él. Pidió ayuda a Asociaciones religiosas, como la Comissão Pastoral da Terra, a organizaciones internacionales como Action Aid, a sindicatos, a la policía de Uruçuí.. Acabó teniendo un equipo lo suficientemente fuerte para hacer frente a Renato. Hoy, está desaparecido de la tierra. Y Forquilha se está reconstruyendo. Hay nuevos proyectos. Maciel ayuda con la construcción
Uno de ellos es una casa para trabajar la harina. Y una escuela, para que las siguientes generaciones estudien, como Maciel, y no vuelvan a caer en manos de un cacique. Luego vendrá un puesto de salud. El futuro pinta bien. Hasta que llegue otro hombre grande a esta tierra de pequeños y lo lo arruine.
“Veo que mi hijo va a sufrir por mantener su pedazo de esta tierra”, reflexiona Marcone en otro de sus paseos. “Ganamos, pero no me siento como un ganador”.
Sussuarana (en el Estado de Tocantins)
Con las cientos y cientos historias del Cerrado pasa como con las familias felices: casi todas se parecen. Son relatos de opresión y a veces solo cambia el nombre de quién hace de David y quién de Goliat. Se habla obsesivamente de la lucha contra la industria, como en Cataluña se habla de independencia y en Estados Unidos de Donald Trump. Es una región del tamaño de un país y esta es, cada vez más, su cultura. Y como toda cultura, tiene sus artistas. Está Pedro: 47 años y ningún empleo sobre el papel, fuera de algún trabajillo puntual para que alguien le pague la gasolina de la moto de su hijo mayor, que él usa. Con ella se desplaza envuelto en una nube de polvo por Sussuarana, al este del Estado más central de Brasil, Tocantins. Él mismo admite, con un irreductible deje de picaresca, que aunque lleva 30 años en esta comunidad rural no trabaja la tierra. Su mujer, sentada detrás de él, asiente con gesto severo.
Pero en Sussuarana, a Pedro se le considera fundamental: conoce a todo el mundo y todo el mundo que le conoce a él habla de la lucha. “Los demás están trabajando y no tienen tiempo para pelear y yo quiero dejarle a mis hijos lo que se merecen”, aduce él. Él es quien va a los tribunales (no sabe leer, pero sabe esgrimir un mapa ante un juez) y quien mantiene la causa en boca de todos. “Digamos que hago esto por mi gran corazón”. Y sonríe, como si su propia idea le hubiese sorprendido y gustado.
Esta comunidad nació cuando se entregaron las tierras a 36 familias de la región, en un programa de protección oficial. Desde entonces, las condiciones se han endurecido, los fazendeiros han hecho sus sesiones de persuasión acompañados de pistoleros y las expropiaciones se han ido haciendo cada vez más apetecibles. Hoy quedan seis familias. Todas siguen a Pedro.
“No es que quiera hacerme el héroe, es que si no lo hago yo, no lo hace nadie”, añade. “Nunca imaginé que fuera a tener tanto arrojo”. Su mujer niega con la cabeza.
Su papel conlleva reunir a sus vecinos en algunas de las casas, donde supuestamente se discuten estrategias para el futuro. Cuando ese tema se agota, y a veces se agota rápidamente, la conversación vuelve al pasado. Hoy toca en casa de João José. Hay un círculo de sillas de jardín y lo ocupan Pedro, João José, su hermano, Alexandre, y otro vecino. También están sus mujeres, que miran en silencio y sirven limonada.
Al poco están intercambiando historias, y un poco después todas parecen la misma. Siempre es el relato de un hay un papel que falta para zanjar un trámite, un fazendeiro que se saltó parte de la legislación y la policía le dejó, un ayuntamiento en connivencia con algún empresario. Siempre hay un detalle. Una grieta en el sistema por la que cabe un empresario pero no una comunidad. João José y su hermano cuentan cómo heredaron esta finca de su padre. Pedro está reclinado en su silla, tripa hacia afuera, los brazos tras la nuca.
Alexandre concluye: “En 2002 me quitaron la tierra de mis padres. Nos dejaron 80 hectáreas para cada uno”.
Interviene Pedro: “¡Cien! Y sin lucha habría menos”.
João José: “Y nos las quitaron diciendo que no había nadie ahí…”.
Alexandre: “Y la madre de mi padre había muerto aquí. Era el año 1968”.
João José: “1963”.
Alexandre: “No, 1965. Y nos las querían quitar igual”.
Una comunidad próspera puede forjar su propia cultura. Una pobre y amenazada está obligada a mantener una mentalidad concreta, la que le ayude a sobrevivir. En el caso de Sussuarana, como en casi todo el Cerrado, esa cultura es la lucha. Están obligados a que invada su tiempo libre, sus conversaciones, sus canciones, y hasta su modo de entender lo que es la vida. No pueden bajar la guardia. Pedro no hace nada sobre el papel pero es un personaje fundamental precisamente por eso. Es quien mantiene esa cultura vigente. Quien alarga la sombra del enemigo y hace que las historias viejas suenen nuevas otra vez.
Pedro: "El agua está bajando, ¿habéis visto?".
Alexandre: “Si hubiera justicia en Brasil se reconocería que los hijos de la tierra se quedasen en ella. Pero Brasilia, y el gobierno, y el Estado, y el municipio están en contra”.
Pedro: "¡Y los medios!".
Alexandre: "Si los jueces trabajasen como nosotros lo entenderían".
João Jose: “Mi sobrina tiene diez años. Ahora nos siguen amenazando porque no tenemos dinero y solo vale quien tiene dinero”.
Alexandre: “El problema, está bien claro, es que no hay justicia en Brasil”.
João José: “No hay justicia en Brasil”.
La historia sigue, de una boca a otra, rumbo a ninguna parte. Fuera todo está inmóvil. No hay brisa. El sol abrasa la tierra. El ronquido de un cerdo desde su charco es lo único que delata el paso del tiempo. Son las cinco de una tarde más en el Cerrado. Mañana todo el mundo seguirá en la lucha.