Pagar mucho y vivir mal. Es lo primero que le viene a la mente a cualquiera que aspire a residir en el centro de muchas ciudades españolas. A su vez, el que se imagine de anciano posiblemente se vea atendido por sus familiares o, con suerte, ocupando una de las escasas plazas de residencias públicas. Pero no todo está escrito en lo relativo a la vivienda. A su escala, existen proyectos que quieren cambiar esta realidad. Se basan en una arquitectura comprometida con el medioambiente, una convivencia participativa y fórmulas de propiedad accesibles que no engorden la burbuja inmobiliaria.
A los miembros de estas iniciativas, conocidas como cohousing o covivienda, les mueven razones de justicia social, climática y económica. También volver a una vecindad más cercana en la que el inquilino de la puerta de al lado no sea una simple figura a la que pedir sal. Como dependientes del entorno que somos, aquellos con los que compartimos edificio pueden llegar a ser una familia con la que colaborar, disfrutar y abordar con garantías el paso del tiempo.
Una torre de Babel en Torremocha del Jarama
¿Qué hay mejor que vivir cerca de tus amigos durante la vejez? Jaime, Paloma, Pepe y José Antonio coinciden: casi nada. Son cuatro de los 80 habitantes de Trabensol, una cooperativa autogestionada y un proyecto que trata de dar soluciones a la difícil ecuación entre vivienda, soledad y senectud. "Esto es como una torre de Babel", afirma divertido Jaime Moreno, experiodista de 83 años y responsable del comité de comunicación. "No tenemos las respuestas a todo. Pero entre todos las buscamos y nos ayudamos a salir al paso de los problemas".
Los apartamentos de Trabensol se ubican en Torremocha del Jarama, un municipio de 975 habitantes al noreste de Madrid. Inaugurados en 2013, a los 54 socios cooperativistas no les faltó valor: buscaron con ahínco el terreno idóneo y cada uno puso 145.000 euros para la edificación, en gran medida obtenidos de la venta de sus casas. Como Jaime, sus habitantes no se hacen películas. Nadie encontrará aquí una comuna utópica. Más bien, los 16.000 metros cuadrados del enclave tiran a lo práctico. Desde la jardinería a la selección de películas del cinefórum, aquí todo el mundo pone su granito de arena para facilitar la existencia a los demás. Cualquier decisión se debate y se consensúa por el bien de esta población en miniatura. Tras seis años de camino, reflexiona Jaime, siguen aprendiendo cosas nuevas. Pero han conseguido que su vida, incluso en su última etapa, sea suya y de nadie más.
“Seguimos el modelo de derecho de uso. La propiedad es de la cooperativa, que somos todos, y cada socio paga una cuota por alojarse en los apartamentos”, explica Jaime, que vive con su mujer y cuya apariencia oscila entre la de un aviador intrépido y un dandi. Como ellos, cada pareja paga unos 1.300 euros al mes; los solteros, 1.000. La cantidad cubre todos los servicios: comida (externalizada a una cooperativa de Mondragón), lavandería, limpieza, gastos y suministros o internet, entre otros. De la gestión de los espacios y la toma de decisiones se ocupan varias comisiones, en las que puede ingresar quien quiera. “Si algo he aprendido es lo importante que es llegar a acuerdos razonando y a la vez lo difícil que esto es”, asegura con una sonrisilla Jaime.
En su pulcro apartamento, Paloma Rodríguez, de 76 años, hace unos cafés y explica los motivos que le llevaron a embarcarse en la cooperativa. “Hay una figura que no me gusta absolutamente nada, la del hijo soltero con la madre al lado. Y yo... pues tengo cuatro hijos”, ironiza. Amiga de Jaime desde hace más de 40 años, cuando se conocieron en diversas iniciativas asociacionistas en Moratalaz, Paloma sitúa el germen del proyecto en 1998, cuando imaginaron una vida alternativa en la vejez. “Era una señora aventura”, sentencia. “Cambiar de vida, venirse aquí a tumba abierta. Cuando vimos que compartíamos miedos y esperanzas, dijimos: ‘estamos salvados’”.
A Pepe Redondo, exmaestro de 75 años de la escuela primaria, hoy le visitan unos amigos de Canillejas. Justo antes de recibirlos, Pepe trabajaba una madera en una habitación poblada de cuadros y estatuillas, obra de “los inquilinos artistas”. Pero su principal pasión es la huerta: él es el mandamás de la comisión de jardines. Arrancando unos cuantos hierbajos, explica que él y su mujer no querían sentirse una carga para nadie. “Nos vinimos porque vimos cómo nuestros padres estaban a cargo de sus hijos, es decir, mis hermanos. Y es algo que no les gusta ni a ellos ni a nosotros. Esa vida no la queríamos. Aquí estamos con amigos y nos pareció la solución ideal”, relata.
Los habitantes de Trabensol quisieron que sus casas aprovechasen y respetasen la naturaleza que les iba a rodear. Describen la relación con su arquitecto como constructiva y atípica, de mutua escucha. Los apartamentos miran al sur y reciben más horas de luz en invierno. Por el contrario, en verano se mantienen frescos por el plano vertical de los rayos. “Es un edificio bioclimático”, continúa Jaime, “de poco impacto medioambiental, económico de mantener y adaptado para sillas de ruedas”. El agua de lluvia se recoge en un aljibe para el riego del huerto. Y 25 pozos de 150 metros de profundidad permiten mantener la temperatura alrededor de los 16 grados.
“Las relaciones van más allá de la simple amistad. Ochéntame otra vez [un programa de TVE que versa sobre los años ochenta y noventa] refleja muy bien el ambiente que tenemos, aunque somos un poco más mayores que eso”, comenta Jaime, que hace de guía por el enclave. “En esta sala debaten las comisiones. Pero también se habla de política, de economía, de cualquier tema de actualidad. ¡Hablamos mucho! Aquí vemos películas, la siguiente que toca es Jojo Rabbit”. Después, la biblioteca, el comedor, una sala entarimada para hacer yoga, la sala de juntas… También una pequeña y acogedora estancia con aspecto de haber sido amueblada recientemente. “Aquí me han hecho un Ikea”, ríe Jaime, que confiesa que esa era su habitación favorita.
“He aprendido a observar el panorama, que ya es bastante. Y a escuchar”, retoma Paloma. “Algún berrinche te llevas”, interviene Jaime. “Sí, pero eso viene en el paquete”, contesta su amiga, una de las más activas en la cooperativa, que ya ha pasado por el consejo rector y varias comisiones. “Ahora llevo a los visitantes. Mucha gente viene a ver qué hemos hecho porque quieren emprender algo similar”, explica. Paloma también se ocupó de acogida, el área que ayuda a las nuevas incorporaciones cuando un apartamento queda libre por fallecimiento. Los últimos en llegar son un matrimonio, él español y ella estadounidense. Con el nuevo fichaje ya tienen clases de inglés.
A sus 82 años, Juan Antonio Onecha pedalea a buen ritmo en el gimnasio. Cuenta que su pasado como interventor de Hacienda le sirve para repasar las cuentas de la cooperativa y seguir ejerciendo, en pequeñas dosis, un trabajo que siempre le gustó. “¡Como ves sigo prolongando mi función!”, exclama. Junto a su mujer, se subieron a este barco en la creencia de que aliviarían a sus hijos de ciertas responsabilidades. “La vida no está nada mal. Voy a Torremocha, compro mis periódicos, leo, hago mi gimnasia, voy a la biblioteca a leer, hacemos cinefórum”, enumera. “No estás indolente, estás activo y convives. El que quiere más, más, y el que quiere menos, menos, claro”.
De vuelta a los jardines, Pepe recuerda cómo en 2013, cuando llegaron a Torremocha, más que un huerto encontraron una selva. “’¡Nos desborda!’, pensé al verlo”. Junto a varios compañeros se puso entonces a acondicionar el terreno para el cultivo. “Yo no sabía nada del tema, pero de joven alguna vez había trabajado en el campo. Y ahora… ¡mira!”. Efectivamente, el pequeño cuadrado de tierra luce impecable: crecen fresas, cebollas, habas, berza, repollo... Y en primavera, pimientos, lechugas y tomates. Pepe también echa una mano en la redacción de Paso a Paso, una revista bimensual que divulga la actividad de Trabensol. “La convivencia es lo mejor, y lo más difícil. Pero es muy bonito vivir juntos”, termina.
“Seguimos el modelo de derecho de uso. La propiedad es de la cooperativa, que somos todos, y cada socio paga una cuota por alojarse en los apartamentos”, explica Jaime, que vive con su mujer y cuya apariencia oscila entre la de un aviador intrépido y un dandi. Como ellos, cada pareja paga unos 1.300 euros al mes; los solteros, 1.000. La cantidad cubre todos los servicios: comida (externalizada a una cooperativa de Mondragón), lavandería, limpieza, gastos y suministros o internet, entre otros. De la gestión de los espacios y la toma de decisiones se ocupan varias comisiones, en las que puede ingresar quien quiera. “Si algo he aprendido es lo importante que es llegar a acuerdos razonando y a la vez lo difícil que esto es”, asegura con una sonrisilla Jaime.
En su pulcro apartamento, Paloma Rodríguez, de 76 años, hace unos cafés y explica los motivos que le llevaron a embarcarse en la cooperativa. “Hay una figura que no me gusta absolutamente nada, la del hijo soltero con la madre al lado. Y yo... pues tengo cuatro hijos”, ironiza. Amiga de Jaime desde hace más de 40 años, cuando se conocieron en diversas iniciativas asociacionistas en Moratalaz, Paloma sitúa el germen del proyecto en 1998, cuando imaginaron una vida alternativa en la vejez. “Era una señora aventura”, sentencia. “Cambiar de vida, venirse aquí a tumba abierta. Cuando vimos que compartíamos miedos y esperanzas, dijimos: ‘estamos salvados’”.
A Pepe Redondo, exmaestro de 75 años de la escuela primaria, hoy le visitan unos amigos de Canillejas. Justo antes de recibirlos, Pepe trabajaba una madera en una habitación poblada de cuadros y estatuillas, obra de “los inquilinos artistas”. Pero su principal pasión es la huerta: él es el mandamás de la comisión de jardines. Arrancando unos cuantos hierbajos, explica que él y su mujer no querían sentirse una carga para nadie. “Nos vinimos porque vimos cómo nuestros padres estaban a cargo de sus hijos, es decir, mis hermanos. Y es algo que no les gusta ni a ellos ni a nosotros. Esa vida no la queríamos. Aquí estamos con amigos y nos pareció la solución ideal”, relata.
Los habitantes de Trabensol quisieron que sus casas aprovechasen y respetasen la naturaleza que les iba a rodear. Describen la relación con su arquitecto como constructiva y atípica, de mutua escucha. Los apartamentos miran al sur y reciben más horas de luz en invierno. Por el contrario, en verano se mantienen frescos por el plano vertical de los rayos. “Es un edificio bioclimático”, continúa Jaime, “de poco impacto medioambiental, económico de mantener y adaptado para sillas de ruedas”. El agua de lluvia se recoge en un aljibe para el riego del huerto. Y 25 pozos de 150 metros de profundidad permiten mantener la temperatura alrededor de los 16 grados.
“Las relaciones van más allá de la simple amistad. Ochéntame otra vez [un programa de TVE que versa sobre los años ochenta y noventa] refleja muy bien el ambiente que tenemos, aunque somos un poco más mayores que eso”, comenta Jaime, que hace de guía por el enclave. “En esta sala debaten las comisiones. Pero también se habla de política, de economía, de cualquier tema de actualidad. ¡Hablamos mucho! Aquí vemos películas, la siguiente que toca es Jojo Rabbit”. Después, la biblioteca, el comedor, una sala entarimada para hacer yoga, la sala de juntas… También una pequeña y acogedora estancia con aspecto de haber sido amueblada recientemente. “Aquí me han hecho un Ikea”, ríe Jaime, que confiesa que esa era su habitación favorita.
“He aprendido a observar el panorama, que ya es bastante. Y a escuchar”, retoma Paloma. “Algún berrinche te llevas”, interviene Jaime. “Sí, pero eso viene en el paquete”, contesta su amiga, una de las más activas en la cooperativa, que ya ha pasado por el consejo rector y varias comisiones. “Ahora llevo a los visitantes. Mucha gente viene a ver qué hemos hecho porque quieren emprender algo similar”, explica. Paloma también se ocupó de acogida, el área que ayuda a las nuevas incorporaciones cuando un apartamento queda libre por fallecimiento. Los últimos en llegar son un matrimonio, él español y ella estadounidense. Con el nuevo fichaje ya tienen clases de inglés.
A sus 82 años, Juan Antonio Onecha pedalea a buen ritmo en el gimnasio. Cuenta que su pasado como interventor de Hacienda le sirve para repasar las cuentas de la cooperativa y seguir ejerciendo, en pequeñas dosis, un trabajo que siempre le gustó. “¡Como ves sigo prolongando mi función!”, exclama. Junto a su mujer, se subieron a este barco en la creencia de que aliviarían a sus hijos de ciertas responsabilidades. “La vida no está nada mal. Voy a Torremocha, compro mis periódicos, leo, hago mi gimnasia, voy a la biblioteca a leer, hacemos cinefórum”, enumera. “No estás indolente, estás activo y convives. El que quiere más, más, y el que quiere menos, menos, claro”.
De vuelta a los jardines, Pepe recuerda cómo en 2013, cuando llegaron a Torremocha, más que un huerto encontraron una selva. “’¡Nos desborda!’, pensé al verlo”. Junto a varios compañeros se puso entonces a acondicionar el terreno para el cultivo. “Yo no sabía nada del tema, pero de joven alguna vez había trabajado en el campo. Y ahora… ¡mira!”. Efectivamente, el pequeño cuadrado de tierra luce impecable: crecen fresas, cebollas, habas, berza, repollo... Y en primavera, pimientos, lechugas y tomates. Pepe también echa una mano en la redacción de Paso a Paso, una revista bimensual que divulga la actividad de Trabensol. “La convivencia es lo mejor, y lo más difícil. Pero es muy bonito vivir juntos”, termina.
Si esta historia te ha hecho pensar y tú también quieres ayudar en esta causa para cambiar el mundo
Aurora y el sueño de Santa Clara
Trabensol no es la única iniciativa de esta naturaleza asentada en la Península. De hecho, los cooperativistas de Torremocha del Jarama recibieron asesoramiento de Aurora Moreno, una mujer que fundó hace 27 años el Residencial Santa Clara, enclave malagueño en el que hoy viven 104 personas de forma autónoma y autogestionada. Así explica Aurora, considerada la pionera del cohousing sénior, la esencia de su proyecto: "Aquí estás en tu casa y en una residencia al uso no. Y tienes plena libertad para hacer lo que quieras dentro de una norma que se ha establecido de manera común".
Conoce su historia completa en Pienso, Luego Actúo de Yoigo, la plataforma que da voz a personas que, como Aurora, están cambiando el mundo a mejor.
La alternativa que crece en Usera
Es de madera, está a punto de ser terminado y de la fachada cuelgan un par de pancartas: +eficiencia -CO2 y +madera -CO2. Este edificio, una rareza ubicada en la madrileña calle de Gonzalez Feito, en el barrio de Usera, es el futuro hogar de 17 familias socias de la cooperativa Entrepatios. En junio entrarán a vivir y pagarán, por un piso de bajo consumo energético de entre 70 y 90 metros cuadrados, una media de 750 euros, un precio considerablemente menor a los alquileres equivalentes de la zona. Algo prácticamente impensable en una ciudad donde el precio de la vivienda lleva subiendo un lustro y el del alquiler creció un 45% el año pasado.
Javier Pérez, uno de los futuros vecinos del bloque de Usera.
A los cooperativistas de Entrepatios les unen ciertos principios comunes. Quieren recuperar las redes vecinales, acabar con el aislamiento que a veces produce la ciudad y vivir en un piso digno sin tener que desembolsar cantidades desorbitadas. Aspiraciones, dicen, que deberían ser normales para cualquiera. "Todos queremos sentirnos un poco arropados. No tener esa sensación de soledad, de individualismo. De meterte en casa y no conocer a tus vecinos", argumenta Javier Pérez, funcionario de 34 años, de los más jóvenes de la promoción de Usera, que se muda al bloque junto a su pareja y su hija. "En mi caso lo vi claro. Es como tener tu vida en propiedad, que no es poco".
Entrepatios tiene dos obras en marcha, esta de González Feito y otra en Villa de Vallecas. Otras dos promociones más están en busca de solar. Como en Trabensol, aquí también rige el derecho de uso, conocido como modelo Andel, una fórmula orientada a la justicia social y al freno de la especulación inmobiliaria.
"En un plano más filosófico es como construir una minisociedad ideal. Cómo tú te planteas que podría ser el mundo", prosigue Javier. La edad de las 17 familias que estrenarán el edificio oscila entre los 30 y 60 años, con la media rondando los 45. Hay de todo: amigos, familias monoparentales, parejas, solteros. La idea es colaborar en lo que se pueda y posibilitar así las economías de escala; esto es, hacer cosas para muchos con el fin de optimizar tiempo y recursos. "Cocinar una vez al mes para los vecinos o turnarse para recoger a los hijos del colegio, por ejemplo", aventura Javier. Por supuesto, matiza, nadie está obligado a nada y cada cual goza de su independencia. Pero entre ellos existe una sintonía que permite plantear estas cuestiones.
José Daniel López, otro de los socios cooperativistas de Entrepatios.
José Daniel López tiene 64 años, es electricista y se jubila dentro de pocos meses. Ligado toda la vida a movimientos ecologistas, se enroló en Entrepatios por una cuestión de afinidad. "Nos pareció importante tanto el tema ideológico como el participativo", afirma. Él y su pareja tienen un hijo con discapacidad, y ya en las reuniones previas de los socios les gustó el clima que palparon. "Saber que nuestro hijo iba a estar perfectamente integrado y que iba a ser uno más en la cooperativa le dio muchos puntos al proyecto", señala.
Como en todo proceso autogestionado, existe mucha convivencia previa acumulada. "Hay que destacar la generosidad del grupo. Hay un cuidado exquisito de no tomar decisiones negativas para el conjunto, por pequeñas que sean", ahonda José Daniel. Incluso algunos ejercen de facilitadores, hallando soluciones que contenten a la mayoría y suavizando las fricciones que puedan surgir. "Estamos construyendo una nueva forma de vivir", dice José Daniel. "Tenemos unas ganas terribles de entrar al edificio y estar con todo el mundo".
Madera para un edificio distinto
De tres alturas y haciendo esquina, el bloque de Usera no pasa desapercibido. Su esqueleto está construido con madera de pino certificada, un material antagónico al ladrillo y al hormigón gris, símbolos de una construcción que se trata de dejar atrás. sAtt, el estudio a cargo del diseño, ha seguido el estándar Passivhaus, una configuración que asegura alta eficiencia energética: la mitad del abastecimiento lo cubrirán las placas fotovoltaicas de la azotea y el resto un suministrador de renovables. Los pisos, estancos y orientados al sur para reducir consumos en invierno, cuentan con un sistema que depura el aire de fuera y lo expulsa más limpio al exterior.
Una idea de futuro
Casas de paja en L'Albufera
Paja y barro. Es la simple receta que propone Pablo Quintana, extramoyista y activista social, para construir viviendas y colegios. Su idea apunta una solución a un fenómeno autóctono de L’Albufera valenciana: la quema de la paja, un residuo derivado del cultivo del arroz que desde hace años supone un problema ambiental. "Son ladrillos orgánicos", explica Quintana, que tiene una discapacidad reconocida por problemas en la columna derivados de su antigua profesión. "El objetivo es dar a conocer que existen las casas de paja en todo el mundo".
La misión de Tinc una palla a l'ull (Tengo una paja en el ojo), como se llama el proyecto, busca fomentar la construcción con este material, una práctica de economía circular extendida en países como Francia, Alemania o Suiza. "Con ella se podrían sustituir los barracones de escuela", ejemplifica Quintana, que además propone el uso de técnicas con caña de río para favorecer la limpieza de acequias, cañadas y barrancos. "Los ganaderos y agricultores saben el valor que tiene este material y son los primeros interesados". Según sus cálculos, con las 75.000 toneladas de este residuo que se generan al año en L'Albufera se podrían construir 7.500 viviendas de tres plantas. Con un ahorro energético, estima, de más del 60%.
Quintana participó en la construcción de un pabellón de paja y barro en la Expo de Zaragoza de 2008, el más grande de este tipo y cuyo autor es el arquitecto Ricardo Higueras. Hoy concibe unas construcciones circulares, fácilmente replicables y cuyos materiales sean de proximidad, como neumáticos usados, piedras o grava. Para su transporte, aboga por el uso de barcas de vela latina, un medio en desuso de interés cultural, y de bicicletas a pie de obra.
El método Quintana, tal como lo ha registrado su creador, ha recibido el respaldo de múltiples instituciones, entre las que se cuentan el centro Unesco de Valencia-Mediterráneo, el Tribunal de las Aguas y el Comité de Entidades Representantes de Personas con Discapacidad de la Comunidad Valenciana, apoyo este último del que más se enorgullece.