Su estudio, un antiguo taller de carpintería en el suburbio parisiense de Malakoff, está lleno de bebés gigantes. Christian Boltanski (París, 1944) pasó buena parte del confinamiento ampliando cientos de imágenes de recién nacidos que encontró en un viejo diario polaco, como si esperara que esos retoños le contagiasen las ganas de renacer. El artista, que acaba de protagonizar una retrospectiva apoteósica en el Centro Pompidou, última de las consagraciones en una larga trayectoria marcada por la cuestión de la memoria y el olvido, se plantea ahora cuál será su próximo paso en un momento de máxima incertidumbre, para el mundo y para su propia obra.
Pregunta. ¿Cómo ha vivido este año tan extraño?
Respuesta. La verdad es que estoy muy deprimido. Muchos artistas se pasan la vida confinados, pero yo no. Giacometti no salía nunca de su estudio, salvo para ir al bistró y al burdel, pero yo tengo una necesidad muy grande de estar activo. Tal vez porque soy un pesimista nato y necesito llenar mi tiempo con muchas cosas. Así evito encontrarme solo y pensar demasiado…
P. Sostiene que todo artista trabaja a partir de un trauma original. ¿Cuál sería el suyo?
R. Mi trauma es mi fecha de nacimiento. Nací justo al final de la Segunda Guerra Mundial y crecí escuchando a los amigos de mis padres, supervivientes del Holocausto, relatar sus tristes historias durante noches enteras. Desde bebé supe que el mundo es un lugar terrible y que todos íbamos a morir. El arte ha sido como un psicoanálisis muy lento a través del que ese trauma se me ha hecho un poco más llevadero.
P. Precisamente, se suele vincular su obra a la experiencia judía.
R. En realidad, no soy judío. Mi madre era católica, y mi padre, un judío converso. Hice la primera comunión, me encantaba la catequesis y no he entrado en una sinagoga en toda mi vida. En mi obra he querido reflejar una dimensión más universal y no he usado la Shoah ni una sola vez en mi trabajo. Lo que sucede es que mi padre se pasó casi dos años escondido de los nazis bajo el suelo de nuestra casa. Mi madre hizo ver que se habían separado. Dormí toda mi infancia en la habitación de mis padres y no salí solo a la calle hasta los 18 años. Heredé el miedo que ellos sentían por una masacre que, en realidad, nunca terminó. Seguimos viviendo rodeados de masacre, aunque nos creamos en periodo de tregua.
P. Y, pese a todo, usted se considera culturalmente japonés…
R. Me interesan el budismo y el sintoísmo porque son religiones en las que, como sucede en el judaísmo, no hace falta creer en Dios para ser religioso: basta con intentar encontrarlo. Además, los japoneses destruyen sus templos cada 20 años y los vuelven a construir de manera idéntica, aunque con inevitables variaciones. Yo hago lo mismo con mi obra: destruyo cerca del 90% de mi trabajo y luego lo recreo cuando la ocasión lo requiere. Es como una partitura musical: la base siempre es la misma, pero existen infinitas variaciones en la forma de interpretarla.
P. ¿Rinde su obra homenaje a los anónimos, a los olvidados por la historia oficial?
R. Cada persona es maravillosa por el hecho de ser única en el mundo y, a la vez, la gran mayoría seremos víctimas del olvido. Me interesa el contraste entre la importancia del individuo y su inexorable desaparición. Mi actividad consiste en recordar a los que desaparecen. Siempre digo que todo mayor de 60 años merecería un museo por el simple hecho de haber vivido…
P. ¿Qué cambia a los 60?
R. Uno tiene la sensación de haber hecho algo con su vida. Pero a mí no me pasó, porque he tenido una existencia rara. No fui al colegio ni me casé realmente [su pareja es la artista Annette Messager, que vive a varias calles de su estudio], no tuve hijos ni tuve un trabajo de verdad. La vida está marcada por esos ritos de paso que te dan la sensación de progresar, pero yo no he experimentado ninguno de ellos. Ni siquiera hice el servicio militar. Era un joven muy raro, un poco retrasado. Cuando me presenté, dijeron: “A este no lo queremos”. Mejor para todos…
P. ¿Cuál es la importancia de la emoción en su trabajo?
R. Siempre digo que soy un minimalista sentimental. Mi vocabulario es propio del minimalismo, porque ese fue el momento en el que me formé como artista, pero di una importancia a las emociones, que mis compañeros de generación desdeñaron. Ser artista es hacer preguntas sin respuesta, pero también aportar un ápice de emoción. Nunca basta solo con suscitar esa emoción, pero tampoco basta solo con hacer preguntas…
P. ¿Diría que estamos entrando en un mundo nuevo?
R. No me creo a esa gente que dice que no volverá a usar el coche o a consumir. Yo creo que nos olvidaremos de este virus, porque no podemos vivir sin olvidar. La vida es tan horripilante que, si nos acordáramos de todo, no seríamos capaces de vivir.
P. ¿Qué cambiará para el arte?
R. Nada. Las pequeñas galerías seguirán sufriendo, y las grandes, enriqueciéndose. Pero las dificultades no siempre son malas para un artista. Yo creo en la renta básica universal para todo el mundo excepto para los artistas. El arte es un sistema elitista, pero eso hace que se queden fuera los que no son imprescindibles, que son multitud. En 40 años como profesor de bellas artes, solo he tenido a seis alumnos que fueran buenos artistas. Ser artista no es un oficio, sino una búsqueda casi mística. Un artista tiene que deambular, chismorrear, perder el tiempo. Lo peor que le puede pasar es volverse profesional. Y yo, por desgracia, me he vuelto profesional…