Son las nueve de la mañana y Manuel descansa en la butaca de un despacho parroquial. Afuera, desde la puerta hasta casi el altar mayor de la iglesia de San Antón (Madrid), hay más personas que dormitan repartidas en las filas de bancos, a pesar del ruido que provocan unos operarios ocupados en reparaciones. Unos cuantos, al pie de la nave central, se aferran a un vaso de cartón con café caliente, desayunan o pasan por orden al baño. Velando por todos está el padre Ángel. Manuel, al que el sacerdote le cedió la silla de su oficina (“¿Cómo iba a quedarme tranquilo conociendo su situación?”, dice), tiene 90 años y llevaba tres meses durmiendo en la calle cuando se toparon con él. Cobra una pensión pero había dejado de poder permitirse el alquiler del piso donde vivía y del cual lo desahuciaron, y no le quedaba ningún pariente que le echara una mano para buscar otro alojamiento. Pronto, sin embargo, ingresará en una residencia, gracias al padre Ángel y a los cientos de voluntarios que colaboran con la ONG que fundó, Mensajeros de la Paz. Esa fue la clase de estampa que, en uno de sus paseos por el centro de Madrid, atrajo la atención del escritor Germán Sánchez Espeso, premio Nadal en 1978, el tipo de escena allí habitual que lo empujó a asomarse a la única iglesia cuyas puertas nunca se cierran.
Solo en Madrid hay 2.000 sintecho, 30.000 en toda España, según cálculos de Mensajeros de la Paz. “Miramos, pero no siempre vemos aquello que miramos y está a nuestro alrededor a cada paso”, cuenta Sánchez Espeso. Aquella primera visita a la iglesia, hará de ello alrededor de dos años y medio, cambió el camino del escritor. Se enroló en el grupo de voluntarios que atiende el restaurante abierto por la misma ONG, llamado Robin Hood, un establecimiento donde a mediodía se ofrece un menú común y, por las noches, se sirven cenas gratuitas para quienes no tienen recursos. “Me sorprendió, he de reconocer, que quienes aquí vienen son una muestra de la sociedad tal cual es, con gente más simpática y más introvertida, más amable y más retorcida, más culta y menos. No es, tal y como a veces tendemos a considerar, un pedazo marginado fuera de la sociedad. Es la propia sociedad".
Durante una de las cenas que sirve prácticamente a diario, no hace mucho, una mujer quiso contarle a Sánchez Espeso, autor de 18 novelas, su propia historia. Solía salir por la tele, había ganado bastante dinero y perdido de manera trágica a sus dos hijos. Después todo se fue a pique. Depresión, ludopatía y la fría acera como colchón, finalmente. “Otra chica, de veintipocos, acudía al Robin Hood con frecuencia. También la veía en los desayunos de la parroquia, siempre acompañada de un perrito, vestida maravillosamente. ‘Germán, perdona, creo que he perdido las gafas. Son de Gucci’, me decía alguien a quien luego veía en el más absoluto desamparo. ¿Te imaginas? Dejó de ir por el restaurante. Nos volvimos a tropezar yendo de paseo luego de mucho tiempo y me paré a hablar con ella, a preguntarle qué tal estaba. Me contó que había encontrado trabajo, que ella había sido secretaria de dirección de una empresa, que las cosas se torcieron pero volvía poco a poco a estabilizarse”, relata Sánchez Espeso. Son, dice, historias que se repiten: "todo marcha bien, algo se estropea, y bum".
“La línea es muy fina”, afirma a su lado, en la misma mesa del restaurante, en la víspera de un servicio, la también voluntaria Rosana M. Manrique, programadora informática de 42 años. Desde que tenía 35, durante la crisis económica, sus empleos han sido intermitentes. Se mudó de su Soria natal a Madrid para prosperar en lo laboral y, a base de contratos precarios, gastó hasta el último euro ahorrado, a pesar de estar trabajando. Entonces se percató: ella tenía adónde volver, unos padres que podrían sostenerla por un tiempo, ¿pero a qué estaban abocados los que no? Lleva un año con contrato indefinido, y el mismo tiempo colaborando en Robin Hood.
Berta Ocampo tiene 66. Fue durante 38 años dependienta de grandes almacenes en Canarias, ahora, jubilada, vino a Madrid para estar más cerca de su hija. Cuenta que cuando su padre enfermó, incapaz de hacer frente a los cuidados que necesitaba, tuvo que ingresarlo en una residencia. Pero no quiso separarse de él. Durante 18 años fue voluntaria en el centro. "Me enganché a lo que se siente, a lo que se aprende, a comprobar lo solidaria que puede ser la gente".
Una enfermedad social
El Instituto Nacional de Estadística (INE) recoge el número de personas que acudieron durante el año 2018 a alguno de los centros de asistencia a personas sin recursos de toda España, 18.001. Pero, como señala el antropólogo Mario Jordi Sánchez, experto en el fenómeno de los sinhogar, esos cálculos son solo entre el 50% y el 55% del total de personas que padecen lo que él describe como una "enfermedad social". "Los refugios tienen normas: en algunos no pueden entrar con sus mascotas, la única compañía de muchos, ni consumir alcohol ni drogas, adicciones en las que muchos caen para soportar la calle". Cruz Roja eleva la cifra a 40.000 personas. En lo que coinciden todos es en que el perfil está cambiando: en torno al 23% o 25% son mujeres y el 28% son jóvenes.
El número de personas abocadas a la calle sigue en aumento desde el estallido de la crisis económica porque, según señala Sánchez, hoy hay un 16% de trabajadores en riesgo de pobreza. Álvaro Suárez, director del programa Hogar de oportunidades de Mensajeros de la Paz apunta a otros dos rasgos distintivos de la realidad de los sintecho. Antes, explica, quienes migraban lo hacían a lugares donde contarían con el respaldo de algún familiar u otros vínculos personales; ahora lo hacen confiando primordialmente en los mecanismos de refugio, asilo o acogida de los países de destino, y a veces se quedan fuera del sistema y, entonces, no tienen quien pueda ayudarles. También indica el problema que suponen aquellos que sufren algún tipo de enfermedad mental: "Mueren sus familiares y apenas hay redes ni recursos", dice Suárez.
"¿Cómo pedir a alguien que sobrevive a duras penas en la calle, aquejada de delirios o quién sabe qué males, que se acuerde siempre de su carnet de identidad, pida una cita y acuda puntualmente a esta o aquella oficina?", resume las dificultades que afronta a diario la trabajadora social Natalia Barber.
El belén y la Navidad de los que no tienen casa
"La calle quema mucho. Puedes encontrarte tres meses más tarde con alguien a quien apreciabas y no reconocerlo", comenta Frederic Soler, barcelonés afincado en Madrid desde hace 15 años, funcionario jubilado y voluntario. Conversa con el padre Ángel en una mesa camilla en la iglesia de San Antón, junto a un belén en el que José, la Virgen y el Niño Jesús son sintecho rodeados de cajeros automáticos o enfermeros del Samur. "¿Cómo van a decirnos que no hay sitio para ellos?", se pregunta el padre Ángel, que dice que sería tan fácil como abrir pabellones infrautilizados los días de frío. "Muchas veces no hay nada que de veras podamos hacer: si lo han echado de casa, tiene una enfermedad incurable, un hijo con problemas de drogas... No podemos pagarles el alquiler o la hipoteca, no podemos hacer casi nada: solo escuchar", dice el padre Ángel, a lo que responde Soler: "Siempre nos lo agradecen: 'Gracias por escuchar'; pero si les pedimos que aguanten para salir de su infierno nos contestan: '¿Más?', y entonces solo podemos decirles una cosa: 'Estamos contigo".
Menú especial de Nochebuena
En la cola del restaurante Robin Hood, voluntarios y quienes hacen cola aguardando a que se les asigne una mesa para cenar conversan. Han acudido temprano, hay partido luego y nadie quiere perdérselo. Unos y otros comentan alineaciones y especulan sobre qué pasará en el césped. El fútbol es un vínculo común, una pasión que no entiende de diferencias. Y, por eso, el fútbol, en unas fechas en que se reúnen las familias, en que todos se acuerdan de sus seres queridos, quiere intentar que nadie se olvide de aquellos más desfavorecidos. LaLiga, con su campaña Tiempo de recordar (#TiempoDeRecordar, en redes) apoyará la celebración de más de 50 cenas solidarias en 29 ciudades de toda España durante la Navidad, incluida la que por quinto año celebrará Mensajeros de la Paz con los sintecho, que en esta edición tendrá lugar en el Senado (Madrid).
“A pesar de las historias duras que hacen mella y de tanta miseria, tenemos casi tantos voluntarios deseando dedicar su Nochebuena a echar una mano como usuarios que tomarán parte, dice el padre Ángel, el fundador de Mensajeros por la paz. “La gente es solidaria”.
En total, con el apoyo de LaLiga, serán miles las personas sin recursos a las que podrán asistir las fundaciones, asociaciones y ONG que brindarán estas cenas. “Los aficionados al fútbol somos expertos en recordar, recordamos cada golazo, cada remontada, cada alineación. Acordémonos también de los que más lo necesitan”, dice el mensaje de la campaña que LaLiga ha lanzado estos días
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