Un madridista que vivía en Barcelona viajó a Lisboa sin entradas ni hotel y, tras penar por toda la ciudad, entró gratis al estadio de la Décima. Dos primos y una pareja volaron a Milán a acompañar al Atlético en la final de 2016 y, gracias a una pizza no muy sabrosa, hicieron una amistad inesperada que aún perdura. La Champions está repleta de historias que sus protagonistas narran entre la risa, la tristeza, la incredulidad y la alegría. Anécdotas que merecen la pena ser compartidas y disfrutadas con cualquiera que se ponga a tiro. Son las peripecias de quienes se arriesgaron (y se arriesgarían de nuevo) para vivir en primera línea y lejos de casa la competición de clubes más emocionante y con más solera del mundo.
Desesperación y éxtasis en Lisboa
Manu Baglikaya, madridista y madrileño de 32 años, vivió desde los 13 a los 25 en Barcelona. De 2014, el año de la Décima, lo primero que recuerda es el sorteo de semifinales. "Cuando nos tocó el Bayern me cayeron unas cuántas collejas y una celebración unánime en el trabajo", admite. "Eso sí, a la vuelta ganamos 0-4 y yo también tuve un detalle con mis compañeros". Ni corto ni perezoso, se levantó a las seis de la mañana y dejó su camiseta morada de Parmalat puesta en su silla de la oficina. "Quería que supieran que no me había olvidado de ellos", cuenta entre risas.
Tras varios intentos infructuosos de hacerse con una entrada para la final de Lisboa, el madridista se subió a una caravana con dos amigos (y tres amigos de sus amigos) para probar suerte en Portugal. "Encima, mis dos colegas se cayeron del viaje", relata. "Cuando llegamos y aparcamos a las afueras, pensé: 'Estoy durmiendo con tres tíos que no conozco de nada y con pocas esperanzas de entrar. Curioso'".
El sábado de la final Baglikaya recorrió más de 20 hoteles del centro para ver si algún inconsciente había dejado tickets sin recoger. No dio fruto. A tres horas del partido, como última bala, se acercó a la zona vip. "Hablé con las azafatas y me vieron destrozado. Les dije que me avisarán si venía algún grupo y faltaba alguien", detalla. Al poco le hicieron señas y Manuel recibió la noticia: a unos kuwaitíes les sobraba una entrada. "Uno me dijo: '¿eres del Madrid? ¿Te hace ilusión entrar?'. Y yo, pegado a ellos, veía cómo avanzaba la fila pero no me daban la entrada". Soltó entonces un órdago: "Mira, os doy todo el dinero que llevo, que estoy muy nervioso". La comitiva contestó: "Nos vale con que nos invites a lo que bebamos tras el partido". "Si os invito a la mitad de lo que he bebido hoy me arruino", respondió él con ingenio desesperado.
Pero Baglikaya entró con los kuwaitíes y conserva una foto del momento, exultante junto a un familiar. Del partido explica que, pese a estar en el descuento con todo perdido, no se desanimó. Con el gol de Ramos lloró. "Me abrace a todo el mundo. A partir de ahí, media hora cantando sin voz y éxtasis". En Barcelona no le recibieron con abrazos. "En tres semanas no me cogió el teléfono nadie", cierra.
La fiesta estaba fuera
Antenor y Jonathan se la jugaron. En 2015, cuando el Barça alcanzó la final de la Champions, partido que le enfrentaría a la Juventus de Turín, no dudaron. "Berlín, conocer la ciudad, un vuelo cercano desde Madrid... Dijimos: vamos a ver la final", narra Chocano, peruano de 34 años. "Mi amigo, que es argentino, es muy hincha de Messi. Y al final quién no quiere ver a Messi". Sin entradas, confiando en su buena fortuna, compraron los vuelos para la capital germana con, eso sí, algún contratiempo. "Dejé que Jonathan sacara los pasajes cuando yo trabajo en una línea aérea", ríe Chocano, "y, como es muy distraído, cogió la vuelta para 2016". La broma triplicó el precio de los pasajes.
El dúo se contagió del buen tiempo que encontró en Berlín. "Recorrimos la ciudad, los museos. El ambiente era increíble. Hacía sol y todo el mundo estaba en la calle bebiendo cerveza". Pero, a pesar de la alegría de la previa, las horas pasaban y encontrar una entrada se complicaba cada vez más. "Llegó un momento en que dijimos: asumamos la pérdida, vayamos a un bar y ahí lo vemos", se resigna Chocano.
No esperaban dar con semejante caldera. "El bar era un jardín enorme atravesado por una antigua vía de tren", describe Chocano. "Al llegar alucinamos. Eso era una fiesta llena de aficionados de todo el mundo, muchos que tampoco lograron entrar al estadio. Pantallas gigantes, bebida por todos lados, una temperatura buenísima". "El partido [3-1 a favor del Barça] fue impresionante", rememora. "Después nos juntamos con amigos del Barça que venían del campo con una euforia loca". Con ellos, larga fiesta en Berlín, cánticos, alegría, desmadre. ¿Volverías a jugártela? "Creo que sí. Sí, lo volvería a hacer".
Una hermandad espontánea
El atlético Cristian Martín, de 28 años, recuerda cómo él y su primo Víctor, abrazados a Juventino y su hijo Quique, y a la pareja Ana y José, se conjuraban ante el estadio Giuseppe Meazza de Milán momentos antes de la final de 2016 ante el Real Madrid. "Juven dijo: 'Este partido lo vamos a ganar por los del tercer anfiteatro. Por los de allí arriba'. Y nos animamos. Fue una unión flipante".
48 horas atrás este sexteto no se conocía. Ana Sánchez y su marido José preparaban el equipaje para volar de Rivas, un municipio al este de Madrid, a la capital italiana. Dos horas antes del embarque no tenían entradas. "Íbamos a ir con o sin ellas, pero José las consiguió in extremis", dice Ana, de 45 años, que ya había acompañado al equipo en Bucarest, en la victoria en la UEFA de 2012. Sin saberlo, Cristian y su primo Víctor, a pocos kilómetros, en San Martín de Valdeiglesias, iniciaban un viaje de 18 horas en coche hacia la final. A ellos se las había cedido un amigo abonado.
Una pizza dudosa cruzó sus destinos en Milán. El viernes previo al encuentro los primos cenaron el tradicional plato italiano en un restaurante del centro. "Eso era chicle", se carcajea Cristian. "Vimos que una pareja con camisetas del Atleti se sentaba cerca y les advertimos". Al consejo le siguió una conversación futbolera y una fraternidad automática. Al rato, Juventino y Quique, padre e hijo albaceteños, se unieron al grupo.
El día de la final "el sol apretaba muchísimo y las rayas rojiblancas se veían preciosas", rememora Cristian. "Pero el partido me dejó la sensación más dura de mi vida". "Le dije a mi hijo: no nos han ganado, hemos perdido. Los penaltis no cuentan", dice Ana con orgullo. El domingo, aún con la derrota a cuestas, todos los atléticos cantaban: en las calles, en las gasolineras del camino de vuelta, en los coches. "Cuando ganemos lo viviremos como ningún otro equipo", reflexiona Ana, que está convencida de que valió la pena por la amistad que se llevaron y que aún hoy dura. "Eso es el Atleti. Por eso estoy como loco por que vuelva a suceder", termina Cristian.
6.000 'txuriurdines' y duelo de cánticos en Mánchester
En un bar de los aledaños de Old Trafford se produjo una curiosa escena. Unos 60 aficionados del Manchester United entonaban cánticos que eran contestados, como si de un Furor futbolístico se tratara, por un reducido pero jolgorioso grupo de txuriurdines. "En la puerta del pub ponía only Manchester supporters", explica Borja Hermoso, aficionado a la Real Sociedad, de 55 años y uno de los 6.000 que viajaron para ver a la Real enfrentarse al United en la fase de grupos de 2013, uno de los desplazamientos más multitudinarios de un club español. "Claro, fue ver eso y asomarnos. Entramos tímidamente y estaba lleno, había unas 400 personas y un ruido ensordecedor".
Cuenta Hermoso que al poco las aficiones cantaron juntas, compartieron jarras, confraternizaron. "El tema de ir a Old Trafford era especial. En Donosti hay mucha afición al fútbol y en concreto el inglés gusta mucho", dice el realista, que coincidió con amigos que no veía en años en la kalejira que se produjo en las horas previas: miles de realistas marchando y calentando con sus canciones las calles de Mánchester. "El partido lo perdimos con un autogol tonto. Pero entrar al estadio y ver el fondo lleno fue alucinante. Cuando ganamos LaLiga en Gijón éramos 20.000, pero claro, podíamos ganar una Liga... Lo de aquella vez fue una pasada", sentencia.
Los tambores de Hellín que retumbaron en el Bernabéu
Juan Antonio Martínez Capri –"por la isla", según explica- es el presidente de la sección de Hellín (Albacete) de la peña madridista La Gran Familia, una de las asociaciones blancas más veteranas. Sus 327 asociados han seguido a los blancos por media Europa (Pilsen, Roma, Ámsterdam) y se enorgullecen de una tradición del folclore hellinero: la tamborada –con una r, a diferencia de la donostiarra, recientemente declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO–. Cuando el pasado diciembre el CSKA ruso visitó el Bernabéu en partido de fase de grupos, Capri y 53 peñistas planearon acercarse a Madrid, como tantas veces, a presenciar el duelo.
"Pero quisimos hacer algo único, y allí que nos plantamos con nuestras túnicas negras [el traje típico de las tamboradas de Hellín] y nuestros instrumentos", explica el madridista. "Fue histórico: tocamos en los alrededores del estadio y la gente se paraba a vernos. Y luego seguimos dentro, en la grada de animación, ya con camisetas del Madrid". La anécdota no pasó desapercibida. "Salimos en todas partes. Nosotros lo hicimos, pero ya ni a Manolo le dejan meter un tambor", ríe Capri.
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