Del efecto “nevera” y el efecto “horno” en el transporte público
Los enormes ventiladores del Metro apenas sirvieron para remover el aire caliente que entraba del exterior
Son las 11.00 de la mañana, la noche ha sido tórrida y, desde este jueves, se anuncia en todas partes “la primera ola de calor de este verano”, que (no obstante) ha respetado bastante a los trabajadores en los meses de junio y julio. En la estación de tren de Majadahonda, apenas unos viajeros buscan las pocas esquinas en las que da la sombra. No ha llegado el medio día y el calor se está empezando a hacer notar. El termómetro de bolsillo marca 29,5 grados. No apetece esperar mucho en el andén y el tren ya toma la curva previa a la parada.
Un fuerte golpe de frío se siente al abrirse las puertas del vagón, es lo más parecido a abrir la puerta de la nevera. Va casi vacío. En pocos minutos el termómetro baja a 24 grados y la sensación es casi de frío allí dentro. “Próxima parada: Recoletos”, se escucha por la megafonía.
Al bajar, el efecto es el contrario: efecto horno. Ahí abajo, en las profundidades de la ciudad, corre el aire. Es un aire cálido, no excesivamente molesto. El termómetro marca algo más de 28 grados. Escaleras arriba, va subiendo décima a décima la temperatura y, casi llegando a la salida, se observan unos grandes ventiladores en el techo de la estación. Se pueden ver las aspas girar a través de las rejillas: solo parecen mover el aire cálido que entra desde la calle. Fuera, los termómetros callejeros están rotos. A la sombra, el de EL PAÍS marca 31,8 grados; al sol, sube hasta 36.
En la parada del 27, varios pasajeros de autobús portan botellas de agua y cantimploras metálicas de las que beben a sorbos para amenizar la espera. Son algo más de las 12.00 de la mañana y el día promete. Al subir al autobús no se produce el “efecto nevera”, pero la temperatura es agradable. No hay sitios para sentarse, y un buen número de personas va de pie. Nadie usa pañuelos para secarse la frente, ni se ven marcas de sudor en la ropa.
El autobús, pese a ir bastante lleno, es cómodo, incluso de pie. En la misma pantalla en la que se anuncia la siguiente parada, se suceden los consejos para soportar el calor: “Para resistir el calor: evitar la actividad en las horas centrales del día” (empezamos mal: buena parte de la gente parece ir o venir de trabajar); “vestir ropa holgada de colores claros con calzado ligero y abierto” (la cosa mejora: casi todo el mundo alrededor ha seguido esa recomendación); “beber antes de tener sed y comer en pocas cantidades” (algunas personas chupan por una pajita algún líquido de un vaso metálico). La última recomendación de la pantalla dice: “Caminar por la sombra y proteger la cabeza con gorra o sombrero”. Próxima parada: Nuevos Ministerios.
A la sombra, la temperatura ya parece haber subido un par de grados en ese corto trayecto. Son casi las 12.30. El termómetro marca 32 a la sombra. Una mujer del servicio de la limpieza empuja su carro hacia Raimundo Fernández Villaverde. “Nos han dicho que trabajemos por la sombra”, dice. Se llama Fabiola, es colombiana y asegura que les cuidan mucho. “Cuando aprieta fuerte el calor, nos dejan que nos quedemos en el cantón hasta las 17.00, es el sitio donde aparcamos los carros y, en lugar de salir, los limpiamos y hacemos otras tareas hasta que baja un poco el calor”, explica. “Por el sol, lo último”, repite como un mantra. No parecen haberle dicho nada parecido al joven ciclista de Glovo, que se para a descansar en la escueta sombra de una marquesina.
La entrada a un Corte Inglés es un maravilloso y placentero golpe de frío. Esas puertas automáticas que se abren y entra “el frescor salvaje del caribe”, que decía aquel anuncio. No se percibe una gran fiebre por las rebajas, sin embargo, hay cola para sentarse en la cafetería, ya sea para tomar el último café de la mañana o el primer aperitivo. En Rodilla, aledaño, piden los cafés para llevar con mucho hielo, “porque hace un calor horroroso”. Fuera, esa sensación asfixiante empieza a hacer mella. Una mujer latinoamericana pelea al teléfono porque dice que un hombre la ha tocado. Está muy enfadada: “Esta va a ser mi primera impresión de Madrid”.
De regreso al metro, la temperatura se atenúa al tiempo que se profundiza en las entrañas de la ciudad. El tren de la línea 6 va cargado, pero la temperatura se mantiene firme a 27 grados. Nada que objetar.
La llegada a la estación de Príncipe Pío es como entrar directamente en una secadora. El aire está ya muy caliente. El termómetro marca 35 a la sombra. Llega el tren deseado. Tiene dos plantas, en la parte de arriba el termómetro no baja de 34 grados, pero en la de abajo cae felizmente hasta los 31. A las 14.45, la estación de tren de Majadahonda es un horno a máxima temperatura. Ya no hay ni sombras en las que esconderse. Los viajeros agilizan los pasos hacia el cochambroso parking o hacia la parada de autobús.
Una fugaz parada en Mercadona antes de regresar a casa: 23,2 grados en el pasillo de los fiambres. El lugar más fresco encontrado en Madrid en el día del mayor pico de calor.
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