Peter, Candemor & Perinauer, servicios inmobiliarios (y funerarios)

Siempre hay algún buitre firmando una carta en la que le dicen al propietario de la vivienda en la que estoy de alquiler desde hace cuatro años que si le interesa venderla.

Uno de los agentes inmobiliarios del reality show sobre jóvenes agentes inmobiliarios "Next Step Realty: NYC"Giovanni Rufino (Disney General Entertainment Con)

Últimamente, cuando llego a casa siempre hay una carta en el buzón para mi casero remitida por alguna inmobiliaria de esas con nombre pomposo que con sus iniciales exóticas y sus apellidos extranjeros intenta imitar la mística de las Big Four. Cuando no es W & Y (Wamba y Yáñez), es Peter, Candemor y Perinauer, y cuando no es Maripauer Brothers es J. Peich Incorporated. El caso es que siempre hay algún buitre firmando una carta en la que le preguntan al propietario de la vivienda en la que estoy de alquiler desde hace cuatro años que si le interesa venderla. Están más que dispuestos a sentarse a negociar la compra en condiciones ventajosísimas, pues la rentabilidad que le puede ofrecer una finca de tales características en un barrio como ese son sin iguales, incomparables, espeztaculares, así con z de, de Madriz.

Yo sé que le comen la oreja de esa manera porque me huelo la tostada cada vez que aparece un sobre con un marchamo de las características que he descrito y saltándome el derecho a la privacidad, el respeto a las comunicaciones confidenciales y las más elementales normas de educación, abro cartas que no son para mí. Lo admito, sí. Leo esos textos engolados que escribe algún chico que se hace pasar por tiburón y me siento como si estuviese leyendo la epístola que una mujer mil veces más guapa, más inteligente, más joven y más adinerada que yo le dirige a mi marido diciéndole: “¿Qué haces con esa? ¿No ves que estás muy por encima de ella? ¿No ves que no está a tu altura? ¿No ves que alguien como tú se merece a alguien de mi nivel?”. Cuando tiro las cartas a la basura me siento como Dolly Parton cuando le hablaba a Jolene, aquella belleza que acechaba a su esposo, y me dan ganas de llamar uno por uno a los que firman las misivas. Llamarles y llorando decirles: “Por favor, no se lleven mi casa. Queda un año para que acabe mi contrato, pero les suplico que me den la oportunidad de al menos renovar el alquiler. Me encanta mi piso, tengo aquí ya toda mi vida, estoy tan a gusto, soy cuarentona pero ya tengo achaques. Sé que está muy bien de precio teniendo en cuenta la zona donde se ubica pero me he mudado nueve veces desde que llegué a Madrid, estoy muy cansada. No me obliguen a marcharme, se lo suplico. I’m begging you, please don’t take my flat”.

Pero luego me acuerdo de esos vídeos virales en los que asesores inmobiliarios jovencísimos muestran buhardillas al límite de la infravivienda como si fuesen el ático de Richard Gere en Pretty Woman, una referencia que seguramente esos chavalines no pillarían (la de Dolly sí, por Beyoncé). Y recuerdo que un asesor inmobiliario en Madrid cobra una media de 22.500 euros al año, es decir, poco más de 1.500 al mes como mucho, y comprendo que seguramente muchos de ellos estarán empezando su vida laboral, y que también estarán de alquiler y que algunos vivirán en casas peores que la mía y que la mayoría al escuchar mis lamentos pensarían: “Muérase, boomer”. Y la verdad, yo boomer generacionalmente no soy (por eso no soy propietaria), pero de morirme un poco me entran ganas.

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