Yo, teleoperadora. De la “sonrisa telefónica” al “no vales para nada”

Las máquinas no han sustituido aún a las personas en los ‘call centers’, pero la humanidad en el trato es puesta en cuestión por muchos trabajadores que señalan el ejemplo de Inma, cuya muerte en Madrid por infarto no impidió que sus compañeros siguieran atendiendo llamadas

Rocío Camacho, teleoperadora, al amanecer de este miércoles, junto al edificio de oficinas donde trabaja en el este de la ciudad de Madrid.Álvaro García

Rocío Camacho llega al call center con media hora de antelación porque es su mejor oportunidad en toda la jornada de hablar con una amiga que trabaja con ella. Son las 6.30 y amanece en Madrid. Desde la calle, ven su oficina, la única iluminada en el edificio de cristal, donde se reflejan los pisos de ladrillo de la acera de enfrente, en el barrio obrero de Simancas. Les da tiempo a tomar un café, rellenar su botella de agua y charlar sobre sus vidas. Es la conexión humana más prolongada y genuina que van a tener durante las siguientes siete horas.

Cuando entran a la sala, a la q...

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Rocío Camacho llega al call center con media hora de antelación porque es su mejor oportunidad en toda la jornada de hablar con una amiga que trabaja con ella. Son las 6.30 y amanece en Madrid. Desde la calle, ven su oficina, la única iluminada en el edificio de cristal, donde se reflejan los pisos de ladrillo de la acera de enfrente, en el barrio obrero de Simancas. Les da tiempo a tomar un café, rellenar su botella de agua y charlar sobre sus vidas. Es la conexión humana más prolongada y genuina que van a tener durante las siguientes siete horas.

Cuando entran a la sala, a la que llaman plataforma en la jerga del sector, se sientan frente a la pantalla, se ponen los auriculares y esperan a las llamadas de clientes de uno de los grandes bancos españoles. Al principio de la jornada, el teléfono suena a ratos. Una, dos, tres veces en la primera hora... pero a partir de las 8.00 es “un no parar”. De ellas se espera que repitan los mismos formalismos y argumentarios con “una sonrisa telefónica”, incluso a los clientes hostiles. Si no dan respuestas de manual o si incumplen objetivos de ventas, serán amonestadas por los coordinadores, los jefes que se pasean detrás de sus cogotes, vigilándoles como si fueran escolares durante un examen. Sobre el escritorio solo se permite la botella de agua tapada. Nada de comer ni mirar al móvil. Si un familiar llama con una urgencia, deben esperar a “la pausa visual”, los cinco minutos reglamentarios para levantarse de la silla, una vez cada hora, o al descanso para comer, de 20 minutos. Para cualquier otra interrupción deben pedir permiso alzando la mano.

Muchos teleoperadores se sienten como autómatas y no es casualidad. Toda su actividad está pautada: las frases, las pausas, el número de insultos que deben soportar (tres antes de colgar, según el protocolo de una de las grandes del sector)... Se supone que la inteligencia artificial amenaza sus trabajos, pero este es un ejemplo de que los humanos resisten, aunque se les pida comportarse como máquinas. Por eso, dentro del sector no resultó extraña la noticia reciente sobre teleoperadores que continuaron atendiendo llamadas durante dos horas y cuarenta minutos en la misma sala donde permanecía el cadáver de una compañera, Inma, fallecida de un infarto. Según trabajadores de ese call center en Madrid, buena parte del equipo siguió atendiendo llamadas “por inercia”, porque lo esperable es que actúen como robots infalibles.

La empresa, el gigante español de los call centers Konecta, niega que se ordenara a nadie quedarse en su sitio. “Nos ocupamos mucho de las personas que trabajan por nosotros”, dice un portavoz.

El otro aspecto que a los teleoperadores les hace sentir deshumanizados, dicen, es la “cultura de terror y crueldad” imperante en muchos call centers. Ellos son el escalón más bajo en un equipo que cobra comisiones por ventas. Para obtener esa ganancia, sus superiores los exprimen a veces con gritos, humillaciones en público o amenazas de sanciones económicas y despido. La consigna es vender, vender y vender. “Te grita por un lado el cliente y por el otro tu coordinador”, dice una teleoperadora de origen venezolano que trabaja en Madrid haciendo llamadas para una de las grandes telefónicas. “Una compañera mía se ha llegado a hacer pipí encima”, dice esta trabajadora, que ha pedido anonimato por miedo a represalias.

Todo esto lo soportan a cambio de un sueldo escaso. Camacho, madrileña de 34 años, trabaja 35 horas a la semana por 1.100 euros brutos mensuales. Aunque lleva 12 años atendiendo a clientes de ese banco, su empleador es Konecta, que es subcontratado por algunas de las compañías más grandes de España y por administraciones públicas.

Esta externalización se ha generalizado en el sector y ha impulsado el crecimiento de grandes compañías de centralitas. Las empresas asociadas a la patronal CEX (que representa al 88% de la facturación en España) ingresaron 2.203 millones de euros el año pasado y dieron empleo en nuestro país a 76.828 personas. A pesar de todo el ruido sobre ChatGPT y la inteligencia artificial, los chats y chatbots, solo tiene una penetración del 5%. El teléfono sigue siendo el rey y la patronal está convencida de que los avances tecnológicos “nunca sustituirán al talento humano”.

La ventaja del turno matinal de Camacho es que le permite conciliar con el cuidado de su pequeño de dos años. Este es un sector donde predominan las mujeres (el 72%, según CEX), muchas de origen extranjero.

En teoría, Camacho puede mejorar su salario si cumple objetivos de venta, pero ella dice que son metas tan irrealizables que casi nadie alcanza. Su trabajo consiste en atender llamadas de clientes del banco que buscan resolver problemas del día a día, pero, tras esa ayuda, debe proponerles productos financieros (tarjetas de crédito, préstamos preaprobados, cuentas corrientes...). Lo llaman venta cruzada y continúa practicándose a pesar de que la recién aprobada Ley de Atención al Cliente la prohibirá cuando entre en vigor en 2024.

“Discúlpeme señor tal, pero le voy a ofrecer una tarjeta de crédito”, le dice ella al cliente, cambiando de tema. A veces la escuchan atentos, pero la mayoría de las veces es rechazada: “Vender así es una lotería. Tienes que tener mucha suerte”.

Muchos de los malos ratos que sufren los teleoperadores se producen en esa parte comercial de su trabajo, cuando algunos clientes responden con malos modos. Camacho dice tener la fortuna de que su tarea consiste en atender llamadas entrantes. Lo peor son las salientes. En esos casos, el ordenador marca de modo automático números de una base de datos. En ocasiones, por ejemplo en el cobro de deudas de las compañías telefónicas, el programa marca el mismo número tres o cuatro veces al día. Ellas soportan el torrente de indignación con una “sonrisa telefónica”.

“Ojalá la gente supiera que cuando te llama una teleoperadora a las tres de la tarde es porque nos obligan, Somos unas mandadas. Si no obedeces, amenazan con echarte”, dice Camacho.

Si incumplen con los objetivos, sus coordinadores las colocarán en situación de “seguimiento”. “Al final del turno nos llaman al despacho y nos piden explicaciones. Hay algunos con corazón, que ofrecen ayuda, pero por norma general te machacan. Te preguntan qué está pasando o te dicen que ‘no vales para nada’ o que ‘en la cola del paro hay mucha gente esperando’”, continúa Camacho. Son situaciones que desgarran a gente en condiciones muy precarias: “Todos hemos visto a alguien que sale llorando en la pausa para fumar”.

Grupo de WhatsApp “UCI”

Una de las situaciones más humillantes la soportó en Sevilla una trabajadora de la multinacional española de los call centers Konecta, según reportó en 2018 el diario La Voz del Sur. Al término de su jornada, dos coordinadores la llamaron para darle “un regalo” dentro de una caja. Ella se presentó ilusionada y cuando lo abrió encontró una patata como premio por su baja productividad. Cinco sindicatos denunciaron entonces los métodos de la empresa que recurre a “abusos y presiones constantes”.

Marian Calero, que trabaja en la empresa de 'call centers' Contesta. Se encuentra de baja por ansiedad desde mayo, tras lo cual se partió un brazo.Samuel Sánchez

Los teleoperadores que menos venden en otra empresa madrileña de call centers, Contesta, del grupo Prosegur, son añadidos por sus jefes a un grupo de WhatsApp llamado “Equipo UCI”. Los trabajadores lo ven como la antesala del despido. El mismo nombre del grupo evoca una situación de vida o muerte. Según capturas de pantallas vistas por EL PAÍS, estos jefes recurren a amenazas: “¿Sabéis que llevamos desde las 14.30 sin una venta, verdad??? Somos conscientes de lo que puede pasar???”, dice uno de estos responsables.

Esos mensajes los recibieron los trabajadores de la centralita de la aseguradora médica Asisa, que trabaja con Contesta. Pero son comunes en otros call centers. “Ahora que muchos teletrabajan, nos rebotan a diario mensajes de WhatsApp del tipo ‘Necesito tres ventas ya y si no, a la calle’”, afirma Miriam Peiró, portavoz para este sector en CC OO Madrid.

La delegada de prevención de riesgos laborales en la centralita de Asisa, Marian Calero, no podía dar crédito cuando se enteró de la existencia de ese grupo llamado “Equipo UCI”: “Me vino un compañero histérico. Es un tipo súper calmado pero cuando le metieron en el grupo empezó a gritar. Al día siguiente se dio de baja”.

Calero llama “perros de presa” a algunos coordinadores, que son teleoperadores que han subido un peldaño para cobrar 100 euros más que el resto, pero pierden toda empatía con sus compañeros. “Se comportan como si fueran a heredar la empresa”, dice sobre el celo con el que tratan de mantener a todo el mundo a raya. Para no pasarse de los cinco minutos reglamentarios de pausa, muchos ponen la alarma del móvil y salen corriendo de la sala.

La presión no acaba aquí. Toda teleoperadora sabe que está siendo escuchada por el departamento de calidad. Vigilan, por supuesto, la “sonrisa telefónica”, pero también cuestiones como la duración de la llamada. Si el tiempo es excesivo pueden ser penalizadas porque se considera que están siendo ineficaces, aunque la causa de la demora sea atribuible a la persona al otro lado de la línea.

La consecuencia es el recurso a los ansiolíticos, un problema general en España. Muchos los prueban por primera vez porque se los ofrece un compañero en medio de una crisis, dice Calero, de 58 años, que está de baja desde mayo por esa causa. En los chats de compañeros es común ver mensajes del tipo: “¿Alguien tiene un Lorazepam?”.

La causa del infarto que mató a Inma no ha trascendido. La familia y amigos cercanos se han opuesto a hablar con los medios. Pero según Calero, las urgencias por crisis de ansiedad son comunes, al menos en su call center. “Al mes recibimos varias veces la visita del Samur”, dice ella y confirma otra compañera que pide guardar su identidad. Las evaluaciones de salud mental son infrecuentes en estos centros, dice Peiró, de CC OO Madrid: “Las empresas se las saltan a la torera”. Los incumplimientos del nuevo convenio colectivo sectorial, publicado el 9 de junio en el BOE, también son habituales. Por ejemplo, se ha regulado el teletrabajo, pero las empresas lo suprimen como castigo a quienes no llegan al objetivo de ventas.

Sobre la trabajadora fallecida se ha conocido poco más que su nombre, Inma, y una foto que colgaron sus compañeras en su escritorio junto a unas flores. La empresa y la familia han pedido que se pixele su cara y que no se dé ningún dato personal más. Algunos excompañeros piensan que es un error. Luchan por ser algo más que un número. Por tener rostro, nombre, apellidos y derechos.

¿Tienes información? Contacta al autor a fpeinado@elpais.es o por Twitter a @FernandoPeinado

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