“Ya te enterarás cuando leas la columna del martes”
Por algún motivo extraño, hay un tipo de sueño plácido que solo se da en Navidad. O cuando uno está incubando algo.
La mañana de Nochebuena reinaba en Madrid una calma chicha rayana en lo siniestro: por las calles apenas pasaban coches y las nubes, con el color de la panza de un burro, parecían amenazar con descargar sobre las cabezas de los escasos viandantes que se había atrevido a salir de casa una ventisca llena de virus. El autocar iba casi vacío y a mí, repantingada sobre el asiento de cuero de una clase Supra por la que no había pagado y que debió de tocarme porque a la empresa no le quedó más remedio que echar mano de ese coche en el último momento, el habitáculo acristalado se me antojó una cuna gi...
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La mañana de Nochebuena reinaba en Madrid una calma chicha rayana en lo siniestro: por las calles apenas pasaban coches y las nubes, con el color de la panza de un burro, parecían amenazar con descargar sobre las cabezas de los escasos viandantes que se había atrevido a salir de casa una ventisca llena de virus. El autocar iba casi vacío y a mí, repantingada sobre el asiento de cuero de una clase Supra por la que no había pagado y que debió de tocarme porque a la empresa no le quedó más remedio que echar mano de ese coche en el último momento, el habitáculo acristalado se me antojó una cuna gigante, que me mecía con unos suaves saltos de suspensión hidráulica.
Creo que fue justo cuando entré en el túnel de Guadarrama que empecé a cabecear, aunque todavía me dio tiempo a escuchar a lo a los lejos, ahí abajo, en la ciudad, los alaridos de las mil señoras que le montaban mil pollos a la vez a sus farmacéuticos de confianza por no haberles guardado los tests de antígenos gratuitos de la Comunidad de Madrid “que les habían reservado” y los lamentos de los cientos de hijas que llamaban a sus madres para decirles que alguien en casa había dado positivo y que ahora tendrían que pasar las fiestas separadas. Honestamente, me parecían todas una histericas.
Atravesé la meseta totalmente dormida, con esa placidez que por algún motivo extraño, solo se da en Navidad o cuando uno está incubando algo. Soñé con mi abuela Milagros, quien esa noche acostumbraba a sacar a los postres más de cien variedades de turrones, con la excusa de que su único interés era mimar a sus nietos, cuando en realidad era ella la que los quería probar todos y con mi abuelo Juan, quien todos los años nos cantaba un villancico sobre unas mujeres extraordinarias cuya capacidad más sobresaliente era cascar nueces con el culo. Ambos se habían puesto de acuerdo para echarme una reprimenda desde el más allá: “Hija, no está bien mentir. Deberías haber esperado antes de ir a casa”.
Llegué a mi pueblo dos segundos antes de que el sol se escondiese del todo tras la montaña a la que miré fijamente toda la adolescencia preguntándome qué habría más allá y cuando entré en la cocina, gritando como una loca, achuché a mi madre y abracé a mis sobrinas, quienes me quieren como nadie más lo hace en el mundo. Justo después de llenarle la cara de besos con baba a mi padre, quien padece una enfermedad coronaria crónica, me llamaron al móvil: “Señora Peláez, es usted positiva”. Colgué el móvil y no dije nada pero las madres, ya se sabe, nos conocen como si nos hubiesen parido: “¿Estás bien, hija? ¿Qué te pasa?”. Detrás de ella se extendían cinco bandejas llenas de percebes, cigalas, langostinos, berberechos y centollos. Con una sonrisa pletórica le dije: “Ya te enterarás cuando leas la columna del martes”.
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