Opinión

Perderse lo importante

Madrid ha recobrado su idiosincrasia: el tráfico ahoga plazas, oídos y aire

Atasco en la autopista A-3 a la altura de Rivas-Vaciamadrid, por la salida del Puente del Pilar.Alberto Ortega (Europa Press)

Las tres mayores redes sociales se desvanecieron y uno no sabía si echarse a temblar o sentir un enorme alivio. Fue ganando peso lo segundo. En esas horas de desconexión era difícil no acordarse de aquel chiste de Forges tan forgiano, el del tipo que se presenta en comisaría y anuncia: “Soy el que inventó los grupos de WhatsApp, vengo...

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Las tres mayores redes sociales se desvanecieron y uno no sabía si echarse a temblar o sentir un enorme alivio. Fue ganando peso lo segundo. En esas horas de desconexión era difícil no acordarse de aquel chiste de Forges tan forgiano, el del tipo que se presenta en comisaría y anuncia: “Soy el que inventó los grupos de WhatsApp, vengo a entregarme”.

El verbo “desconectar” ha adquirido en este tiempo una nueva variedad semántica. Cuando nos vamos de vacaciones, ya apenas decimos que queremos descansar o relajarnos: nuestro objetivo es “desconectar”. “¿Has desconectado?”, nos preguntan al regreso para saber si nos ha ido bien. Es por eso que aquellas horas sin redes, con todos los chats enmudecidos, resultaron indudablemente un descanso.

Al día siguiente, en el Congreso de los Diputados algunos periodistas buscaban una chispa de dramatismo preguntando a todo portavoz político que se ponía por delante cómo había vivido el apagón. Nadie fue capaz de decir que se hubiese perdido nada importante. En esas estábamos la mayoría, cayendo en la cuenta de que no nos perdíamos nada importante, comprobando que la realidad seguía a su ritmo, bastante menos vertiginoso que el de las redes sociales, hasta que la conexión se recuperó y nos pusimos a chatear como locos. El incidente solo sirvió para imaginar un mundo sin redes y no parece que haya consenso en que resultaría un lugar peor.

Hay veces en que el mundo da la impresión de que se va a detener -detener no se detiene nunca- y nos arroja en brazos de la imaginación sobre lo que pudo haber sido y no fue. Ya nos ocurrió con la pandemia, lo más parecido a una parada total del mundo. Las primeras imágenes de las ciudades desiertas nos golpearon con terror. Pero cuando pudimos empezar a salir, a pasear sin tener que abrirnos paso entre muchedumbres, a escuchar el genuino rumor de las calles -ya olvidado tras años bajo el rugido incansable del tráfico- , a reconquistar los territorios que nos habían arrebatado los coches, pudimos imaginar una ciudad así. Y tampoco parece que fuese un lugar peor.

Los pequeños apocalipsis van pasando, las ensoñaciones se las lleva el viento y al final siempre volvemos a esa vieja normalidad que en un rasgo de humor se quiso llamar nueva. En Madrid ya casi no queda rastro visible de la pandemia. Las calles vibran, en el centro bulle el eterno hormiguero, la gente se apretuja hasta lo inverosímil en los vagones del metro, los estadios se llenan y los atascos de tráfico ahogan las plazas, los oídos y el aire. Parafraseando a nuestra presidenta, Madrid ha recuperado su idiosincrasia. Y nosotros tan felices, como en ese instante en que las redes sociales volvieron a la vida y nos abalanzamos a nuestras pantallas para comprobar que no nos habíamos perdido nada importante.

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