Madrid ‘antibaby’

La ciudad es un ambiente mecánico y hostil, también para los niños

Imagen de recurso de un recién nacido en un hospital de Madrid.Paulo Sousa / EyeEm (Getty Images/EyeEm)

Mi hija nació hace dos semanas y se llama como el fuego. Vio la luz en el hospital Doce de Octubre, distrito de Usera, pero eso ella no lo sabe. No sabe lo que es un hospital, ni lo que es un distrito, ni lo que es Usera, ni lo que es Madrid. No sabe ni que existe, no sabe ir al váter. Es increíble lo poco que saben los bebés: heredan nuestros genes, pero no nuestros conocimientos, de modo que ninguno nace con un máster en Data Analytics ni experiencia demostrable en tareas de administración. Mejor, de no ser así la especie humana ya se hubiera autodestruido (en eso estamos). Mi hija es...

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Mi hija nació hace dos semanas y se llama como el fuego. Vio la luz en el hospital Doce de Octubre, distrito de Usera, pero eso ella no lo sabe. No sabe lo que es un hospital, ni lo que es un distrito, ni lo que es Usera, ni lo que es Madrid. No sabe ni que existe, no sabe ir al váter. Es increíble lo poco que saben los bebés: heredan nuestros genes, pero no nuestros conocimientos, de modo que ninguno nace con un máster en Data Analytics ni experiencia demostrable en tareas de administración. Mejor, de no ser así la especie humana ya se hubiera autodestruido (en eso estamos). Mi hija es madrileña. Yo tampoco.

Tampoco sabe mi hija cómo le va a tratar la ciudad. Es extraño presenciar un acto tan biológico como la lactancia en un ambiente tan mecánico y hostil, hecho de humo, acero y hormigón. Salimos a la calle y, antes de salir del edificio, ya me encuentro con tres escalones insalvables para el carricoche y una puerta por la que no cabe. No tengo carné de conducir coches y acabo de empezar las prácticas con el carro de la guajina, de modo que el trayecto callejero discurre algo errático: hay algunas aceras tan estrechas que los bolardos no nos permiten el paso. Ya me lo habían dicho: la ciudad no está hecha para la crianza, para los cuidados, para los niños. Esto es solo una rutinaria comprobación periodística.

Además, mi hija me parece tan pulcra y preciosa, hecha toda de algodón, como el burro Platero, que la realidad urbana circundante me resulta sucia y decadente. Bueno, es que la ciudad lo es, pero eso antes, hace dos semanas, le confería un punto de romanticismo. Mi hija tiene los dedos como quisquillas, la piel de piesco, un laberinto en la oreja: delante de casa, en cambio, se amontonan las basuras semiderretidas sobre los contenedores municipales. El otro día un señor defecó a la luz del día entre dos coches, lo vio la madre. No deseo mudarme a una urbanización apacible y platónica: quiero mi hija conozca el mundo como es, con toda su asquerosa hermosura.

Ya me lo habían dicho: la ciudad no está hecha para la crianza, para los cuidados, para los niños. Esto es solo una rutinaria comprobación periodística.

Como los padres primerizos estamos engorilados, alzo el puño al cielo y prometo ir hasta el Ayuntamiento y coger a nuestros gobernantes por la pechera, y zarandearles antidemocráticamente hasta que arreglen las calles para mi niña. Luego subo a casa y le miro la cara y se me olvida. Eso sí, le digo, te voy a dedicar la primera columna de la temporada, y se van a enterar en Moscú. Mi hija (aún me extraña decirlo) me mira de forma enigmática y displicente, como si mirara una mosca, y genera sonidos incomprensibles, y parece que no se entera de nada. Lo que no sabía yo es que la iba a querer así.

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