Cómo convertirse en madrileño

Mis primeras veces en el metro, al entrar al vagón, decía hola al resto de pasajeros

Es ver una pareja bailando un chotis -por San Lorenzo en Lavapiés, hace unos días- y pensar en una limoná.Ricardo Rubio (Europa Press)

Los de Madrid -¿una lo es tras dos décadas?- no solemos venir de una estirpe de gatos, gatos. Me tocó nacer en un Paraíso Natural y ahora desde la Puerta del Sol a mi playa favorita de Asturias hay 506 kilómetros y dos peajes en la ruta más corta. Así que entiendo la estupefacción de gente que me quiere bien cuando hablamos de si nunca pienso en volver, si de verdad prefiero vivir en Madrid aún después del trauma pandémico. Y se descojonan del todo cuando les digo que ahora, encima, sueño con unos locos años 20 de explosión cultur...

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Los de Madrid -¿una lo es tras dos décadas?- no solemos venir de una estirpe de gatos, gatos. Me tocó nacer en un Paraíso Natural y ahora desde la Puerta del Sol a mi playa favorita de Asturias hay 506 kilómetros y dos peajes en la ruta más corta. Así que entiendo la estupefacción de gente que me quiere bien cuando hablamos de si nunca pienso en volver, si de verdad prefiero vivir en Madrid aún después del trauma pandémico. Y se descojonan del todo cuando les digo que ahora, encima, sueño con unos locos años 20 de explosión cultural. Pero me mentiría si no reconociera que, por primera vez en media vida, yo también he fantaseado con la vida más allá de la capital.

No sé realmente cuando me convertí en (medio) madrileña. Hacia los 20 largos y con papá ya fallecido, recuerdo que salió de mi boca que el finde iba “a casa de mis padres” en lugar de a casina, a casa, sin más. Tuvo que influir que, tras los años de estudiar a gustito en casa-nido de familiares, después de “independizada” con amigos y alguna otra pieza, pasadas unas siete mudanzas y afinando destrezas en el arte marcial del alquiler, empezamos mi pareja y yo a vivir en pisos sin caseros de pesadilla. Sentir un techo como hogar es más fácil si no se lleva medio sueldo, algo difícil en general en Madrid e imposible para muchos si intentas vivir solo. También pudo ser lo del pijama que tenía guardado en casa de mis padres, el del final de la adolescencia: casa es donde tienes pijama y aquel dejó de caberme.

Lamento la pérdida de mi acento, que ya ni en vacaciones recupero en todo su esplendor, aunque sigo pronunciando “Madriz” y no puedo vivir sin la palabra prestar para cualquier asociación a la felicidad. De aquí me atrapó lo bueno -una es disfrutona-, aborrezco lo malo, que esta ciudad puede ser muy cabrona con quien menos tiene, y me preocupa el devenir de lo que es de todos, lo público. Un patrocinador de la San Silvestre hace años forró el metro con un anuncio que me encantaba: “Gato no naces, gato te haces”. Solo que no todos podemos elegir quedarnos y no todos los que nos quedamos lo hacen por gusto.

Celebré hace un par de años media vida en Casa Hortensia, en la calle Farmacia, donde además de cachopos para hacerte la foto comparativa con la mano tienes, por ejemplo, una merlucina a la sidra fetén. Una cosa que no ha cambiado desde entonces es que al salir del Negrón y ver el cartel de “Bienvenido a Asturias” me preste tanto la llegada como cuando a la vuelta adivino el skyline desde la A6, si la capa de contaminación lo permite. Debe ser asturleñidad. Y una cosa que sí: mis primeras veces en el metro, al entrar al vagón, decía hola al resto de pasajeros.

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