‘Shock’: cuando sentirse muy incómodo merece la pena
Andrés Lima vapulea al espectador con un repaso estremecedor al lado oscuro del ultraliberalismo
En el principio fue el verbo, dijo San Juan. Al repasar Shock desde su primera entrega en el Teatro Valle-Inclán, podemos adaptar el Evangelio –al fin y al cabo también hablamos de doctrina- y decir que todo empezó con una idea. Cocida y aderezada en la Universidad de Chicago en los años sesenta para ser servida después como comida basura al rebaño, que tras sus malas, malísimas digestiones, han acabado sufriendo todo un apocalipsis.
La política emocional de nuestros días suele responder a la dinámica ...
En el principio fue el verbo, dijo San Juan. Al repasar Shock desde su primera entrega en el Teatro Valle-Inclán, podemos adaptar el Evangelio –al fin y al cabo también hablamos de doctrina- y decir que todo empezó con una idea. Cocida y aderezada en la Universidad de Chicago en los años sesenta para ser servida después como comida basura al rebaño, que tras sus malas, malísimas digestiones, han acabado sufriendo todo un apocalipsis.
La política emocional de nuestros días suele responder a la dinámica de la imprevisible acción / reacción. Las estrategias duran apenas meses con una ciclotimia de desgastes permanentes. En un suspiro te elevan a la cima y al poco tiempo, caes. Pero lo que ocurrió con el ultraliberalismo –es demasiado blando el adjetivo neoliberalismo para los desmanes que ha desatado-, lo que ocurre, más bien, es producto de un gran plan ejecutado para traspasar la barrera de los siglos en la que generaciones de políticos arden en la hoguera y se suceden con otro producto de marketing en pro de una línea marcada.
De América Latina a Siria existe un hilo cuidadosamente elaborado en los laboratorios de pensamiento donde lideraba la causa Milton Friedman. Su teoría del estado ínfimo y raquítico para no cubrir las necesidades de quienes realmente las requieren, salvo para cebar el ejército y emplear los recursos necesarios con que ejecutar expansiones e invasiones, necesitaba de líderes que dieran la cara y se ganaran el favor del público para instalarse en los despachos y controlar el tinglado.
Las estrategias duran apenas meses con una ciclotimia de desgastes permanentes. En un suspiro te elevan a la cima y al poco tiempo, caes.
De Nixon a Trump, de Margaret Thatcher a José María Aznar, el cuidado y el aliento para sátrapas como Videla o Pinochet o monigotes como Boris Yeltsin fue evidente. Una cruzada global en su ímpetu destructivo. Alcanzó a China para propiciar el engendro perfecto entre autoritarismo y mercado libre. Deslumbró a Rusia para imponer recetas ultras en la economía que acompañen el nuevo imperialismo de Putin –se le echa en falta entre los villanos a los que se refiere el montaje y es de los peores- y destrozó Oriente Próximo para lucrarse.
Ni más ni menos que el montaje de Andrés Lima trata de escenificar la terapia del shock apuntada por Noemi Klein: “La táctica, sumamente brutal, de utilizar sistemáticamente la desorientación de la gente que trae consigo un shock colectivo -guerras, golpes de estado, ataques terroristas, desplomes del mercado o catástrofes naturales- para impulsar medidas radicales favorables a las grandes empresas”.
En Shock I (El cóndor y el Puma), la acción se centra en Nixon y América Latina con los descarados intentos de controlar mediante golpes de estado su área de influencia. Margaret Thatcher sirve de nexo entre las dos partes. Shock II (La tormenta y la guerra) lleva al paroxismo la expansión y la hace desembocar desde tiempos de Reagan y sus descendientes, los dos Bush, en el delirio y el apocalipsis que aun hoy nos ahoga.
La sombra con lluvia de desaparecidos y proyectiles de la primera parte se convierte en la segunda en muerte y destrucción guiada por la tecnología más deshumanizada y auténticas máquinas de matar, como nos cuenta David Simon en la serie Generation Kill. Robots programados para asesinar niños o periodistas, con José Couso en primer plano, o destrozar la convención de Ginebra en
Abu Ghraib. La tímida y en muchos momentos disimulada estrategia de control con víctimas de la primera entrega deviene en genocidios avivados con palabrería democrática sin otro objetivo que la codicia sagazmente desencadenada a cargo de demonios como Dick Cheney o Donald Rumsfeld. Solo necesitaban una excusa y la caída de las Torres Gemelas se la propició.
¿Y todo esto? ¿En teatro? Pues, sí. ¿Cómo? Primero mediante el talento de una creación intelectual conjunta por parte de los autores: Juan Mayorga, Albert Boronat, Juan Cavestany y Andrés Lima. Proponen un espectáculo de tesis en el que puedes –me ocurre y mucho- no estar de acuerdo. Después con este último al frente de un montaje brillante como director de escena, entre el dinamismo de los títeres, la eficacia de las pantallas y la sobriedad del rito: puro teatro, por tanto. Puro teatro moderno.
Y por último, gracias al trabajo colectivo de unos actores entregados y perfectamente en sintonía con la gravedad, la filosofía y el dolor de lo que transmiten. Son Antonio Durán Morris, Alba Flores, Natalia Hernández, María Morales, Paco Ochoa, Juan Vinuesa y Guillermo Toledo, a los que se añade en esta ocasión dentro de la convenientemente respuesta Shock I, Esteban Meloni. Todos ellos propician seis horas divididas en dos sesiones de tensa incomodidad muy bien ejecutada que ayudan a comprender, entre el temblor y la clarividencia, el mundo desquiciado en que vivimos.
Suscríbete aquí a nuestra nueva newsletter sobre Madrid.