Pulpo y seguido
¿Puede algo bonito ser verdad o queda mucho para que termine la pesadilla?
Queridos vecinos:
Esta Semana Santa, como saben, no podemos ir a ver el mar. Ni ese mar templado y piscinero que suele gustarles a ustedes, ni el océano helado y temperamental que preferimos las que nacimos en la Costa da Morte. Morriñenta perdida, me puse en bucle las olas que me traigo en el móvil cada vez que viajo hasta A Coruña para momentos de debilidad -comparto si gustan-, pero no fue suficiente, así que recordé la recomendación de un amigo que ve más documentales y series que Pablo Iglesias. Se llama ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Queridos vecinos:
Esta Semana Santa, como saben, no podemos ir a ver el mar. Ni ese mar templado y piscinero que suele gustarles a ustedes, ni el océano helado y temperamental que preferimos las que nacimos en la Costa da Morte. Morriñenta perdida, me puse en bucle las olas que me traigo en el móvil cada vez que viajo hasta A Coruña para momentos de debilidad -comparto si gustan-, pero no fue suficiente, así que recordé la recomendación de un amigo que ve más documentales y series que Pablo Iglesias. Se llama Lo que el pulpo me enseñó y si no les emociona es que están muertos por dentro.
Como nos hemos convertido –a fuerza de palos, cierto- en unos escépticos, empiezo diciendo que está nominado al Óscar. Cuenta la historia de amor entre un hombre y una pulpo – en el documental, “ella”- y cómo esto es posible gracias a que el cefalópodo posee varias cualidades de los seres inteligentes, a saber, curiosidad y memoria.
Él, Craig Foster, un cineasta con crisis vocacional – que tire la primera piedra quien no haya pasado por ahí-, lo deja todo para volver a sus orígenes, un espectacular paisaje sudafricano donde vivía de niño. Cada día, durante casi un año, sale a bucear. Sin neopreno, sin bombona. En un bosque de algas descubre a un pulpo. Al principio huye y se esconde. Pero él no se rinde y con el tiempo, ella aprende a confiar.
“Cuanto más me acerco, más me doy cuenta de los mucho que nos parecemos”, dice Craig, que se escapa a verla todos los días y también alguna noche. El instinto despierta esos ojos alienígenas para salir a cazar -como yo, que me levanté la otra madrugada para borrar una horripilante coma entre sujeto y predicado- , pero el resto del tiempo utiliza sus patas, donde esconde otros ocho cerebros y el equivalente a 2.000 dedos - ¿se imaginan?- para oler, jugar, conocer. En un momento dado, pónganle la octava o novena cita, ella le acaricia –los pulpos tienen nada más y nada menos que tres corazones- y suena un piano precioso.
Todo esto lo averigüé porque en cuanto terminó el documental me puse a leer compulsivamente estudios sobre pulpos. Estamos entrenados para desconfiar y quería saber si me habían engañado; si “ella” era siempre la misma; si la inteligencia puede ser invertebrada, si un padre de familia puede, efectivamente, enamorarse de un cefalópodo. En realidad, la pregunta era: ¿Puede algo bonito ser verdad? Y me la hago casi todos los días: al ver esas imágenes de tal como éramos, en Gibraltar, sin mascarilla - ¿espejismo?- o esas otras del concierto de Love of Lesbian en Barcelona con 5.000 almas juntas a la vez – “¿Experimento o temeridad?-. Yo quiero creer, pero luego veo las estampas marineras de algunos -Mal, Marcelo, mal- y pienso: pulpo y seguido, aún falta para salir de esta pesadilla y poder ir a ver al mar que rodea a mi padre.