8-M, qué horror

Es difícil de entender que Madrid, la comunidad más laxa con las restricciones, sea también la única en que se han desautorizado las protestas

Manifestación feminista 8 de marzo. Foto: Inma FloresINMA FLORES (EL PAIS)

Es una bendición vivir en una calle que veda los coches el fin de semana. El bullicio de los chiquillos con sus patines y sus bicicletas va creciendo desde media mañana como una llamarada de vida. El sábado último, uno de esos días en que la primavera derrama una avanzadilla sobre Madrid, la calle estaba repleta. No me paré a echar cuentas, pero en apenas 300 metros podían diseminarse algunos cientos de personas.

Todo era brillo ese día, también el abarrote de las terrazas. En el interior de los bares, la clientela conquistaba hasta el último centímetro entre los huecos vacíos impuestos...

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Es una bendición vivir en una calle que veda los coches el fin de semana. El bullicio de los chiquillos con sus patines y sus bicicletas va creciendo desde media mañana como una llamarada de vida. El sábado último, uno de esos días en que la primavera derrama una avanzadilla sobre Madrid, la calle estaba repleta. No me paré a echar cuentas, pero en apenas 300 metros podían diseminarse algunos cientos de personas.

Todo era brillo ese día, también el abarrote de las terrazas. En el interior de los bares, la clientela conquistaba hasta el último centímetro entre los huecos vacíos impuestos por las normas sanitarias. Gente bebiendo, tapeando y riendo, mascarillas fuera, como en los viejos tiempos.

Amigos menos aprensivos que yo me cuentan que han ido a conciertos y a la ópera. También cientos de personas, respetando las distancias, todos con la nueva prenda que deforma nuestros rostros, en un recinto cerrado. Lejos aún de los casi 5.000 que Raphael congregó en diciembre bajo el techo del Wizink Center.

En las últimas semanas he visto varias manifestaciones delante del palacio de las Cortes. Algunas decenas de pancartas apiñadas frente a la puerta de los leones, contra la ley de eutanasia o contra la reforma educativa.

En las últimas semanas he visto varias manifestaciones delante del palacio de las Cortes. Algunas decenas de pancartas apiñadas frente a la puerta de los leones, contra la ley de eutanasia o contra la reforma educativa. Otras concentraciones las he podido seguir por los medios y han sido sonadas: neonazis sobrepasando la última frontera de lo grotesco o ácratas revelándonos que la revolución era saquear tiendas de marca.

Una noche que salí tarde de trabajar, atravesé el corazón del centro ya con el toque de queda vigente. Las prostitutas se apostaban en las esquinas y acentos extranjeros te ofrecían botes de cerveza tapados furtivamente con bolsas de plástico. Nada que objetar: si la economía oficial no puede detenerse, qué vamos a decir de la clandestina, donde cada día es una lucha por la supervivencia.

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Todas esas imágenes se me reviven mientras descarga de nuevo la artillería a propósito del 8-M. Han prohibido las manifestaciones y seguramente han hecho bien: vida no hay más que una y Días de la Mujer muchos. Más difícil de entender resulta enterarse de que Madrid, la comunidad más laxa con las restricciones, sea también la única en que se han desautorizado las protestas. Y más aún, que mientras unas autoridades lo deciden así, las otras -justamente las que lanzaban avisos horrorizados ante el 8-M- pidan al mundo entero que venga a vernos en Semana Santa con las reservas de sus tarjetas bien dispuestas para hacer gasto.

Al final va a ser cierto eso de que el virus fue creado en un laboratorio comunista e introducido en España por las feminazis en el fin de semana del 8-M de 2020. Ese mismo en el que metro y buses circularon a tope, se llenaron teatros, cines y oficios religiosos, y el Atleti empató 2-2 con el Sevilla en el Wanda Metropolitano ante 60.422 espectadores.

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