Sin vacuna para la soledad y la pobreza de los mayores en Madrid
El coronavirus no es lo que más preocupa al casi un cuarto de millón de personas de más de 80 años que vive en la capital y que esta semana han comenzado a ser inoculados
Madrid es una ciudad que envejece. Por distritos, Latina sobresale con un 9,3% de su población de más de 80 años, seguido por Carabanchel, con un 7%; Ciudad Lineal, 8,7%; Salamanca y Chamberí, con un 8,6%; o Chamartín, que supera el 8,3%. Casi 240.000 personas alcanzan la llamada cuarta edad en la ciudad. Desde el pasado jueves, han comenzado a ser citadas para la vacuna en los centros de salud de la comunidad. Sin embargo, no es la covid-19 l...
Madrid es una ciudad que envejece. Por distritos, Latina sobresale con un 9,3% de su población de más de 80 años, seguido por Carabanchel, con un 7%; Ciudad Lineal, 8,7%; Salamanca y Chamberí, con un 8,6%; o Chamartín, que supera el 8,3%. Casi 240.000 personas alcanzan la llamada cuarta edad en la ciudad. Desde el pasado jueves, han comenzado a ser citadas para la vacuna en los centros de salud de la comunidad. Sin embargo, no es la covid-19 lo que más les preocupa. La situación económica de familiares que vuelven a depender económicamente de ellos en pandemia o la soledad no deseada (un cuarto de los ancianos viven solos) son las cuestiones que más les preocupan. Y para eso no hay vacuna.
Isabel Martín es una de las afortunadas que ya ha se ha puesto la primera dosis. A las 15.40 del pasado jueves, recibió el primer pinchazo, que, según ella, no le causó dolor alguno. “¡Esto no es nada!. Yo sí sé lo que es pasarlo mal, o dormir debajo de un puente y pasar frío”, exclama. Esta vecina de Arganzuela recuerda las caminatas andando desde Las Rozas donde nació, hasta Torrelodones en la noche, tiritando, para escapar de los tanques. La Guerra Civil estalló cuando ella tenía ya 15 años. Los libros de Historia le dan la razón: en enero de 1937 tuvo lugar la llamada Tercera batalla de la carretera de La Coruña, uno de los últimos intentos de reconquistar Madrid por las tropas nacionales desde el norte.
La vida no le fue mal del todo a esta mujer que ronda el siglo de vida. Es una de los 920 vecinos de la ciudad que ya han cumplido los 99 años en 2020. Tuvo que trabajar duro. Limpiaba y preparaba alrededor de 40 habitaciones al día. Primero, en el hotel Palace; después, en el Emperatriz, donde llegó a ser subgobernanta. El oficio vuelve a su memoria, al disculparse por no tener “la casa en condiciones”, mientras Dirsia González, la mujer que la cuida, sonríe. Hace unas horas las dos han tenido un buen susto, cuando una mujer ha llamado al telefonillo pidiendo permiso para entrar y vacunarlas; decía venir “del centro de salud”, pero ellas son precavidas. No han abierto y han llamado a la policía y a la “medallita” del Ayuntamiento, el servicio de teleasistencia municipal que se activa apretando el botón colgado del cuello de la anciana, por el que Martín paga nueve euros al mes, de acuerdo a su renta.
Las dos hacen la vida juntas en un piso de tamaño medio ―dos habitaciones, salón pequeño, cocina con olor y color de otras épocas―, que Isabel disfruta en usufructo, de una amiga ya fallecida. Con su pensión de poco menos de 1.000 euros ha podido contratar a Dirsia González, que ya con 61 años se deja ayudar a su vez por Sofía, que viene asignada por el servicio de dependencia de la Comunidad de Madrid un par de horas a la semana. Las dos guardan la ilusión de poder ir al Retiro pronto a escuchar música, cuando ya no haya peligro de contagio.
Juntas dibujan un patrón de cuidados que se repite por las calles y barrios. Podrían haberse llamado María Engracia y Digna Pineda, y es que es casi la misma historia, como las de otras tantas señoras mayores que son cuidadas por otras mujeres venidas de países de Latinoamérica. Pineda llegó también de República Dominicana en 1991, después de su hermana, y, como Dirsia González, con la pena de dejar a sus hijos allá. Y como a otras 318 mujeres dominicanas, según datos municipales, la tercera edad la alcanzó en Madrid. Tuvo suerte de tener papeles pronto y ha podido cotizar durante estos años, sobre todo con trabajos como cuidadora de ancianos como María Engracia, a la que recuerda con más cariño. Hasta que ella se convirtió en una mujer mayor. Hoy tiene 68 años y una pensión de menos de 600 euros que no le da para mucho. Se apoya en las despensas vecinales de su barrio, Lavapiés, mientras espera a curarse la trombosis de una pierna antes de volver con sus hijos.
Cuando empezó la pandemia, dice, llamó al 010 y le dijeron que por tener pensión no le tocaba ninguna ayuda “y que pidiera a algún familiar de Santo Domingo que viniera a España”. No cree que aquí se cuide bien de la tercera edad. “En donde yo nací, que se llama Vicente Noble, en mi país, se les respeta, se valora el esfuerzo que hicieron nuestros padres para darnos una educación. Aquí yo he tenido que oír cosas horribles a los hijos de quienes he cuidado”.
Al ver cómo la tormenta Filomena se derrumbó sobre Madrid, ella decidió usar la sal gorda que guardaba en casa para quitar la nieve del pasillo y portal. “Tenía dos kilos que uso para la pierna, cuando me duele la mezclo con agua tibia y me funciona”. Así las vecinas y vecinos pudieron salir y entrar sin problemas. Inercias de quien ha cuidado a otros durante décadas.
Tener familia cerca no garantiza ni mucho menos ser una y Raquel Ferrer lo sabe bien. Vive sola en la casa que compartió con su marido, ya fallecido, y sus hijos a los que no ve hace demasiado tiempo y de los que no sabe mucho, aunque sus fotos siguen ocupando las repisas más visibles de toda su casa. Son ya 60 años los que lleva en el Poblado Dirigido de Fuencarral. Su vecino Toñín, de 30 años y que la recuerda desde siempre, se pasa cada día y le pregunta si necesita algo. El periquito Beethoven y la medallita municipal, que también usa, le hacen compañía.
Ferrer cumplirá 89 este 2021 y entra dentro de la franja que previsiblemente será vacunada pronto. Hace nada superó, en plena segunda ola de la pandemia, un ictus que le ha dejado un dolor de cabeza que aún se está tratando y que le fastidia algún día que otro. La primera ola no fue tampoco clemente: el coronavirus le alcanzó en mayo y estuvo más de 20 días ingresada. Le dijeron que al haberlo pasado, el bicho no podría pillarla de nuevo, pero no se fía. Es viernes 26 de febrero y al teléfono se le nota contenta. Acaba de terminar su clase de gimnasia en el centro de día Peñagrande, en Fuencarral. “Aún no me han llamado de mi centro de salud, aunque algunas compañeras ya se vacunaron ayer”, asegura mientras repone fuerzas comiendo una mandarina que le ha dado la monitora. En este centro actualmente acuden con asiduidad 12 mujeres mayores del barrio. Raquel se ríe al pensar qué hará cuando sepa que está inmunizada. Ya no sale casi, dice, y el centro en realidad es toda su vida.
Que ella tenga algo que hacer depende de la asistencia pública. Además del colgante del cuello, por el que abona seis euros al mes, y que le obliga a conversar al teléfono, en Peñagrande ejercita la neuroestimulación y actividades de sociabilidad. Estos centros municipales cobran a sus usuarios en relación a los días de uso y su propia renta, con tarifas que van desde los cero euros para los ingresos más bajos a un porcentaje de ingresos que puede llegar al 34,4%. En su caso, allí acude a clases de logopedia y así mantienen activas las habilidades de conversación. En casa solo puede hablar con Beethoven.
“Somos nosotros, los adultos, los que debemos cuidar de nuestros mayores”
Jacinto Navlet, nacido en Castilleja de la Cuesta en 1946, recuerda al doctor Malcon Crowe, ese Bruce Willis de El sexto sentido que era el único de toda la película que no sabía quién era realmente. Sus 75 años no son reales para él, mientras se pueda mover y la cabeza le funcione. Por eso, sigue pensando en su madre cuando se le pregunta por la población de más edad. Y de alguna forma, le funciona: hay algo en su cara que no termina de encajar con la fecha de su dni.
Navlet se jubiló hace 10 años con la pensión máxima, poco menos de 2.200 euros netos al mes, tras 35 años como profesor de Biología en la Universidad de Alcalá de Henares. Se sabe con suerte. En 2015 su compromiso político le llevó a ir en las listas de IU para el Ayuntamiento de Madrid. La respuesta a cómo cuidar mejor de los mayores la tiene grabada a fuego: que vivan dignamente y que no vean sufrir a sus seres queridos por la precariedad.
Mercedes Serrano sabe bien a lo que Jacinto se refiere. Matriarca en una familia con varios hijos desempleados, cuida de todos, incluidos dos nietos de tres y seis años, y estira su pensión no contributiva de algo más de 300 euros, más lo que se pueda arañar de aquí y de allá.
Cada vez que una asociación del barrio anuncia que puede repartir comida, baja con una silla plegable, se sienta y espera su turno. No es especialmente mayor, acaba de cumplir los 66 años, pero el cansancio se le acumula en el gesto. “Si hubiera sido pintora habría pintado en el asiento un costurero con todas las bobinas de todos los colores”. Es uno de los poemas que escribe y enseña en la conversación, mientras se imagina sentada en otro lugar. Le preocupan muchas otras cosas antes que la fecha en la que será vacunada.
Teóricamente es propietaria de vivienda en la calle Mesón de Paredes en el distrito Centro, aunque en realidad lo que posee es una hipoteca con Bankia a la que debe “más o menos un año” de cuotas de 600 euros cada una. Asegura que cuando la tarde llega en su casa solo enciende una bombilla hasta que se van a la cama. También deben dos meses a la compañía eléctrica. “Del gas ni hablamos, después de este mes, la calefacción… cuando venga, ya veremos”.
Hace cuatro meses consiguió que la Junta Municipal de Centro le diera 100 euros para comprar comida. Le insistieron mucho en que debería justificar el gasto. “Tengo todos los tiquets guardaditos de Carrefour, pero aquí no ha venido nadie a pedirlos”. No sabe qué tiene que hacer ahora con ellos, nadie le ha dicho nada ni le han vuelto a llamar.
Rafaela Fresno, Falita, y Félix Rueda se casaron en Madrid en 1964. De 88 y 84 años, siguen juntos e inseparables, aunque la vacuna no les ha respetado esta costumbre de décadas: el martes que viene, 2 de marzo, ya tiene cita él, pero ella tendrá que esperar. “Van de más a menos con la edad, empiezan con los que estamos más estropeados, se ve”, cuenta con una sonrisa Félix. El confinamiento de la pandemia no les ha afectado demasiado ya que tienen una amplia red entre hijas, nietos, incluso vecinos de su edificio en el barrio La Paz, en Fuencarral, que se preocupa por ellos. Él ha sido practicante (ATS, corrige) municipal, se sacó unas oposiciones y ejerció durante 40 años de “pinchaculos” como recuerda que le llamaban. “Cuando entraba en un bar, los niños salían corriendo”. Pide que todo el mundo se vacune contra el coronavirus cuando se lo digan, que no hagan tonterías. “¿Qué haré cuando me vacune? Tener menos miedo, poder dar la mano a uno y a otro, o tomar un vinito o una cerveza con algún vecino”.
Falita lee y ve muchas noticias, no quiere aislarse del mundo por el confinamiento o la edad. No le parece bien ser vacunada antes que los profesores. “Están con muchos niños, nosotros los mayores vamos tirando, pero creo que los docentes deberían ser vacunados antes que nosotros”. En cualquier caso, cuando le avisen, irá al centro de salud a vacunarse, “y les diré esto mismo si me preguntan”.
Félix en general, se muestra más alegre. “Yo he sido feliz”, dice una y otra vez. “Date cuenta que yo he atendido a los hijos de Suárez, mira esta foto, y le tomaba la tensión al profesor, a Tierno [Enrique Tierno Galván, exalcalde de Madrid]”. Deja lo más importante para el final, cuando su mujer no le oye, y susurra, un poco a gritos para quien le escuche, pero no es cuestión de discutir con un audífono: “Yo sin ella no aguanto ni un año”. Tienen la suerte que no tienen muchos otros: la de saber que no están solos.