Los ‘polis’ te remiran. Entras casi pidiendo permiso, entre vallas y precintos, esperando la mirada afirmativa de la autoridad. Calculadora a ojo, buscando drones en el cielo. Apenas hay huellas de aquellos con los que te cruzabas antaño mientras salían de los ‘afters’ y buscaban alargar el éxtasis. De guiris ni hablemos. Incluso han desaparecido las caras resacosas. Bienvenidos al viejo/nuevo mundo de los chamarileros.
Madrid siempre ha santificado sus domingos, un día más divertido que los sábados. Con aquella sensación del riesgo de las horas que pasan antes del fatídico lunes. Esa j...
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Los ‘polis’ te remiran. Entras casi pidiendo permiso, entre vallas y precintos, esperando la mirada afirmativa de la autoridad. Calculadora a ojo, buscando drones en el cielo. Apenas hay huellas de aquellos con los que te cruzabas antaño mientras salían de los ‘afters’ y buscaban alargar el éxtasis. De guiris ni hablemos. Incluso han desaparecido las caras resacosas. Bienvenidos al viejo/nuevo mundo de los chamarileros.
Madrid siempre ha santificado sus domingos, un día más divertido que los sábados. Con aquella sensación del riesgo de las horas que pasan antes del fatídico lunes. Esa jornada llena de vermús, de comidas que se alargaban más allá de lo recomendado, con cañas en La Latina con un final nunca escrito, con bienintencionados paseos por el Retiro que luego tenían segunda parte, con sesiones matinales en los cines Ideal que escondían trilogías de conversaciones hasta que entraba la noche, con intentos desesperados por encontrar una mesa libre en Comendadoras. Esa frase de “yo conozco un bar todavía abierto en Malasaña”. ¡Otra más!.
Aquellos días… En tiempos de toques de queda, a las ocho de la mañana uno ya está levantado, duchado y con el periódico leído. Y me adentro, cual dominguero en versión de 2021, en El Rastro. “Tengo zapatos de caballero de los buenos”, “tres pastillas de jabón de glicerina a un euro…”, gritan. A pleno pulmón, que la cosa no anda bien, y con la mitad de los puestos turnándose cada fin de semana. Repaso de arriba a abajo la esquina de las camisetas y parches. ¿Qué se llevará la gente en estos agarrotados tiempos? ¡Preguntemos! Los ‘hits’, me cuenta el dueño, que arrasan en la temporada pandémica son los estampados del St. Pauli -el mítico y rebelde club de fútbol de Hamburgo-, Baby Yoda y Joker. La sonrisa macabra de la tercera ola.
“No es hueco. Cógelo, cógelo. Todo cincelado. Macizo, macizo. Esto está ‘tirao, regalao’. Es la oportunidad del día. Se lo dejo en 150 euros. Se lo vendí a uno que toca en la iglesia de La Paloma, pero no ha venido a por ella”, tienta en una acera un anticuario con una estatuilla de Isabel la Católica a caballo. Madrid, tierra de ‘isabeles’. Aquí los algoritmos van a su manera y, entre los libros de segunda mano, se alinea una combinación de oferta: ‘La ingenua libertina’, de Colette, ‘El jardinero fiel’, de John Le Carré, y un tomo de legislación notarial. Los barquilleros de quinta generación esperan aburridos en la esquina. Simplemente, la vida.
Salgo sin apenas hablar, con el deber cumplido de haber intentado descubrir alguna emoción (y alguna ganga). Algo que parece casi imposible en estos días conquistados por la bandera de la apatía y con la sensación de que los domingos tardarán todavía mucho en regresar a la ciudad. Busco algo de consuelo con Biela y su ‘Nantes-Madrid’. “Cuando todo se me vuelve gris, mirada pa’ bajo, lo intento cubrir…”. Se trata de sobrevivir.